Anna Karenina. León Tolstoi
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—Finalmente recibimos los datos que necesitábamos de la administración provincial de Penza. Están aquí. Con su permiso...
—¿Así que ya se recibieron? —exclamó Esteban Arkadievich, mientras colocaba la mano sobre ellos—. ¡Vamos, señores! Y toda la oficina empezó a trabajar.
«Si ellos supieran», se dijo, al tiempo que, con aire grave, escuchaba el informe, «¡qué apariencia de niño culpable tenía su “presidente de Tribunal” media hora antes!».
Y mientras escuchaba la lectura del expediente, su mirada reía.
El trabajo duraba hasta las dos, en que se abría una pausa para almorzar.
Las enormes puertas de la sala se abrieron repentinamente, poco antes de esa hora, y alguien entró en ella. Sentados bajo el retrato del Emperador y colocados bajo el zérzalo, los miembros del tribunal dirigieron sus miradas hacia la puerta, complacidos de aquella diversión imprevista. Sin embargo, el ujier hizo salir inmediatamente al recién llegado y cerró la puerta de vidrio tras él.
Oblonsky, después de examinar el expediente, se puso en pie, se desperezó y, rindiendo tributo al liberalismo de la época que corría, encendió un cigarro en plena sala del consejo y caminó hacia su despacho.
Sus dos amigos, el gentilhombre de cámara Grinevich y el veterano empleado Nikitin, fueron tras él.
—Tendremos tiempo de terminar el asunto después de comer —dijo Esteban Arkadievich.
—Por supuesto —aseveró Nikitin.
—¡Ese Fomin debe ser un pillo muy astuto! —dijo Grinevich en referencia a uno de los que se encontraban complicados en el expediente que estaban estudiando.
Oblonsky hizo un ademán, como para dar a entender a Grinevich que no era apropiado establecer juicios anticipados, y no respondió.
—¿Quién era el hombre que entró mientras estábamos trabajando? —preguntó al ujier.
—Uno que lo hizo sin autorización, Excelencia, y que aprovechó un descuido mío. Preguntó por usted. Le respondí que hasta que los miembros del Tribunal no salieran...
—¿Y dónde está ahora?
—Seguro se fue a la antesala. No podía sacarlo de aquí. ¡Ah, ese es! —dijo el ujier, señalando a un hombre ancho de espaldas, de buena figura, con la barba rizada, quien, sin quitarse el gorro de piel de carnero, subía velozmente a la escalinata de piedra desgastada.
Un funcionario demacrado, que bajaba con una cartera bajo el brazo, miró severamente las piernas de aquel hombre y dirigió una mirada inquisitiva a Oblonsky.
Esteban Arkadievich se encontraba en lo alto de la escalera. Su cara, resplandeciente sobre el cuello bordado del uniforme, brilló más cuando reconoció al recién llegado.
—Es él, me lo suponía. Es Levin —dijo con una sonrisa un poco burlona y amistosa—. ¿Cómo te atreves a venir a verme en esta «covachuela»? —dijo mientras abrazaba a su amigo, no conforme con estrechar su mano—. ¿Llegaste hace mucho?
—No, acabo de llegar. Tenía muchas ganas de verte —respondió Levin tímidamente y mirando a la vez a su alrededor con enfado e inquietud.
—Muy bien: acompáñame a mi gabinete —dijo Oblonsky, que conocía el enorme amor propio de su amigo y su timidez.
Y le arrastró tras de sí, sujetando su brazo, como si le estuviera abriendo camino a través de muchos peligros.
Esteban Arkadievich tuteaba a casi todos sus conocidos: jóvenes de veinte años, viejos de sesenta, ministros y artistas, generales y comerciantes. De manera que muchos de los que tuteaba se encontraban en extremos opuestos del nivel social y habrían quedado bastante asombrados de saber que tenían entre sí algo de común, a través de Oblonsky.
Se tuteaba con todas las personas con las que bebía champán una vez, y como lo bebía con todos, cuando en presencia de sus subordinados se encontraba con uno de esos «tus», como llamaba habitualmente en broma a esos amigos, de los que tuviera que avergonzarse, sabía esquivar, debido a su tacto natural, lo que eso pudiese tener de indigno para sus subordinados.
Levin no era un «tú» del que se pudiera sentir avergonzado, pero Oblonsky entendía que su amigo pensaba que él quizá tendría recelos en demostrarle su intimidad frente a sus subalternos y debido a eso le llevó arrastrando a su despacho.
Levin no tenía la misma edad que Oblonsky. Su tuteo no se debía únicamente a haber bebido champán juntos, sino a haber sido compañeros y amigos en su primera juventud. A pesar de la diferencia de sus inclinaciones y temperamentos, se querían como se quieren habitualmente dos amigos de la adolescencia. Sin embargo, como sucede frecuentemente entre personas que escogen diferentes profesiones, cada uno, aprobando y comprendiendo la elección del otro, en el fondo de su corazón la despreciaba.
A cada uno de los dos le parecía que la vida que él llevaba era la única verdadera y la del amigo una ficción. Debido a eso Oblonsky no había podido reprimir una sonrisa de burla cuando vio a Levin. En varias ocasiones le había visto en Moscú, llegado del pueblo, donde estaba ocupado en cosas que Esteban Arkadievich jamás alcanzaba a comprender totalmente, y que, por otro lado, no tenían el más mínimo interés para él.
Levin siempre llegaba a Moscú de forma precipitada, agitado, apocado y enfadado contra sí mismo por su torpeza y, generalmente, expresando puntos de vista inesperados y desconcertantes con respecto a todo.
Esteban Arkadievich encontraba eso sumamente divertido. En el fondo, Levin también despreciaba la vida ciudadana y el trabajo de Oblonsky, que consideraba sin ningún valor. La diferencia radicaba en que Oblonsky, haciendo lo que todas las otras personas, al reírse de su amigo, lo hacía con excelente humor y muy seguro de sí, mientras que Levin no tenía calma y se molestaba a veces.
—Te estaba esperando desde hace mucho —dijo Oblonsky, entrando en el despacho y soltando el brazo de su amigo, como para indicar que los riesgos habían acabado—. Me siento muy feliz de verte —siguió—. ¿Cuándo llegaste?
Levin guardaba silencio, observando a los dos desconocidos amigos de Esteban Arkadievich y fijándose, principalmente, en la mano blanca del elegante Grinevich, una mano de blancos y afilados dedos y de largas uñas curvadas en su extremo. Toda la atención de Levin la atraían aquellas manos surgiendo de los puños de una camisa adornados de brillantes e inmensos gemelos, y limitaban la libertad de sus pensamientos.
Oblonsky lo notó y sonrió.
—Déjenme presentarlos —dijo—. Aquí, Felipe Ivanovich Nikitin y Mijaíl Stanislavovich Grinevich, mis amigos. Y aquí —agregó volviéndose a Levin—: un gran deportista, que levanta cinco puds2 con una sola mano; una gran personalidad de los estados provinciales, un integrante de los zemstvos3, el maravilloso cazador, rico ganadero, mi gran amigo hermano de Sergio Ivanovich Koznichev: Constantino Dmitrievich Levin.
—Encantado de conocerle —dijo el anciano.
—Yo tengo el honor de conocer a Sergio Ivanovich, su hermano —afirmó Grinevich, extendiéndole su mano fina de uñas largas.
Levin