Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi Colección Oro

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Levin comió ostras, aunque habría preferido pan blanco y queso, pero no podía menos que contemplar a Oblonsky.

      Y hasta el mismo tártaro, después de descorchar la botella y escanciar el vino espumoso en las copas finas de cristal, observó con visible placer, mientras se arreglaba su corbata blanca, a Esteban Arkadievich.

      —¿Las ostras no te gustan? —preguntó este a Levin—. ¿O es que acaso estás preocupado por algo?

      Quería que Levin se sintiese contento. Levin no estaba afligido, solamente no se sentía a gusto en el ambiente del restaurante, que contrastaba mucho con su estado de ánimo de ese instante. No, en ese establecimiento con sus reservados donde se llevaba a comer a las damas no se encontraba bien; con sus tártaros, sus bronces y sus espejos. Tenía la impresión de que aquello deshonraba los delicados sentimientos que tenía en su corazón.

      —¿Yo? Sí, estoy bastante preocupado... No te puedes imaginar, además, la impresión que le causan estas cosa a un pueblerino como yo. Es, por ejemplo, como las uñas de ese señor que me presentaste en tu despacho.

      —Ya me di cuenta de que te impresionaron mucho las uñas del pobre Grinevich —dijo, riendo, Oblonsky.

      —¡Para mí esas son cosas insoportables! —contestó Levin—. Solo ponte en mi lugar, en el de una persona que vive en el campo. Allí tratamos de tener las manos de forma que nos permitan trabajar con más comodidad; debido a eso nos cortamos las uñas y nos arremangamos el brazo, a veces... Aquí, en cambio, las personas se dejan crecer las uñas todo lo que pueden dar de sí y se colocan unos gemelos como platos para terminar de dejar las manos en estado de ser completamente inútiles.

      Esteban Arkadievich sonrió alegremente.

      —Es una señal de que no es necesario un trabajo rudo, que se trabaja con el cerebro... —razonó.

      —Tal vez. Pero de todas maneras a mí eso me causa una impresión muy extraña; como me la causa el que nosotros los del pueblo tratemos de comer rápidamente para ponernos de inmediato a trabajar de nuevo, mientras que aquí tratan de no saciarse muy aprisa y por eso comienzan por comer ostras.

      —Lógicamente —contestó su amigo—. El objetivo de la civilización consiste en transformar todo en un placer.

      —Entonces prefiero ser un salvaje si ese es el objetivo de la civilización.

      —Tú, sin necesidad de eso, eres un salvaje. Todos los Levin lo son.

      Levin exhaló un suspiro. Se sintió dolido y avergonzado cuando recordó a su hermano Nicolás. Frunció el ceño. Pero ya Oblonsky le estaba hablando de una cosa diferente que distrajo su atención.

      —¿Esta noche vas a visitar a los Scherbazky? ¿Es decir, a...? —añadió, mientras separaba las conchas vacías y acercaba el queso y sus ojos brillaban de modo revelador.

      —No voy a dejar de ir —contestó Levin—, a pesar de que creo que la Princesa me invitó de mala gana.

      —¡No digas estupideces! Es su manera de ser. Amigo, sírvenos la sopa —dijo Oblonsky dirigiéndose al camarero—. Es su cualidad de grande dame. Yo también voy a pasar por allí, pero antes debo ir a casa de la condesa Bonina. Allí hay un coro, que... Lo repito, eres un salvaje... ¿Cómo se explica tu repentina desaparición de Moscú? Los Scherbazky todo el tiempo me preguntaban por ti, como si yo pudiera saber... Y únicamente sé una cosa: que siempre haces lo contrario que los otros.

      —Es verdad: soy un salvaje —aceptó Levin, hablando con lentitud, pero con agitación—, pero si lo soy, no es por haberme marchado en aquel momento, sino por haber vuelto actualmente.

      —¡Qué dichoso eres! —interrumpió Oblonsky, mirándole a los ojos.

      —¿Por qué?

      —A los buenos caballos los conozco por el pelo y a los muchachos enamorados por la mirada —expresó Esteban Arkadievich—. El futuro se abre ante ti... El mundo te pertenece...

      —¿Es que acaso tú ya no tienes nada ante ti?

      —Sí, pero el futuro es tuyo. Yo únicamente tengo el presente, y este presente no es de color de rosa precisamente.

      —¿Y por qué?

      —Las cosas no marchan bien... Pero no deseo hablar de mí, y además no todo puede explicarse —dijo Esteban Arkadievich—. Vamos, cambia los platos —dijo al camarero. Y continuó—: Ea, ¿a qué viniste a Moscú?

      —¿Es que no lo adivinas? —preguntó, a su vez, Levin, mientras miraba fijamente a su amigo, sin apartar sus profundos ojos de él ni un momento.

      —Sí, lo adivino, pero no soy el indicado para comenzar la charla sobre ello... Juzga si lo adivino o no por mis palabras —comentó Esteban Arkadievich con una leve sonrisa.

      —Y entonces, ¿no me dices nada? —preguntó Levin con voz estremecida, sintiendo que todos los músculos de su cara temblaban—. ¿Y el asunto qué te parece?

      Sin quitar los ojos de Levin, Oblonsky vació poco a poco su enorme copa de Chablis.

      —Por lo que a mí respecta —dijo— no desearía nada más. Pienso que es lo mejor que podría ocurrir.

      —¿No estás en un error? ¿Sabes a lo que te estás refiriendo? —contestó su amigo, mientras clavaba los ojos en él—. ¿Crees que es posible?

      —Sí, lo creo. ¿Por qué no habrá de serlo?

      —¿Piensas francamente que es posible? Por favor, dime todo lo que piensas. ¿No me espera una negativa? Estoy casi seguro...

      —¿Por qué piensas de esa manera? —dijo Esteban Arkadievich, mirando la emoción de Levin.

      —En ocasiones lo creo, y esto sería espantoso para mí y para ella.

      —No creo que haya nada espantoso en esto para ella. Toda joven se siente muy orgullosa cuando piden su mano.

      —Sí, todas sí; pero ella no es igual que todas.

      Esteban Arkadievich esbozó una sonrisa. Conocía perfectamente los sentimientos de Levin y sabía que para él todas las muchachas del mundo se encontraban divididas en dos clases: una compuesta por la mayoría de las mujeres, sujetas a todas las debilidades, y otra compuesta únicamente por «ella», que no tenía ningún defecto y estaba muy por encima de la especie humana.

      —¿Qué estás haciendo? ¡Toma un poco de salsa! —dijo, mientras detenía la mano de Levin, que estaba separando la fuente.

      Obediente, Levin se sirvió salsa; pero con sus preguntas impedía que Esteban Arkadievich comiera en paz.

      —Espera, espera —dijo—. Entiende que para mí esto es un asunto de vida o muerte. A ninguna persona le he hablado de ello. No puedo hablar con nadie, excepto contigo. Aunque seamos distintos en todo, sé que me aprecias y yo también te aprecio mucho. Pero sé franco conmigo, ¡por Dios!

      —Yo te digo lo que pienso —contestó Oblonsky sonriendo—. Te voy a decir más aún: mi mujer, que es una dama maravillosa...

      Exhaló un suspiro, recordando cómo estaban

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