Un compromiso anunciado. Кэрол Мортимер

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Un compromiso anunciado - Кэрол Мортимер Jazmín

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entrada no estará en esta habitación, ¿verdad?

      Dora tenía sus dudas; después de todo aquel hombre tenía que haber salido de algún sitio.

      Griffin sonrió, seguramente adivinando la razón de su desasosiego inicial.

      –Detrás de la armadura –dijo y señaló con la cabeza hacia una hornacina que había en un rincón de la habitación, donde estaba colocada una armadura–. Uno de los paneles es movible. Se bajan unas escaleras y luego se recorre un pasillo que lleva hasta una cueva por donde se sale a la playa, a unos cuatrocientos metros.

      Como no era muy amante de los sitios oscuros y cerrados, Dora no se imaginó a sí misma haciendo esa excursión en particular. Además, solo estaba allí para pasar la noche. Tenía que ver al vendedor ese mismo día, horas más tarde, y a la mañana siguiente conduciría de vuelta a Hampshire, donde vivía.

      –No creo… ¡Santo cielo! –exclamó Dora al ver uno de los perros más grandes que había visto en su vida, sentado tranquilamente junto a la puerta–. ¡Griffin! –se echó a sus brazos lo más rápido que su miedo le permitió.

      ¡Desde luego Griffin era muy real! Dora sintió el calor de su torso musculoso bajo la mejilla y aspiró el aroma masculino de su cuerpo.

      Griffin la rodeó con sus brazos con toda naturalidad al tiempo que se echaba a reír con una risa ronca y aterciopelada que le retumbó por el pecho.

      –Pero si no es más que Derry –dijo–. Reconozco que tiene una pinta muy fiera, pero en realidad es de lo más gentil. Más que un perro, es una gatita.

      A pesar de que Dora, horrorizada, no le quitaba ojo, el perro caminó hasta la chimenea y se dejó caer delante de ella; apoyó la cabeza entre las patas delanteras y se puso a mirar hacia las llamas, despreocupándose totalmente de los humanos.

      Pero a Dora le dio la impresión de que el perro no se quedaría tan tranquilo si alguno de los dos decidiera moverse. ¿Qué clase de hotel era aquel?

      Sin embargo, mucho se temía que iba a tener que moverse en algún momento. Seguía aún entre los protectores brazos de Griffin Sinclair, tremendamente consciente de la calidez de su cuerpo.

      Pero antes de que le diera tiempo a apartarse de él, una mujer alta y rubia de unos cuarenta años entró tranquilamente en la habitación. Vaya, parecía que todo el mundo hacía todo con calma en aquel hotel; la eficiencia del servicio dejaba mucho que desear. Pero, a pesar de ello, todo estaba limpio y a punto, desde las chimeneas hasta los jardines que rodeaban la posada.

      Aun así, a Dora no le hizo ninguna gracia el comentario que hizo la mujer al verlos.

      –Al final has encontrado una amiga para compartir tu cama con dosel, Griffin –dijo en tono agradable, mientras sonreía a Dora, deteniéndose a acariciarle la cabeza al perro antes de meterse tras el mostrador.

      –¿Os apetece tomar algo? Invita la casa, por supuesto.

      Dora se apartó de él con indignación y a Griffin le dio la risa.

      –Esta es la señorita Izzy Baxter… tu nueva huésped –añadió, claramente divertido con el malentendido que se había producido–. Y ya ha rechazado mi invitación a tomar algo. Izzy, esta es la dueña de Dungelly Court, Fiona Madison.

      Ambas mujeres se miraron ya con otros ojos; Fiona Madison adoptó una expresión más formal, y Dora puso cara de pocos amigos. Griffin había dicho que también estaba allí hospedado, pero él y Fiona Madison parecían tener bastante confianza…

      –Siento lo de antes, Izzy –dijo Fiona, echándose a reír desdeñosamente–. Pensé… Bueno, da lo mismo –dijo enérgicamente mientras Dora no dejaba de mirarla con serenidad–. ¿Quiere firmar en el registro? Luego le enseñaré su habitación. ¿Ha hecho un viaje muy largo? –continuó charlando mientras Dora firmaba.

      ¿Un viaje muy largo? Estando allí, parecía que había retrocedido cientos de años en el tiempo.

      Fiona se echó a reír de nuevo al observar la expresión atolondrada de Dora.

      –Este lugar es especial, ¿verdad? –dijo con cariño–. Mi difunto esposo se pasó los últimos cinco años de su vida restaurándolo al detalle –añadió con añoranza.

      ¿Difunto? ¿Aquella bella mujer, de tan solo cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, estaba viuda?

      Dora se volvió a mirar a Griffin Sinclair pensativa. ¿Por qué le habría preguntado Fiona Madison a Griffin si había encontrado una amiga para compartir su cama… ?

      –Hizo un trabajo estupendo –le dijo Dora a Fiona cortésmente.

      –Sí –comentó Fiona en un tono que no dejaba duda en cuanto a sus prioridades: hubiera preferido tener a su marido aún junto a ella antes que el visible encanto que le había devuelto a Dungelly Court–. Te acompaño a tu dormitorio –añadió Fiona mientras abandonaba el mostrador.

      –Hasta luego, Izzy –dijo Griffin Sinclair en tono burlón, como si hubiera adivinado los pensamientos de Dora acerca de él y Fiona Madison, y eso lo divirtiera.

      ¡Pues vaya! ¡Aquel hombre se reía de todo, sobre todo de ella!

      Y teniendo en cuenta que ella se tomaba la vida tan en serio, no permitiéndose jamás adoptar el aire de frivolidad que parecía poseer Griffin Sinclair, encontraba el hecho de lo más irritante, por no decir más.

      –¿Qué le parece si comemos juntos? –le preguntó en tono afable, cuando Dora estaba ya junto a la puerta.

      Se volvió pausadamente, sin saber si hablaba con ella o con Fiona Madison. Pero Griffin la miraba a ella con aquellos deslumbrantes ojos verdes.

      Dora aspiró profundamente.

      –Me temo que ya he quedado para comer –dijo sin mentir y, desde luego, aliviada.

      El hotel no estaba nada concurrido y se veía que Griffin estaba aburrido allí solo; pero Dora no pensaba entretenerlo.

      Su negativa lo dejó impertérrito.

      –Nos veremos más tarde entonces –dijo, quitándole importancia, pero no le quitó la vista de encima mientras salía de la habitación.

      Para desgracia de Dora, el perro lobo irlandés se levantó y las siguió.

      –Derry es totalmente inofensivo –le aseguró Fiona al ver que Dora lo miraba de soslayo–. No le haría daño a una mosca, ¿verdad, chico? –añadió, entonces se volvió hacia el perro y le acarició la enorme cabeza con afecto–. Debería verlo con los niños –Fiona sacudió la cabeza con pesar–. Se tumba de espaldas para que le hagan cosquillas en la barriga.

      –Qué tierno –murmuró débilmente.

      Subieron un corto tramo de escaleras y Fiona descorrió el cerrojo de una puerta, que seguidamente abrió de par en par para que Dora le echara un buen vistazo a la habitación.

      Aquel dormitorio no se parecía en nada a ninguno de los dormitorios de hotel que había visto en su vida. Las paredes estaban pintadas de amarillo, y el suelo cubierto por una gran alfombra roja, similar a la del vestíbulo;

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