Exploraciones y ocurrencias de un niño de los 70. Jesús González Herrera

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Exploraciones y ocurrencias de un niño de los 70 - Jesús González Herrera

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así. La de un solo ojo se dirigió a mí:

      —¿Y por qué te han pegado? ¡Anda que no ha sonado bien la torta! Ha picado, ¿eh?

      —¿Tú eres idiota o solo tuerta? —le respondí con muy mal estilo, entrando al trapo como un toro de buen trapío.

      —¡Mamá, mamá! —Salieron las dos corriendo hacia el grupo de señoras en el que estaba mi madre—. ¡Ese niño malo me ha llamado idiota y tuerta!

      —¡Y no le hemos hecho nada! —testificó en su favor la hermanita de dos ojos.

      La madre me miró con mirada de fusilamiento y la mía, con cara de ahorcamiento al amanecer. Al momento, vino hacia mí y me dio un guantazo, además de voces y amenazas diversas. Aquellas dos malhadadas niñas, detrás y en su barrera, presenciaban con cara de satisfacción la ejecución de aquella suerte taurina.

      —¡Déjalo, déjalo! —decía la mamaíta de las dos pequeñas felonas con boca de media risa—. ¡Son cosas de niños!

      Pensaba para mí que estar todo el día recibiendo mamporros e insultos era cosa de niños, pero no de algunas niñas que lo merecerían por triplicado, y empecé a soñar despierto, con saña, en una escena muy edificante: aquellas dos criaturas recibiendo escobazos en el culo a discreción. Estaba en aquellos amenos pensamientos cuando me devolvió a la realidad una voz de alguien que, al parecer, tenía mucha hambre.

      —¡A cenar! ¡Ya era hora, coño!

      Un tropel de gente entra en el salón comedor. Su doble puerta con cristal biselado en la parte superior gemía en sus goznes ante el tumulto de personas que iban todas a coger sitio: todos pasaban por ella poco menos que a presión, codazos, pisotones, empujones y con algún garrote senil en alto. Mis padres, más prudentes, entraron de los últimos y, como no podía ser de otro modo, ya no había sitio. Los comensales se distribuían en varias mesas muy alargadas, de estas de tablones sobre caballetes, codo con codo y, a modo de mesa presidencial, había otra mesa larga situada perpendicularmente al resto, adornada con unas f lores blancas y amarillas sobre un mantel blanco. Mis padres y yo no pudimos sentarnos juntos, y para que no me quedase sólito y desamparado, me acomodaron en «la mesa de los niños». Como no podía ser de otro modo, y para mi estupor, las dos amiguitas de las calcomanías me tocaron enfrente. Cuando me senté, empezó la risa, que duró toda la comida. Sabedoras de que tenían plena impunidad y de que sobre mí pesaba una presunción de culpabilidad, no escatimaron en el pitorreo. Para abstraerme de aquella desagradable situación y con las consabidas risitas f lojas de fondo, me puse a leer la minuta del menú de bodas, que se hallaba al lado de cada cubierto. Tomé un papel blanco en díptico y leí en su exterior los nombres de los novios; en el interior, lo que más me interesaba, el menú:

      ENTREMESES VARIADOS: chorizo, salchichón, jamón, queso, ensaladilla y croquetas.

      PRIMER PLATO: langostinos tres salsas.

      SEGUNDO PLATO: ternera a la riojana.

      POSTRES: tarta nupcial. Café, copa, puro.

      BEBIDAS: agua, vino, gaseosa, refrescos de naranja, limón y cola.

      «¡Cuántas cosas ricas! ¡Vaya comida que me espera! ¡Y voy a poder beberme por lo menos tres vasos de Fanta de limón!», pensé para mí. Pero, al momento, levanté la vista del papel y vi la cara de la niña de un solo ojo mirándome fijamente. ¿Qué me estarían preparando las hermanitas?

      De repente, un gran vocerío llevó mi atención hacia la puerta: gritos de «¡vivan los novios!». Los recién casados acababan de entrar saludando a todo el mundo y, en ese momento, sonó por un altavoz que había en una pared una música, que me dijeron después que era la marcha de los novios o algo así. El disco sonaba fatal, como si estuviera hecho de papel de lija, y en un momento dado se rayó y repetía todo el tiempo dos o tres notas hasta que sonó un ruido como de estallar algo y se apagó la música.

