Exploraciones y ocurrencias de un niño de los 70. Jesús González Herrera
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Exploraciones y ocurrencias de un niño de los 70 - Jesús González Herrera страница 5
—¿Qué son estas guarrerías? ¡Será para que sepa a algo el ganado11 este que nos han traído!
Y, cómo no, mis vecinitas también llamaron a su mamá en aquel trance:
—¡Mamá, mamá! ¡Pélanos las gambas y llévate estos sobres, pero no se los des al niño malo!
Ya me tenían frito las dos prójimas aquellas. En aquello, la mesa comenzó a temblar y a retumbar toda como si hubiera un terremoto; gran ruido de cubiertos chocando con vasos y un coro de voces fuertes reclamando besos por doquier:
—¡Que se besen los novios! ¡Que se besen los padrinos! ¡Que se besen los suegros! ¡Que se besen los abuelos!
Los interpelados se iban levantando, unos con más ganas que los otros, y se daban los besos demandados. Cuando se besaban, más voces y más porrazos a la vajilla, y los platos temblando sobre las mesas. Pensé para mí que como me dijeran que yo le diese un beso a cualquiera de las dos de enfrente, salía corriendo. Con las manos pringadas de los jugos de los langostinos más la mugre añadida de las salsas en que estuve revolcando sus cuerpos cual cerdos en un charco, vi cómo levantaron los platos con las cáscaras sobrantes. A continuación, trajeron la carne de ternera, que venía echa trozos en una bandeja con patatas. Detrás de quien servía la carne, el camarero gordo del claroscuro traía una gran fuente con la salsa y servía un cucharón sobre la carne a cada cual. Pensé que aquel camarero sería una especie de especialista o algo así, porque solo servía salsas; también que pronto haría su protesta el boinudo de mi espalda, pero una señora a su lado dio una gran voz al maestro salsero.
—¡¿Qué haces, tontaina?! ¡Mira cómo me has puesto mi vestido con la salsa! ¡Qué valor! ¡Esto está ardiendo y no hay quien lo quite!
Se fue corriendo el salsero y vino presto con un bote de polvos de talco y los echó por encima de la mancha a la señora, que, por cierto, era la esposa del buey con boina. Su vestido era de color beige y por delante entonces tenía un aspecto almizclero con la mancha y el talco encima. La señora se quedó desconsoladísima, dando de que hablar a los demás, y el marido soltó mil improperios contra el desarrapado de las salsas y contra la carne, que a su parecer y leal entender, no era ternera, sino vaca berrenda de desvieje12. Pensé que ese señor sería un ganadero o algo así; al menos, él tenía aspecto de ganado vacuno.
Observé a las candorosas niñas de enfrente, que se habían aburrido de comer y estaban enredando con las aceitunas que no me querían dar. Vino a dar una vuelta de vigilancia por la mesa infantil, como si fuera un guardia jurado haciendo una descubierta, el señor bajito de la barba de chivo y riñó a las dos criaturas por dedicarse a jugar con la comida. Entonces, yo tuve una idea endiablada para ajustar cuentas por todos los daños que me habían causado. En un despiste de las dos, cogí las aceitunas y, sin mirar adonde caían, las tiré para atrás, de abajo a arriba y en trayectoria elíptica en dirección al ganadero y su señora manchada. De dos, una se perdió en un destino incierto, pero la otra se le fue a colar a aquel buen hombre por dentro de la camisa, rodando espalda abajo. Al sentir el elemento extraño, se puso de pie, encogiendo el (poco) cuello que tenía.
—¿Qué me han echado por la espalda, Eusebia? ¡Tengo como una cosa fría y pringosa! ¡Vaya boda! ¡Trae para acá el sobre, que saquemos dinero!
Al instante, y alarmado por las voces del boinudo, volvió nuestro celoso vigilante barbado y, cuando vio que la señora Eusebia sacaba de la camisa de su esposo una aceituna estrujada y oliendo a pescado fiambre, se dirigió directamente a las sospechosas de la acción delictiva: las dos niñitas a las que antes había reñido. Cogió a cada una por una oreja, las levantó de modo que sus pies parecían estar danzando El lago de los cisnes y, para mi regocijo y solaz mientras las oía chillar, se las llevó de esa manera hasta la presencia de sus padres, de quienes recibieron otros castigos similares. No se sentaron más enfrente de mí ni las eché sinceramente de menos.
