Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон
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—¿Dónde está? ¿Dónde está el dinero? —gritan sus seguidores.
—Si me aflojan las ataduras —insiste el presidente, pestañeando y sonriendo—, podré hablar. Me duele todo, me duele mucho —explica.
Le echan cerveza en la cabeza y le arrancan la camisa.
—¿Qué? —dice una y otra vez, tratando de entender lo que le preguntan, escrutando las caras que lo rodean, mirando arriba, abajo, a derecha, a izquierda—. ¿Qué? Perdón, ¿qué?
—Te voy a matar —dice Johnson alzando la voz. Los chavales tiran del presidente hasta ponerlo mirando a su captor.
—Quiero decir algo —repite Doe—. Cuando dos hombres luchan y uno gana… —Lo hacen callar a gritos—. Se lo ruego, ya me ve —dice—. Por favor, suélteme. Déjeme atados los pies, pero las manos se me hinchan.
Se inclina hacia delante y se sopla en la piernas. Al parecer, intenta aliviar el escozor de las heridas.
—Quizá te perdone la vida, pero no me toques los cojones —le dice Johnson, que lleva un reloj de oro en la muñeca. Juguetea con él mientras contempla al presidente sentado en el suelo. Una mujer le seca la cara con un trapo. Detrás de él, los retratos de Jesús y el de Arafat. De hecho, el interrogatorio tiene lugar en la misma estancia donde acaban de celebrarse la rueda de prensa y el concierto de himnos reggae. El presidente está en el suelo, en el lugar que ahora ocupan las guitarras y los amplificadores. En la pantalla, el mariscal de campo se abre otra Bud.
—Todos somos iguales —suplica Doe. Un muchacho le coloca una pistola en la cabeza. Un coro de voces confusas lo acusa de asesinato y corrupción—. Déjenme que les diga algo —dice jadeando—, lo que sea que ocurrió fue por mandato de Dios.
—Cortadle las orejas —ordena Johnson, y dos de los muchachos sujetan al presidente, que rompe a gritar mientras otro le corta la oreja con un cuchillo de montaña y se la arroja en el regazo—. ¡He dicho que le cortéis las orejas! —repite Johnson. Doe forcejea como un poseso y chilla mientras le cortan la otra oreja. El muchacho de la pistola apoya el pie sobre el cuello doblado del presidente.
De pronto, se va la electricidad. Los generadores se paran, el televisor se apaga. Los insectos zumban por todo el complejo y, al instante siguiente, los generadores vuelven a camuflar el rumor de la jungla al encenderse de nuevo. Pero el televisor no funciona.
Uno de los hombres examina el enchufe de la pared y el cable de la extensión. Llama a otro hombre, que repite el proceso, y luego se marchan juntos y regresan con otro cable. Nada parece funcionar. El televisor no se enciende. Debe de ser el enchufe. El chófer de los periodistas parece ansioso por marcharse.
—No se puede estar aquí después de la una —les dice— porque todo el mundo se emborracha y puede ocurrir cualquier cosa.
Pero los periodistas quieren quedarse.
Alguien encuentra un cable más largo. Hay que cambiar de sitio varias lámparas y demás equipos para liberar un enchufe. Al cabo de veinte minutos, el televisor vuelve a encenderse. En ese momento, aparece un asistente que saca la cinta del reproductor de vídeo.
—Vengan afuera —ordena.
Fuera, el mariscal de campo Johnson está dirigiéndose a cincuenta o sesenta de sus hombres. «Violad —grita—, ¡y os mato!» ¡Sí, señor! «Saquead, ¡y os mato!» ¡Sí, señor! «Robad, ¡y os mato! ¡Joded a alguien, y os jodo yo a vosotros!» ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! De pronto, hace gala de una elocuencia inesperada, los exhorta a aguantar, a aceptar su misión, «a estar dispuestos a arriesgar la vida para que vuestro nombre pase a la historia…».
Finalmente, se despide y se marcha de forma abrupta, sonriendo. Dentro, se reanuda el concierto. «Oh, how I love Jesus —cantan los rebeldes—, because he first loved me…» («Oh, cómo amo a Jesús, porque él me amó antes a mí.»)
¿Y qué pasa con la cinta?, le preguntan los periodistas al oído, mientras él no deja de cantar y rasguear la guitarra. ¿Vamos a ver el resto de la cinta?
Acto seguido, empieza otra rueda de prensa. Johnson se sienta en el mismo escritorio desde el que interrogó al presidente Doe.
—Creemos que ahora no es el momento de ver el resto de la cinta —explica.
—¿Qué van a decir sobre el mariscal de campo en sus artículos? —quiere saber su agregado de prensa.
Con delicadeza, los periodistas tratan de hacerle ver que, digan lo que digan, dará mala impresión que no les haya mostrado el resto de la cinta. Corren rumores de que al presidente le faltaba algo más que las orejas.
—No le cortamos los genitales —insiste Johnson—. No lo fusilamos. Lo encerré en el baño, atado. Se pasó toda la noche gritando, pidiéndome que lo soltase. Pero él era un hombre con formación militar. Esas tácticas no funcionan con gente así. A las tres y media de la noche, falleció.
Efectivamente, Max Hill, uno de los médicos de la clínica Island, adonde se llevó el cadáver, confirmó que Doe murió de resultas de las heridas o de miedo. Que no fue ejecutado.
—En la cinta no se ve nada más —insiste el agregado de prensa—. Solo las últimas preguntas que le hicimos.
Aun así, dicen los periodistas, aun así… Habría que verla entera.
Johnson se pone en pie y abandona la estancia.
—Veremos el resto —anuncia el agregado.
La cinta pasa rápidamente a otro momento del interrogatorio, varias horas más tarde. Doe está desnudo, a excepción de un taparrabos de trapo húmedo, le faltan las orejas, sigue atado como antes y está sentado a orillas de un río. Cada dos por tres pierde el conocimiento y la cabeza se le cae sobre el pecho ensangrentado.
—Si me aflojan las ataduras… —repite todo el rato—, si me aflojan las ataduras…
—Podemos desatarte los codos —le dice un ayudante—, pero no las manos.
Prince Johnson no parece hallarse presente en esa parte del interrogatorio.
—¿Qué hiciste con el dinero del pueblo de Liberia? —siguen preguntándole.
—Me duele todo, me duele todo —responde el presidente.
—¿Qué le hiciste a la economía? —repiten ellos.
—Por favor, séquenme la cara —dice, y un joven rebelde le enjuga la cara y el cuello con un paño. Esto hace enfurecer al ayudante.
—¿Por qué lo secas? —pregunta.
—No lo sé —dice el muchacho.
—¿Por qué lo has hecho? —dice el ayudante.
—Lo siento —dice el muchacho. Parece incapaz de recordar los asesinatos y la depravación que le han acarreado la ruina al presidente.
—¿Por