Anna Karenina. León Tolstoi
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—¿Y qué me puedes decir de la del Evangelio?
—¡Guarda silencio, guarda silencio! Jamás Cristo habría pronunciado esas palabras si llega a saber el mal uso que iba a hacer de ellas. Nadie recuerda, de todo el Evangelio, más que esas palabras. De todas maneras, digo lo que siento, no lo que pienso. Detesto a las mujeres perdidas. A ti te dan asco las arañas; a mí, esta clase de mujeres. Probablemente no has estudiado la vida de las arañas, ¿no? Pues yo tampoco la de...
—Es muy fácil hablar de esa manera. Tú eres igual que aquel personaje de Dickens que tira con la mano izquierda, detrás del hombro derecho, los asuntos difíciles de solucionar. Sin embargo, negar un hecho no es responder una pregunta. Contéstame, ¿qué tengo que hacer en este caso? Tu esposa envejeció y tú te sientes lleno de vida. Casi sin notarlo, te encuentras con que no puedes querer a tu mujer con verdadero amor, por más respeto que sientas por ella. ¡Entonces, estás completamente perdido si aparece el amor ante ti! ¡Estás completamente perdido! —dijo nuevamente Esteban Arkadievich con tristeza y desesperación.
Levin esbozó una sonrisa.
—¡Sí, estás completamente perdido! —repitió Oblonsky—. Y entonces, ¿qué se puede hacer?
—No se debe robar el pan recién hecho.
Esteban Arkadievich comenzó a reír.
—¡Oh, hombre moralista! Pero este es el caso: hay dos mujeres. Una de ellas solamente se apoya en sus derechos, en nombre de los cuales te reclama un amor que no le puedes dar. La otra hace sacrificios por ti y no te pide nada a cambio. ¿Qué hacer, cómo actuar? ¡Es un drama espantoso!
—Mi sincera opinión es que no existe ningún drama. Porque, según lo veo yo, ese amor... esos dos amores... que, como podrás recordar, Platón define en su Simposion, forman la piedra de toque de los hombres. Unos entienden el uno, otros el otro. Y no tienen por qué hablar de dramas los que profesan el amor no platónico. Se trata de un amor que no permite nada dramático. En unas palabras consiste todo el drama: «Muchas gracias por las satisfacciones que me proporcionaste, y hasta pronto». En el amor platónico todo es puro y claro, por lo que tampoco puede haber drama, y porque...
En ese instante, Levin recordó sus propios pecados y las luchas internas que tuvo que soportar, y agregó repentinamente:
—Finalmente, quizá tengas razón... Bien puede ser. Sin embargo, no sé, decididamente no sé...
—Escucha —dijo Esteban Arkadievich—: tu gran cualidad y tu gran defecto es que eres un hombre entero. Como esta es tu naturaleza, desearías que el mundo estuviera compuesto de fenómenos enteros, y realmente no es de esa manera. Por ejemplo, tú desprecias el trabajo oficial y la actividad social porque quisieras que todo esfuerzo estuviera en relación con su objetivo, y eso no ocurre en la vida. Quisieras que la tarea de un hombre tuviera un propósito, que la vida matrimonial y el amor fueran una misma cosa, y tampoco sucede así. Toda la belleza, la diversidad, el encanto de la vida, están compuestos de luces y sombras.
Levin suspiró, pero se quedó callado. No escuchaba a Oblonsky, porque estaba pensando en sus asuntos.
Y de repente ambos comprendieron que, a pesar de que eran amigos, a pesar de que habían comido y bebido juntos —lo que debía haberlos acercado mucho más—, cada uno pensaba exclusivamente en sus cosas y no se preocupaba del otro para nada. Oblonsky había sentido en más de una ocasión esa impresión de alejamiento después de una comida destinada a aumentar la amabilidad y sabía perfectamente lo que hay que hacer en tales momentos.
—¡La cuenta! —gritó, y pasó a la sala inmediata.
Allí encontró a un edecán de regimiento y entabló con él una conversación sobre cierta artista y su protector. De esa manera encontró alivio y descanso de su charla con Levin, quien siempre le arrastraba a una excesiva tensión espiritual y cerebral.
Cuando apareció el tártaro con la cuenta de veintiséis rublos y varios kopeks7, más un suplemento por vodkas, Levin —que como hombre del campo en otro momento se habría espantado de esa enorme cantidad, de la que le correspondía pagar catorce rublos—, no prestó ninguna atención al hecho.
Entonces, pagó esa cantidad y se marchó a su casa para cambiarse de ropa e ir a la de los Scherbazky, donde su destino se iba a decidir.
XII
Kitty Scherbazky, la princesita, tenía dieciocho años. Esa era la primera temporada en que la presentaron en sociedad, donde conseguía más éxitos que los que consiguieran sus hermanas mayores y hasta más de los que su misma madre aspirara esperar.
No únicamente todos los muchachos que frecuentaban los bailes aristocráticos de Moscú estaban enamorados de Kitty, sino que en ese invierno surgieron dos propuestas serias: la de Levin e inmediatamente después de su partida, la del conde Vronsky.
La aparición de Levin a comienzos de la temporada, sus habituales visitas y sus evidentes demostraciones de amor hacia Kitty motivaron las primeras charlas formales entre sus padres a propósito del futuro de la muchacha, y hasta dieron lugar a discusiones.
El Príncipe estaba de parte de Levin y decía que no anhelaba nada mejor para su hija. Sin embargo, con el hábito característico de las mujeres de desviar los asuntos, la Princesa contestaba que Kitty era muy joven, que nada probaba que Levin tuviera intenciones serias, que Kitty no se sentía inclinada hacia Levin y otros argumentos similares. Se callaba lo primordial: que Levin no le caía bien y que no entendía su manera de ser y que esperaba un partido mejor para Kitty.
De manera que, cuando Levin se fue repentinamente, la Princesa se alegró y dijo, con aire triunfador, a su esposo:
—¿Te das cuenta como yo tenía razón?
Se alegró más todavía cuando Vronsky apareció, y se afirmó en su opinión de que su hija debía hacer, no ya un matrimonio bueno, sino excelente.
Para la madre no había punto de comparación entre Vronsky y Levin. Este no le gustaba por sus violentas y extrañas opiniones, por su torpeza para comportarse en sociedad, ocasionada, en su opinión, por el orgullo. A ella le disgustaba la vida salvaje que, según ella, el joven llevaba en el pueblo, donde no trataba más que con animales y campesinos.
Sobre todo la disgustaba que, estando enamorado de Kitty, hubiese estado visitando la casa durante un mes y medio, con la apariencia de un hombre que dudara, observara y se preguntara si el honor que les iba a hacer no sería demasiado grande si se declaraba. ¿Acaso no comprendía, que, puesto que frecuentaba a una familia donde había una muchacha casadera, era sumamente necesario aclarar las cosas? Y, después, esa marcha repentina, sin ninguna explicación... «Menos mal —decía la madre— que no es muy atractivo y mi hija —¡por supuesto!— no se enamoró de él».
En cambio, Vronsky tenía cuanto pudiera desear la Princesa: era inteligente, noble, muy rico, con la posibilidad de hacer una carrera militar y cortesana muy brillante. Y era, además, un hombre delicioso. No, no podía aspirar a nada mejor.
En los bailes, Vronsky cortejaba abiertamente a Kitty, bailaba con ella, visitaba la casa... Era imposible,