      —¡Anda ya a tomar por culo ese tiroriro7! ¡Pon cante8, imbécil, que parece que nos están arrascando la barriga! —dijo a voces un señor de la mesa de al lado, gordo, con boina y garrote, palillo en la boca, y con más morrillo que un buey.

      Los novios se sentaron con los padrinos en la mesa principal y al punto comenzó a sonar una música más al gusto del boinudo: pasodobles variados en versión instrumental y postmoderna con arreglos de teclado electrónico Hammond. De vez en cuando, sonaba una voz del coro de señores que decía: «¡Olé, olé!». Toda la mesa de los niños comenzó a gritar entre grandes risas y palmadas:

      —¡Que les den por culo! ¡Olé, olé!

      En ese momento, llegó a la mesa un señor bajito, con barba de chivo y con cara de muy mala pipa, y preguntó quién estaba diciendo esas palabrotas. Como un resorte, las dos pequeñas harpías me señalaron como culpable. Mi reprensor me pegó un tirón de orejas y me amenazó con contarle el asunto a mi padre si se repetía. Yo gritaba en mi suplicio que habían cantado todos los demás, pero tal razonamiento no me eximió de expiar las culpas de los otros, quienes negaron haber abierto la boca, por supuesto. Las niñitas rieron una vez más y yo empecé a maquinar mi venganza, que habría de ser fría y cruel.

      Todos estos malos pensamientos tuvieron su pausa al ver que por fin, mil años después de habernos sentado a la mesa, sirvieron la cena, que casi pasaba a ser desayuno. Me pusieron delante, como a todos, un plato en el que estaban unas rodajas de chorizo y salchichón de Revilla, una loncha de jamón de York reseca y, como cosa exótica, otra loncha de queso con forma cuadrada. En medio de aquel tiovivo de fiambres y como su centro y eje, un pequeño montón de ensaladilla en cuya cúspide había una aceituna rellena de anchoa. La bebida no era Fanta genuina, sino Revoltosa de naranja; pero podía pasar, porque a diario no bebía ni de la una ni de la otra. A mis espaldas, el boinudo bramó:

      —¿Esto qué es? ¿Queso almericano9? ¡Será de patata, seguro!

      Las niñitas llamaron a su mamá a voces de repente:

      —¡ Mamá, mamá, no nos gustan las aceitunas! —Pensé para mí que, además de malas, eran tontas, porque a mí me encantan las aceitunas.

      —¡Se come todo! —Se presentó la madre, que estaba sentada en otro sitio—. Si no os gustan las aceitunas, dádselas a ese niño de enfrente, que tiene cara de que le gustan mucho.

      Yo pensé en que la sagaz madre se había percatado de que no dejaba de mirar las aceitunas y me puse colorado. Existía la expectativa de que las aceitunas rellenas iban a ser para mí, pero ese anhelo se fue por la borda, porque, una vez más, la mala uva de las niñas salió a relucir.

      —¡No, a ese no, que nos insulta y dice tacos! —dijeron ambas indignadísimas a su madre a voz en grito.

      En definitiva, con tales perros de hortelano las aceitunas se quedaron de momento sobre la mesa. Vino el segundo plato, recibido como cosa excelente, pues no todos los días se comían aquellos langostinos. Me pusieron unos cuantos en el plato y dejaron sobre la mesa un recipiente abierto de cerámica lacada blanca (algo desportillado) lleno de una mahonesa amarillenta. Esa debía ser una salsa, pero en el díptico se anunciaba que los langostinos eran «tres salsas», y por tanto, faltaban dos. La solución vino después: se pasó por las mesas un camarero bastante orondo, con blanca camisa arremangada al estilo legión, sin lacito ni nada, y con muchos pelos en los brazos y en las barbas; parecía una imagen expresionista con su contraste blanca camisa-barbas bravías. Este señor tan zurbaranesco10 iba dejando dos sobrecitos a cada comensal, los cuales

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