Anna Karenina. León Tolstoi
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El partido liberal finalmente sostenía o daba a entender que la religión es únicamente un freno para la parte ignorante de la población, y Esteban Arkadievich estaba completamente de acuerdo, debido a que no podía asistir al más breve oficio religioso sin que le dolieran las piernas. Tampoco entendía por qué se intranquilizaba a los fieles con tantas palabras aterradoras y solemnes referentes al otro mundo cuando en este se podía vivir tan a gusto y tan bien. Agréguese a esto que Esteban Arkadievich jamás desaprovechaba la ocasión de una buena broma y se divertía con ganas escandalizando a las personas tranquilas, sosteniendo que ya que se querían ufanar de su origen, era necesario no detenerse en Rúrik y renegar del mono, que era el más antiguo antepasado.
De esta forma, el liberalismo se transformó en una costumbre para Esteban Arkadievich; y le gustaba el periódico, igual que el cigarro después de las comidas, por la ligera bruma con que envolvía su mente.
Leyó a fondo el artículo, que aseguraba que es ilógico que en nuestra época se levante el grito afirmando que el radicalismo amenaza con devorar todo lo tradicional y que es urgente adoptar medidas con la finalidad de aplastar la hidra revolucionaria, debido a que, «muy por el contrario, nuestra opinión es que el mal se encuentra en el terco tradicionalismo que retarda el progreso y no en esta supuesta hidra revolucionaria...».
Después repasó otro artículo, este sobre finanzas, en el que se citaba a Mill y a Bentham, y se atacaba de un modo velado al Ministerio. Entendía de inmediato, gracias a la claridad de su juicio, todas las alusiones, dónde comenzaban y contra quién iban dirigidas, y le producía cierta satisfacción el comprobarlo.
Sin embargo, hoy estas satisfacciones eran amargas por el recuerdo de los consejos de Matrena Filimonovna y por la idea de la anarquía que reinaba en su hogar.
Posteriormente leyó que, según se comentaba, el conde Beist partió para Wiesbaden, que ya jamás habría más canas, que una muchacha ofrecía sus servicios y que se vendía un ligero cochecillo.
No obstante, semejantes noticias hoy no le producían la satisfacción tranquila y sutilmente irónica de otras oportunidades.
Finalizado el periódico, el kalach1 con mantequilla y la segunda taza de café, Esteban Arkadievich se puso en pie, se limpió las migas que le habían caído en el chaleco y, sacando bastante el pecho, sonrió de manera jovial, con el optimismo de una excelente digestión y no como reflejo de su estado de ánimo.
Sin embargo, esa sonrisa alegre le recordó repentinamente su situación, y se puso muy serio y reflexionó.
Se escucharon, detrás de la puerta, dos voces de niños, en las que pudo reconocer las de Gricha, su hijo menor, y la de Tania, su hija más grande. Los chiquillos acababan de dejar caer algo.
—¡Ya te expliqué que los pasajeros no pueden ir en el techo! —gritaba la pequeña en inglés—. ¿Te das cuenta? Ahora lo tienes que levantar.
«Todo está muy revuelto», se dijo Esteban Arkadievich. «Los niños juegan donde les da la gana, y no hay nadie que cuide de ellos».
Se aproximó a la puerta y les llamó. Los niños entraron en el comedor, dejando una caja con la que estaban representando un tren.
Tania, la preferida del Príncipe, corrió resueltamente hacia él y se colgó a su cuello, dichosa de poder respirar el peculiar aroma de sus patillas. Después de besar la cara de su padre, que la dulzura y la posición inclinada en que estaba la habían puesto roja, Tania se preparaba para salir. Pero el padre la retuvo.
—¿Y qué está haciendo mamá? —preguntó, mientras acariciaba el suave y terso cuello de su hija—. ¡Hola! —agregó, sonriendo, dirigiéndose al chiquillo, que le saludó.
Aceptaba que quería menos a su hijo e intentaba disimularlo y mostrarse igualmente cariñoso con ambos, pero el niño lo notaba y no correspondió con ninguna sonrisa a la fría sonrisa de su padre.
—Mamá ya se levantó —respondió la niña.
Esteban Arkadievich exhaló un suspiro.
«Eso significa que no pudo dormir en toda la noche», pensó.
—¿Y está alegre?
La niña sabía que había ocurrido algo entre sus padres, que mamá no estaba feliz y que a papá le debía constar y no había de simular que lo ignoraba preguntando con ese tono de indiferencia. Se sonrojó, pues, por la mentira de su padre. A su vez, él adivinó los sentimientos de su hija y también se ruborizó.
—No sé —respondió Tania—: mamá nos dijo que hoy no estudiásemos, que fuésemos con miss Hull a visitar a la abuelita.
—Está bien. Ve, pues, donde tu mamá te dijo. Pero no, espera un momento —dijo, mientras la retenía y acariciaba la pequeña mano suave y delicada de Tania.
Tomó una caja de bombones de la chimenea que había dejado allí el día anterior y ofreció dos a Tania, escogiendo uno de azúcar y otro de chocolate, pues sabía que eran los que más le gustaban.
—Uno es para Gricha, ¿verdad, papá? —preguntó la niña, señalando el de chocolate.
—Sí, sí... está bien.
La acarició nuevamente en los hombros, le dio un beso en la nuca y dejó que se fuera.
—Señor, el coche ya está listo —dijo Mateo—. Y está esperándole un visitante que le quiere pedir no sé qué cosa...
—¿Está ahí desde hace rato?
—Más o menos una media hora.
—Mateo, ¿cuántas veces te he dicho que anuncies las visitas de inmediato?
—¡Señor, lo mínimo que puede hacer es dejar que se tome su café con tranquilidad —contestó el sirviente con ese tono entre amistoso y grosero que no aceptaba réplica.
—Muy bien, entonces que entre —dijo Oblonsky, con un gesto de contrariedad.
La visitante, la mujer del teniente Kalinin, pedía algo imposible y estúpido. Sin embargo, Esteban Arkadievich, según su costumbre, hizo que entrara, la escuchó atentamente y, sin interrumpirla, le dijo a quién se debía dirigir para obtener lo que quería y hasta escribió, con su letra bella, grande y clara, una carta de presentación para ese personaje.
Oblonsky, despachada la esposa del oficial, cogió el sombrero y se detuvo un instante, haciendo memoria para recordar si se olvidaba de algo. Sin embargo, no había olvidado nada, sino lo que deseaba olvidar: su esposa.
«Sí, eso es. ¡Ah, sí!», pensó, y sus bellas facciones se ensombrecieron. «¿Voy o no?».
Una voz dentro de él le decía que no, que nada podía resultar sino simulaciones, debido a que no era posible volver a transformar a su esposa en una mujer atractiva, capaz de enamorarle, como no era posible transformarle a él en un viejo incapaz de sentir atracción por las mujeres bellas.
Entonces, nada podía resultar sino fingimiento y mentira, dos cosas que eran repulsivas para su temperamento.
«Sin embargo, hay que hacer algo. No podemos continuar