Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey
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Charles asintió con la cabeza.
—Siempre que ella me acepte.
Peter pareció relajarse de pronto y le tendió una mano, satisfecho.
—Es una buena muchacha, y heredará una gran fortuna, aunque supongo que eso es un detalle insustancial para ti. Haréis una gran pareja, amigo. Y tú, Benedikt, haces mal en reírte de tu amigo. Ya lo dice un antiguo dicho rultiniano: «Cuidado con aquello de lo que huyes, porque te alcanzará en la cama, en la hora más oscura».
Benedikt lanzó un quejido de protesta. Los viejos dichos rultinianos eran tan poéticos como absurdos.
—Perdonadme, Alteza, tal vez me veáis retorcerme en el lecho por culpa de las pulgas, del dolor de estómago, o incluso por un disparo, pero de amor… Ay, señor, de amor jamás.
Peter enarcó una ceja.
—Más te vale cumplir lo que acabas de decir, o algún día será nuestro turno de burlarnos de ti.
Benedikt sonrió de lado, aceptando el reto.
—Si eso ocurre, podremos jurar que el fin del mundo está próximo. Con sinceridad, no es que no crea en el amor, pero dudo que haya algo así para mí. Y, además, no tengo tiempo para ello —bromeó—, Su Alteza me da demasiado trabajo.
—Yo de ti no hablaría demasiado, torres más altas han caído —recomendó el príncipe entre risas.
Benedikt no necesitó decir que él no caería jamás, todos sus gestos hablaban por él, desde sus brazos cruzados hasta la barbilla erguida o los labios en los que todavía bailaba una sonrisa desafiante.
Quizá muros más altos habían caído, pero no estaban fabricados con el material con el que estaba hecho el corazón de Benedikt McAllister. Porque, con franqueza, tenía cosas más importantes que hacer en la vida que enamorarse.
Cuatro
Joseph contemplaba el jardín desde la ventana del dormitorio que le habían asignado. Eran unas hermosas vistas, más de lo que esperaba o merecía teniendo en cuenta su dudoso rango y las escasas simpatías que despertaba entre los hombres de su hermano, o entre la gente en general.
Se preguntó durante unos instantes si era posible que Peter le hubiera pedido a lord Ravenstook que le diera esa habitación, para tenerle contento y que no diera problemas, aunque luego pensó que ese no era su estilo. De hecho, dudaba que Peter tuviese un estilo siquiera, aparte de portarse siempre como el buen chico que era, ajeno al interés de su país, a la fortuna y precario destino de su familia.
Lo vio charlar allí abajo con sus dos caballeros predilectos, aquel escocés insolente y el muchacho imberbe habían acabado de hundir en el barro sus esperanzas. De no ser por ellos, quizás todavía podría llegar a ser rey un día.
Por unos segundos se dejó llevar por la ensoñación de otro mundo posible, de un mundo donde Napoleón hubiera resultado vencedor de la guerra y donde él fuera el príncipe reinante de Rultinia. Si había algo seguro, era que esos dos no reirían con tanta ligereza.
El sonido de unos nudillos en la puerta le hizo apartar la vista de la ventana.
—Adelante —dijo, volviéndose hacia el jardín.
Su hermano y sus dos amigotes se habían marchado ya, tal vez rumbo al interior de la casa, donde estarían intercambiando saludos y abrazos con el anfitrión. Le había sorprendido el cálido recibimiento por parte de lord Ravenstook, ya que sabía que no era santo de su devoción. A pesar de todo, el anciano parecía amable e incluso simpático, se dijo con una sonrisa triste.
—Parecéis cansado, señor. ¿Os aflige algo?
Joseph se volvió hacia Conrad, su criado de confianza, que había entrado con una bandeja con comida, pues había aducido un ligero dolor de cabeza para no bajar a cenar.
—El mundo es lo que me aflige, Conrad, la vida, ¿te parece poco tener que venir a este lugar infecto para contentar a viejos y niñas aburridas en lugar de regresar a casa? Hay tanto que hacer. Tanto. Me deprime pensar que la vida se escurre entre mis manos mientras mi hermano pierde el tiempo.
Conrad dejó la bandeja sobre una mesa baja junto a la cama y dedicó unos minutos a ordenar las pertenencias de su amo, que al entrar había dejado la pelliza y el sable tirados en el suelo. Ahora descansaba junto a la ventana en camisa y chaleco. Observó que estaba más taciturno que de costumbre, con el cabello rubio revuelto y los ojos azules turbios y tormentosos.
—Quizás deberíais intentar dominar vuestra tristeza.
Joseph se volvió hacia él, furioso.
—¿Y qué debo hacer, seguir fingiendo? ¿No lo hago ya bastante, sonriendo cuando debo, diciendo «gracias, querido hermano», «perdóname, querido hermano»? Si me pincharan cada vez que digo esas cosas con sonrisa de idiota, mientras todos me observan a la espera del mínimo traspié, te juro que no lograrían arrancarme una sola gota de sangre.
—Recordad que su confianza en vos todavía no es plena después de… —Conrad calló al ver el brillo en la mirada de Joseph, rayano en la locura.
—Dilo, adelante, después de mi traición. Si no fuera por esos dos amigos suyos, ya me habría perdonado del todo, pero ellos le llenan la cabeza de tonterías. Claro que no digo que no tengan razón —añadió emitiendo una sonrisa más parecida a una mueca—. No soy de fiar, ¿verdad, Conrad?
Conrad tragó saliva, sin saber qué responder. Por suerte, su señor muy pronto dejó de prestarle atención para volver a mirar por la ventana, olvidándose de su presencia al instante. Tras recoger todas sus pertenencias, lo dejó a solas rumiando su melancolía y su rencor.
Benedikt consiguió al fin que Charles le jurase que no le pediría matrimonio a Iris Ravenstook… No al menos esa primera noche.
—Reconoce que apenas conoces a la muchacha. La viste durante unos pocos días antes de partir a la guerra y los ánimos no estaban para romances, precisamente —le dijo, serio por una vez—. Aprovecha este tiempo que pasaremos en casa de su padre para conocerla, para hablar con ella. Si dentro de un par de semanas piensas que es tan maravillosa como te lo parece ahora mismo, yo mismo cortaré las flores para su ramo de novia.
Charles emitió una risa sincera y admitió que su amigo estaba en lo cierto. No debía precipitarse.
—Aunque te aseguro que dentro de dos semanas pensaré igual, y dentro de un mes, y dentro de un siglo —aseguró palmeándole la espalda al pelirrojo—. Así que ve preparando tu sable para cortar esas flores, amigo.
—Antes tendrás que demostrarme que eres tan hombre como para mantener firmes tus promesas. Y ahora, anda y termina de vestirte. El príncipe ya debe de estar esperándonos abajo, para variar. Se nota que eres un enamorado, ya hablas por los codos y te entretienes como los pisaverdes en ponerte guapo para tu dama.
El príncipe Peter esperaba en el salón, en efecto, a que sus hombres aparecieran, junto a lord Ravenstook, su hija Iris y Cassandra, que enarcó una ceja, despectiva, al escuchar