Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон
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Tiene potencia y resistencia, pero no cerebro. El operador, en teoría, debe suplir esa carencia, así como el buen hacer sin el cual el oro no sale de su escondrijo.
Porque el oro se esconde —de algún modo, parece saber que todo el mundo aspira a capturarlo, fundirlo y encerrarlo en sitios como Fort Knox— y, aprovechando su relativa pesadez, se entierra con misteriosa habilidad hasta tocar el lecho de roca, donde se oculta entre grietas y fisuras mientras toneladas de otros materiales suben a la superficie, materiales como los que Luna Uno, con sus botas de pescador, aspira ahora mismo en el río Bonanza, cuyas aguas casi heladas bajan a gran velocidad, dejándolo insensible de la cintura para abajo. El movimiento del oro es predecible, y sin embargo es condenadamente difícil de encontrar. Mientras tanto, cada pequeña cosa que brilla —cada guijarro humedecido, cada fragmento de esquisto o cuarzo reflectante, cada minúscula ala de escarabajo— exige ser inspeccionada con palpitante excitación.
Luna Uno dedica un par de horas todos los días a dragar en busca de oro en el Bonanza, y luego pasa un rato más acuclillado con la batea en el agua, lavando los sedimentos concentrados hasta obtener una arenilla negra, de la que luego se obtiene… absolutamente nada. ¡Ni rastro del oro!
Dentro de aproximadamente una semana, si es que Glenn Alsworth vuelve a recogerlos, podrán saber que Richard Busk ha regresado sano y salvo a la civilización. Con todo, al aterrizar en el aeródromo de Lake Hood, en Anchorage, el piloto con el que iba descendió demasiado deprisa y con demasiada brusquedad y acabó clavando el morro de la avioneta en la pista.
De vez en cuando oyen en el cielo el débil sonido de un motor lejano. Cuando eso ocurre, a Luna Uno le gusta subirse a la loma, gritando y agitando los brazos. Todavía falta para que Glenn Alsworth vaya a recogerlos; pasan buena parte del tiempo acordándose de Glenn y esperando que él también se acuerde de ellos.
Nuestro prospector novato no encuentra oro, pero está viviendo la gran experiencia de su vida, y si la vida fuera lo suficientemente larga, está seguro de que acabaría dragando una fortuna. Algo hay en este reluciente arroyo desbordado que sabe a oro. Y algo hay también en su interior que siente una atracción lujuriosa al contemplar esas voluptuosas aguas bajo las cuales se va puliendo el oro.
Los recién casados tendrán que renunciar a sus alianzas de matrimonio —o por lo menos a hacérselas con el oro de los montes Bonanza—, pero lo cierto es que en este Edén tampoco les hacen ninguna falta. Pasan los días vagando por la soledad, descubriendo cosas que uno no puede gastar, solo guardarse dentro. Encuentran algo de paz y algo de magia, y hasta cierto punto inician el proceso de encontrarse el uno al otro.
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