El sustituto. Janet Ferguson
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Guy se encogió de hombros.
–No lo sé con certeza. Pero espero que no lo suelten antes de asegurarse de que no vaya a hacer más daño. ¿Qué sueles hacer los fines de semana, Kate? –cambió de tema tan bruscamente que Kate tuvo dificultades para adaptarse.
–Tampoco he tenido muchos libres hasta ahora –dijo, con una risita–. Pero pertenezco al club de ocio de Barham Rise. Hay pistas de squash, piscinas, bolera, gimnasio… Barham está a seis millas de aquí, no muy lejos. Ahí es donde se encuentra el nuevo centro de salud. Supongo que ya te lo habrá dicho mi tío.
Guy asintió, pero no hizo ningún comentario al respecto. Luego dijo que esa tarde iba a Londres a ver a su padre.
–Estará encantado de volver a verte –dijo Kate.
–Y yo de verlo a él.
Kate sabía poco sobre Marcus Shearer. Era director de una editorial en Red Square, vivía en Hampstead y no había vuelto a casarse tras divorciarse de Sylvia.
–¿Irás en coche? –preguntó.
–Creo que iré en tren. ¡Tengo que ahorrar energías para el lunes!
–Muy razonable. El lunes suele ser el día más ajetreado de la semana en el consultorio.
Una semana después ya era evidente para todo el mundo que Guy había olvidado muy poco, o más bien nada, sobre el ejercicio de la medicina en Inglaterra. Ocupó el puesto de John con confianza y energía… y sin la suficiencia que Kate temía. Las enfermeras y demás trabajadores del centro estaban encantados, pero lo más importante era que sus pacientes se iban con la sensación de haber sido bien atendidos.
El ocho de octubre fue el cumpleaños de Kate, un día que empezó como casi todos, con las enfermeras preparándolo todo para el comienzo de la mañana y algunos pacientes esperando ya en el exterior. Guy ya estaba en su consulta, ocupado abriendo el correo. Kate podía oír el débil ruido de su abrecartas mientras lo hacía.
Le había regalado por su cumpleaños el libro de Joanna Trollope y Kate le había dado las gracias efusivamente por ello. Su tío y Sylvia le habían regalado un delicado bolso de cuero, y las enfermeras varias tarjetas. También le habían cantado «cumpleaños feliz». En casa le esperaban otros regalos y tarjetas.
No había tenido noticias de Mike. No lo esperaba, pero no podía evitar preguntarse si habría recordado qué día era, si le habría dedicado algún pensamiento. Su rechazo aún le producía angustia en momentos inesperados. El dolor era profundo. Le resultaba extraño pensar que no volvería a verlo, que no volvería a disfrutar de la alegría de abrazarlo, de que él la abrazara… Era como despedirse de la vida.
El sonido del timbre de Guy llamando a su primer paciente le hizo salir de su ensimismamiento. Su primera paciente de esa mañana fue una niña de dos años a la que tenía que poner la vacuna del sarampión.
–Su padre no quería que la trajera –dijo su joven madre–. No cree en las triples inyecciones, pero finalmente lo he convencido.
–El sarampión es una peligrosa enfermedad, con efectos secundarios desagradables –dijo Kate mientras vacunaba a la niña, que no se quejó en lo más mínimo–. Puede que sufra una ligera reacción dentro de una semana, algo parecido a un catarro, pero no debe preocuparse.
–Espero que no, o entonces Ken sí que se preocupará –dijo Rose Challis, tomando en brazos a la niña.
–Si quiere, dígale que venga a verme. Yo trataré de tranquilizarlo.
A lo largo de la mañana, Kate atendió a un joven con acné, a un abuelo bronquítico, a una mujer menopáusica y a un hombre que sufría ansiedad y estrés tras la muerte de su esposa. Kate pasó más de los seis minutos habituales hablando con él. No quiso mandarle antidepresivos antes de volver a verlo.
Cuando el último paciente salió y se cerraron las puertas de la calle comenzó el trabajo de papeleo. Escribió notas para los especialistas, repasó el correo y hizo algunas llamadas. Luego se vio con Guy para hablar sobre un paciente con encefalomielitis miálgica.
Normalmente, a las once y media salían a visitar a los pacientes que no podían trasladarse al centro, pero esa mañana tenían que acudir a la residencia de ancianos Melbridge Nursing a vacunar contra la gripe a todos los ancianos que quisieran ser vacunados.
Cada uno acudió en su coche y fueron recibidos por una joven supervisora que les ofreció un café. Guy lo rechazó amablemente por los dos antes de que Kate pudiera decir nada.
–Yo me ocuparé de los pacientes que están en la cama, Kate –dijo, sin mirarla–. Tú ocúpate de los ambulantes. Nos vemos aquí luego.
Al parecer, ese día se había llevado su bastón de mando, pensó Kate.
Había ancianos residentes por todas partes; caminando por los pasillos con muletas, andadores, o arrastrando los pies; en el cuarto de estar, jugando a las cartas o viendo la televisión. Todos parecían bien atendidos, pero la mayoría estaban tristes y les daba lo mismo si los vacunaban o no, aunque presentaban obedientemente el brazo o el hombro. Kate empezaba a pensar que no iba a dar abasto cuando Guy se reunió con ella.
La sala pareció animarse en cuanto entró. Una anciana le preguntó si era nuevo.
–Es agradable ver a un hombre en perfecto estado; casi todos están hechos polvo por aquí.
Otra anciana, que había sufrido la amputación de una pierna, le preguntó si le saldría otra, «porque, por lo demás, estoy muy sana».
Guy le contestó que no creía, pero que, ya que parecía estar llevándolo tan bien con la que le quedaba, no pensaba que le hiciera falta. La anciana se quedó tan satisfecha con la respuesta que accedió a ser vacunada.
–Porque ha sido usted muy amable y me gusta corresponder cuando puedo.
Una de las que se negó en redondo fue la mujer más anciana de la residencia. Tenía ciento dos años y le funcionaba perfectamente la cabeza.
–No, gracias, doctor –dijo–. Me ha ido muy bien hasta ahora sin eso, así que, ¿por qué tentar al destino?
Mientras Kate y Guy se preparaban para irse, éste dijo:
–Ha sido una experiencia gratificante.
No rió ni hizo ninguna broma a continuación.
De hecho, a Kate le pareció pensativo, incluso sombrío. Tal vez se estaba imaginando a sí mismo a esa edad y no le gustaba lo que veía.
–¿Tienes que hacer llamadas antes de comer? –preguntó Guy mientras ella se preparaba para entrar en su coche.
–No. Ya es muy tarde. Iré a casa a comer y luego volveré. No tengo nada urgente hasta las dos.
–Yo tampoco –tras una pausa, Guy añadió–. ¿Qué te parece si comemos juntos?
–¿Fuera? –Kate apenas pudo ocultar la sorpresa que le produjo la sugerencia de Guy.
–Sí, fuera,