A aquella dulcísima sensación se añadió el anuncio de la entrada de la tarta nupcial: en una mesa con ruedas fue empujada hasta el centro del salón con música alegre de Pérez Prado. Era una gran tarta en tres o cuatro pisos, blanca de merengue y con cerezas, en cuya cúspide venían unos pequeños muñecos que representaban dos novios pintiparados. Entre vivas y aplausos, los novios recibieron una especie de gran cuchillo, machete o cimitarra, y partieron al alimón un trozo de la planta baja. Pensé para mí: «¡Vaya cara, se quedan la parte que tiene más relleno y más cerezas! ¡Con todos los que estamos aquí, no vamos a tocar a nada!». Repartieron la tarta en unos platitos y mis malos augurios se hicieron realidad porque tocábamos «a medio minuto» cada uno. ¡Qué decepción al ver aquella ridícula porción escuálida de dulce! Además, no traía encima ninguna de las cerezas. Al probarla, sabía aún a menos porque el bizcocho estaba reseco y no tenía relleno ni gracia por el centro. Yo pensé que se habrían metido los novios en la cocina y se habrían comido todos los adornos y la mayoría de la tarta, y los demás nos habíamos quedado con los restos.
Estaba mirando y remirando aquella ridiculez de ración de tarta cuando llegaron por la mesa con gran fiesta y alborozo cuatro bergantes: venían en mangas de camisa, con el cuello desarreglado y alguno con un lamparón de salsa en la barriga, si bien no supe identificar cuál de las tres de los langostinos sería. Olían a un cóctel de vino, cerveza y otros ef luvios efervescentes, y sus caras estaban coloradas, sus pelos, despeinados, y hablaban con un tono excitado, como si una urgencia les apremiase. Traían un bote de ColaCao vacío y se lo ponían a todo el mundo delante de las narices para que echasen dinero para los novios. «¡Sí, hombre, además de comerse toda la tarta se van a llevar mi paga de los domingos!», pensé para mí, así que no eché nada. Los señores mayores introducían en el bote algunas monedas de duro o de veinticinco, los más con mala cara, y los descamisados les entregaban un trozo de tela pequeño, que, según decían, era la corbata del novio cortada a trocitos. En ese momento, pensé si yo podría pedir una tijera y cortar a trozos las pateras de mis pantalones, de modo que obtendría una doble ventaja: por un lado, dejaría de tener picores en las piernas y, por el otro, obtendría pingües beneficios con la venta de los retales. Pero, de repente, otra imagen nueva me sacó de mis elucubraciones negociales: aparecieron otras cuatro personas, en ese caso, unas adolescentes crecidas, que traían también un negocio similar, anunciándose con una especie de coro de voces y graznidos. Aquellas vendían trozos de una especie de cinta rosada que debía de ser reliquia del traje de la novia y los óbolos en ese caso eran depositados en una cestita de mimbre. Las chicas tendrían mejor presencia que los primeros recaudadores de no ser por las grandes voces que daban, transmitiendo la misma sensación de emergencia que aquellos. En cualquier caso, pensé que los novios debían de ser muy pobres y por eso pedían dinero, como cuando nos daban en el colegio los sobres del Domund para que les hicieran una iglesia a los negritos o a los chinitos.
Luego, pasaron más personas, pero estas venían dando cosas. Se acercó por mi mesa una chica maquillada como las artistas del cuplé, que traía un vestido negro y unos zapatos con un tacón altísimo, y en la cabeza portaba un sombrero también negro, como del oeste, pero con una pluma de colores; me recordaba a los exploradores indios de las películas del oeste. Traía un gran cesto de castaño con asa y dentro de él venían unos regalitos. ¡A ver qué me tocaba de regalo, por lo menos! Fue entregando un puro a los señores y a las señoras, una especie de jarroncito minúsculo con un lacito rosa; pero para los niños, nada de nada. ¡Vaya desilusión, vaya discriminación! Las señoras miraban aquellos regalos y pude observar que tenían escrito los nombres de los novios.
—¿Dónde coloco yo este chochín? —dijo una dando vueltas a la jarrita. «Por lo menos tú tienes regalo», pensé yo.
Para finalizar el banquete y después de otro vocerío pidiendo que se besasen todos los de la mesa principal, sirvieron