Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi Colección Oro

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Levin, en cuyos oídos todavía sonaba dulcemente el eco de esas palabras: «Hasta pronto», y de cuya cabeza no se apartaba la sonrisa con que Kitty las acompañó.

      —¿Al «Ermitage» o al «Inglaterra»?

      —Me da igual.

      —Vamos entonces al «Inglaterra» —contestó Esteban Arkadievich decidiéndose por este restaurante, porque en él debía mucho más dinero que en el otro y pensaba que no estaba bien dejar de visitarlo.

      —¿Posees algún coche alquilado? —agregó—. ¿Sí? Maravilloso... Yo ya despedí el mío...

      Hicieron el camino callados. Levin solo pensaba en lo que podía significar ese cambio de expresión en la cara de Kitty, y ya se sentía entusiasmado en sus esperanzas, ya se sentía hundido en la angustia, y considerando que sus ilusiones eran poco sensatas. Sin embargo, tenía la sensación de ser otro hombre, de no ser en nada parecido a ese a quien ella le sonrió y a quien le dijo: «Hasta pronto».

      Mientras, Esteban Arkadievich iba por el camino componiendo el menú.

      —¿El rodaballo te gusta? —preguntó a Levin, cuando estaban llegando.

      —¿Qué dices?

      —El rodaballo.

      —¡Oh! Sí, sí, me encanta.

      X

      Cuando entró en el restaurante con su amigo, Levin no dejó de observar en él una expresión especial, una especie de alegría contenida y radiante que se manifestaba en la cara y en toda la figura de Esteban Arkadievich.

      Entonces, Oblonsky se quitó el abrigo y, con el sombrero ladeado, entró en el comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, con las servilletas bajo el brazo y con traje de frac, se pusieron a su alrededor, pegándose a sus faldones, literalmente.

      —Excelencia, pase por aquí, tenga la gentileza. Su Excelencia, aquí no va a importunar nadie —decía el camarero tártaro que con más insistencia iba tras de Oblonsky y que era un hombre muy grueso, ya viejo, con los faldones del frac flotantes bajo la cintura ancha—. Excelencia, haga el favor —decía de la misma forma a Levin, enalteciéndolo también como invitado de Esteban Arkadievich.

      Rápidamente puso un mantel limpio encima de la mesa redonda, que ya estaba cubierta con otro y se encontraba colocada bajo una lámpara de bronce. Después acercó dos sillas tapizadas y se quedó parado frente a Oblonsky esperando órdenes, con la servilleta y la carta en la mano.

      —Si Su Excelencia quiere el reservado, dentro de poco lo podrá tener a su disposición. En este momento lo ocupa el príncipe Galitzin con una señorita... Recibimos ostras francesas.

      —¡Ostras, caramba!

      Esteban Arkadievich recapacitó.

      —Levin, ¿cambiamos el plan? —preguntó, mientras ponía el dedo sobre la carta.

      Y su cara expresaba verdadera incertidumbre.

      —¿Sabes si las ostras son buenas? —preguntó.

      —Son de Flensburg, Excelencia. Hoy no tenemos de Ostende.

      —Bueno, pasemos porque sean de Flensburg, pero ¿están frescas?

      —Las recibimos ayer.

      —¿Comenzamos entonces por las ostras y cambiamos el plan?

      —¿El señor quiere kacha a la russe? —preguntó el tártaro, mientras se inclinaba hacia Levin como una niñera hacia un chiquillo.

      —Bromas aparte, estoy conforme con lo que elijas —dijo Levin a Oblonsky—. Patiné mucho y tengo apetito. —Y agregó, observando una expresión de contrariedad en la cara de Esteban Arkadievich—: No pienses que no sé apreciar tu elección. Estoy completamente seguro de que voy a comer muy a gusto.

      —¡No faltaba más! Tú puedes decir lo que quieras, uno de los placeres de la vida es el comer bien —contestó Esteban Arkadievich—. Ea, amigo: primero tráenos las ostras. Dos —no, eso no sería suficiente—, tres docenas... Después, sopa juliana...

      —Printanière, ¿verdad? —corrigió el tártaro.

      Sin embargo, Oblonsky no quería darle la satisfacción de darles nombres en francés a los platos.

      —Sopa juliana, juliana, ¿comprendes? Después rodaballo, con la salsa bastante espesa; posteriormente... rosbif, pero que sea bueno, ¿eh? Más tarde, algo de conservas y pollo.

      Recordando la costumbre de Oblonsky de no denominar los platos con los nombres de la cocina francesa, el tártaro no quiso insistir, pero se desquitó, repitiendo todo lo encargado tal como se encontraba escrito en la carta.

      —Soupe printanière, turbot à la Beaumarchais, poularde à l’estragon, macédoine de fruits!

      E inmediatamente después, como movido por un resorte, cambió la carta de vinos por la que tenía en las manos y se la entregó a Oblonsky.

      —Dime, ¿qué vamos a beber?

      —Lo que quieras; tal vez un poco de... champán —respondió Levin.

      —¿Champán para comenzar? Pero bueno, como desees. ¿Te gusta carta blanca?

      —Cachet blanc —dijo el tártaro.

      —Sí: esto con las ostras. Después, ya veremos.

      —Muy bien, Excelencia. ¿Y de vinos de mesa?

      —Quizá el Nuit... Pero no: el clásico Chablis vale más.

      —Bien. ¿Su Excelencia tomará su queso?

      —Sí: de Parma. ¿O tú prefieres otro?

      —A mí me da igual —dijo Levin, tratando, sin éxito, de reprimir una sonrisa.

      Con los faldones de su frac flotándole hacia atrás, el tártaro se alejó corriendo, y cinco minutos después volvió con una botella entre los dedos y con una bandeja llena de ostras ya abiertas en sus conchas de nácar.

      Apoyando los brazos sobre la mesa, Esteban Arkadievich empezó a comer las ostras, después que arrugó la servilleta almidonada y puso la punta en la abertura del chaleco.

      —Están bien

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