Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey
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Cassandra no pudo fingir indiferencia por más tiempo. Se volvió hacia él con los hombros tensos y los ojos entrecerrados.
Benedikt ahondó su sonrisa, lo que hizo que ella se enfurruñara todavía más.
—¿Me estáis llamando amargada? ¿Cómo podría no serlo teniéndoos ante mí, sir Benedikt McAllister? El solo veros me provoca acidez de estómago.
—Podríais probar a ser amable, para variar. Seguro que eso os aliviaría la digestión. —La miró de arriba abajo, con una ceja enarcada—. Si sonrierais, estaríais incluso… guapa —añadió en un susurro, acercándose hasta que ella pudo ver las chispas de diversión bailando en sus ojos verdes.
Ella boqueó de furia. ¿Cómo podía tener ese hombre la desfachatez de insultarla de ese modo? ¿Acaso insinuaba que era fea? ¡Un auténtico caballero no haría jamás algo así!
—Deberíais alegraros de no ver mi sonrisa más a menudo, caballero —replicó, tirante—. He oído decir que mi sonrisa provoca sobresaltos en los corazones débiles —añadió, gazmoña—. Además, yo prefiero cuidar mis rosas que perder el tiempo escuchando a un hombre recitándome poemas de amor. Me da un terrible dolor de cabeza.
Él emitió una risa grave, echando la cabeza hacia atrás. Rio durante tanto tiempo que Cassandra lamentó haber intentado parecer una mujer mundana, y más ante un hombre como él, que no sabía lo que era el honor ni la decencia.
—Ojalá sigáis pensando así durante mucho tiempo, señora —dijo Benedikt al fin, con la risa aún pintando su voz—, seguro que vuestras rosas libran a muchos hombres de vuestra lengua. Sentirla es equiparable a una bofetada en pleno rostro. Ni siquiera los franceses eran tan crueles como vos.
Cassandra apretó los dientes.
—Un arañazo no estropearía una cara tan dura como la vuestra. Estoy convencida de que los franceses huían despavoridos solo por no escuchar vuestras estúpidas ocurrencias.
Benedikt iba a replicar, pero se dio cuenta de que la conversación se le estaba yendo de las manos. Esa joven no era más que una muchacha aburrida que necesitaba una lección, y él no tenía tiempo para dársela.
La saludó con la cabeza y la dejó esperando una réplica. Con toda probabilidad, era el peor insulto que podía ofrecerle.
Charles lo alcanzó cuando ya estaba a medio camino de las caballerizas. En otras circunstancias lo hubiera amonestado por su actitud ante Cassandra, pero era evidente que tenía otras cosas en la cabeza, a juzgar por su ensoñadora mirada.
El pelirrojo se sonrió para sí y dejó a su caballo en manos de un palafrenero. Conocía esa mirada en los ojos de su joven amigo, y siempre tenía algo que ver con bonitos ojos azules y bucles rubios.
—Es la mujer más hermosa del mundo. ¿No crees que tiene la sonrisa más dulce que hayas visto jamás? Ya antes lo era, pero ahora…
Benedikt rio socarrón y jugueteó con su fusta, golpeándose la bota con ella, arrancando un sonido seco como un disparo. Colocó una mano en la empuñadura del sable y miró a su amigo de reojo antes de responder.
—¿Quieres que te diga la verdad o que te siga la corriente? Al fin y al cabo, no vas a hacer ningún caso a nada de lo que te diga. Sabes muy bien que no me he fijado tanto en ella como para hacerme una idea.
Charles frunció el ceño, desconcertado por sus palabras, acompañadas por una sonrisa burlona. Benedikt era un hombre enigmático en ocasiones, tan pronto hablaba de temas trascendentes con una sonrisa, como permanecía inmutable mientras los demás bromeaban. Nunca se sabía cuándo hablaba en serio y cuándo lo hacía en broma. De hecho, ni siquiera sabía si esa ridícula guerra verbal que se traía entre manos con Cassandra Ravenstook era de verdad o solo era un mero divertimento para él.
—¿No puedes hablar en serio ni por un instante? Sé sincero, por favor.
Benedikt se apoyó contra una columna del jardín que imitaba con poca fortuna una ruina griega y se cruzó de brazos.
—Te diré que, con franqueza… —Hizo un gesto con la cabeza en honor a su interlocutor que le hizo reír—. Ni me gusta ni me deja de gustar. Pero, dime, ¿a qué vienen tantas preguntas? La última vez que te oí hablar así de algo, ibas a comprar un caballo.
Charles lo recompensó con un sonrojo digno de un colegial. Benedikt se sorprendía de lo joven que parecía a veces, a pesar de que había sobrevivido a una guerra terrible y a que había luchado bien por su príncipe y su país. En los asuntos mundanos, en cambio, no dejaba de ser un niño.
—No seas vulgar, por favor, hablamos de una dama. Ni con todo el dinero del mundo se podría comprar un tesoro semejante.
Benedikt bufó y se apartó de la columna. Agitó la cabeza de incredulidad ante tanta inocencia reconcentrada.
—Claro que sí, e incluso varios trajes de ricas sedas para vestirlo. De todas formas, te confesaré algo que jamás diría si no me estuvieras abriendo tu blando corazón en este terrible momento. Ya que me pides sinceridad, te diré que me gustaría más su prima si no llevara el demonio dentro. Aunque, espera… —Benedikt se irguió y lo miró con los ojos entrecerrados, observando su nervioso gesto, su mirada brillante y su sonrisa bobalicona. Reconoció los síntomas al instante—. ¡Oh, maldita sea! Dime que no vas a pedir su mano…
Charles amplió su sonrisa y arrancó una flor. Benedikt gimió en su fuero interno cuando le vio llevársela a los labios y a la nariz para olerla antes de guardársela dentro de la guerrera con un suspiro.
—A ti no puedo mentirte, amigo. Sería el hombre más feliz del mundo si Iris me aceptara como esposo.
Benedikt gruñó y murmuró para sí, soltando un fustazo especialmente fuerte que tronchó todo un parterre de flores.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿En qué momento dejé de estar en el ejército y pasé a estar en un cuerpo de danzas? —masculló entre dientes.
—¿Qué os traéis entre manos? Todo el mundo os espera en la casa desde hace rato.
Benedikt se volvió hacia el príncipe que, lejos de ceremonias, palmeó las espaldas de sus hombres en un gesto amistoso.
—El pipiolo hace planes de boda —respondió Benedikt con amargura.
—¡Ben! —exclamó Charles escandalizado.
—¡Oh, vamos, no te sonrojes como una virgen! Su Alteza tiene derecho a saberlo si vas a causarle un disgusto a su anfitrión durante su visita.
Charles se adelantó un par de pasos para enfrentarse a su amigo antes de ver que Benedikt lo decía en broma.
Peter reía a carcajadas al ver el rostro serio de Benedikt por un lado, con sus ojos verdes brillantes por el regocijo, y el de Charles rojo por la ira y el desconcierto por el otro.
—¿Ves lo que ha hecho el amor contigo? Eres incapaz de aceptar una broma.
Charles