Anna Karenina. León Tolstoi
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Todo fue sumamente sencillo y sin inconvenientes, o al menos de esa manera le pareció a la Princesa.
Sin embargo, al casar a sus hijas, se dio cuenta, gracias a la experiencia, que la cosa no era tan fácil ni tan simple. Fueron demasiados los pensamientos que se tuvieron, los rostros que se vieron, el dinero gastado y las discusiones que tuvo con su esposo antes de casar a Natalia y a Daria.
Cuando se presentó en sociedad su hija menor se volvían a producir las mismas dudas, los mismos miedos y, además, eran más frecuentes las discusiones con su esposo. Igual que todos los padres, el viejo Príncipe era muy celoso de la pureza y del honor de sus hijas, y sobre todo de Kitty, su favorita, y a cada momento armaba escándalos a la Princesa, culpándola de comprometer a la muchacha.
Ya la Princesa estaba habituada a aquello con las demás hijas, pero en este momento entendía que la sensibilidad del padre se avivaba con más fundamento. Aceptaba que en las últimas épocas habían cambiado las costumbres de la alta sociedad y se habían hecho más complejos sus deberes de madre. Veía a las amigas de su hija menor formar sociedades, participar en no se sabía qué cursos, tratar a los hombres libremente, ir solas en coche, muchas de ellas prescindir de hacer reverencias en sus saludos y, lo que era más grave, estar todas convencidas de que la elección de esposo no era asunto de sus madres, sino de ellas.
«Actualmente las muchachas ya no se casan como antes»”, pensaban y decían todas aquellas jóvenes; y lo peor era que muchas personas de edad lo pensaban también así. No obstante, nadie le había dicho a la Princesa cómo se casaban «actualmente» las muchachas. La costumbre francesa de que los padres de las muchachas decidieran su porvenir era rechazada y criticada. Tampoco estaba aceptada ni se consideraba posible en la sociedad rusa la costumbre inglesa de dejar en total libertad a las muchachas. La costumbre rusa de planificar los casamientos por medio de casamenteras la consideraban grotesca y todo el mundo se reía de ella, incluso la misma Princesa.
Sin embargo, cómo habían de contraer matrimonio sus hijas, eso nadie lo sabía. Aquellas personas con quienes la Princesa tenía oportunidad de hablar no salían de lo mismo:
—Esos métodos anticuados no se pueden seguir en nuestro tiempo. No son los padres quienes se casan sino las jóvenes. Se les debe dejar, pues, en libertad de que se arreglen; ellas, mejor que nadie, saben lo que deben hacer.
Era muy fácil hablar de esa manera para los que no tenían hijas, pero la Princesa entendía que si su hija trataba a los hombres libremente, podía muy bien enamorarse de alguno que no le conviniera como esposo o que no la quisiera. Tampoco podía admitir que las muchachas arreglasen su destino por sí solas. No podía aceptarlo, como no podía aceptar que se permitiese jugar a niños de cinco años con pistolas cargadas. Debido a todo eso, la Princesa estaba más intranquila y angustiada por Kitty que lo estuviera en otra época por sus hijas mayores.
En la actualidad sentía temor de que Vronsky no deseara dar un paso más allá, limitándose a cortejar a su hija. Se daba cuenta de que Kitty ya estaba enamorada de él, pero se reconfortaba con la idea de que Vronsky era un caballero digno y honorable. Sin embargo, reconocía lo fácil que era perturbar la cabeza a una muchacha cuando hay relaciones tan libres como las de ahora, teniendo en cuenta la poca importancia que los hombres le dan a este tipo de faltas.
Kitty había contado a su madre, la semana anterior, una conversación que mantuvo con Vronsky mientras estaban bailando una mazurca, y a pesar de que esa charla tranquilizó a la Princesa, no se sentía calmada del todo. Vronsky le dijo a Kitty que él y su hermano estaban tan habituados a obedecer a su madre que nunca hacían nada sin solicitar su consejo.
—Y estoy esperando ahora, como una gran felicidad, que mi madre llegue de San Petersburgo —agregó.
Kitty lo contó sin dar mucha importancia a tales palabras. Sin embargo, su madre las veía de distinta forma. Sabía que él estaba esperando, de un momento a otro, a la anciana, suponiendo que ella estaría feliz de la elección de su hijo, y entendía que el hijo no pedía la mano de Kitty por miedo a ofender a su madre si no la consultaba antes. La Princesa quería vivamente ese casamiento, pero quería más todavía recuperar la serenidad que le robaban esas preocupaciones.
Era mucho el dolor que le producía la desgracia de Dolly, que se quería separar de su marido, pero, de todas maneras, la intranquilidad que le producía la suerte de su hija menor la absorbía por completo.
Cuando llegó Levin, se le añadió una preocupación más a las que ya sentía. Sentía miedo de que Kitty, en quien, tiempo atrás, percibiera cierta simpatía hacia Levin, no aceptara a Vronsky en virtud de exagerados escrúpulos. Resumidamente: consideraba posible que, de una forma u otra, la presencia de Levin pudiese echar a perder un asunto que estaba a punto de solucionarse.
—¿Llegó hace mucho? —preguntó, cuando volvieron a casa, la Princesa a Kitty, refiriéndose a Levin.
—Llegó hoy, mamá.
—Desearía decirte algo... —comenzó la Princesa.
De inmediato, Kitty adivinó de lo que se trataba por la cara grave de su madre.
—Mamá —dijo, volviéndose con rapidez hacia ella—. Por favor, te pido que no me diga nada de eso. Lo sé; ya lo sé todo...
Anhelaba lo mismo que su madre, pero le disgustaban las razones que inspiraban los deseos de esta.
—Únicamente te quería decir que si das esperanzas al uno...
—Por Dios, querida mamá, no me diga nada. Me aterra hablar de eso...
—Callaré —dijo la Princesa, viendo que las lágrimas asomaban a los ojos de Kitty—. Vidita mía, solamente quiero que me prometas algo: que jamás vas a tener secretos para mí. ¿Me lo prometes, hija?
—Jamás, mamá —contestó Kitty, sonrojándose mientras miraba a su madre a la cara—. Pero actualmente no tengo nada que decirte... Yo... Yo... A pesar de que te quisiera decir algo, no sé qué... No, no sé qué, ni cómo...
«No, con esa mirada no puede mentir», pensó su madre, sonriendo ampliamente de alegría y de emoción. Además, la Princesa sonreía ante aquello que a la pobre chica le parecía tan enorme y trascendental: las emociones que en este momento agitaban su espíritu.
XIII
Kitty, después de comer y hasta que comenzó la noche, sintió algo parecido a lo que puede sentir un joven soldado antes de ir la batalla. Su corazón latía con mucha fuerza y no le era posible enfocar sus pensamientos en nada. Estaba segura de que esta noche en que se iban a encontrar los dos se iba a decidir su destino, y los imaginaba ya a cada uno por separado ya a ambos al mismo tiempo.
Cuando recordaba el pasado, se detenía en las memorias de sus relaciones con Levin, que le producían un placer muy dulce. Esos recuerdos de la niñez, el recuerdo de Levin unido al del hermano fallecido, resplandecía de poéticos colores sus relaciones con él. El amor que sentía por ella, y del cual estaba completamente segura, la halagaba y la llenaba de alegría. Guardaba, pues, un recuerdo muy agradable de Levin.
El recuerdo de Vronsky, en cambio, siempre le