Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон
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Es ya bien entrada la tarde. Sirven un almuerzo en cuencos de plástico que los periodistas sostienen entre las manos con cierto recelo.
Esa noche no llueve nada. Se acerca la estación seca. Pronto se acabará el agua y la situación será desesperada de verdad. Es cuestión de días que la CEDEAO vaya a por Charles Taylor. Es difícil predecir el destino de Prince Johnson, pero a poco que Liberia recupere la cordura, no cabe esperar que sobreviva, a menos que salga del país.
Ha oscurecido, pero el retronar de las armas no cesa. Ha terminado un breve alto el fuego. En Mamba Point, para no ponerse en el camino de las balas, los periodistas se alojan en un piso sin agua ni luz, como todos los pisos, pero bien arreglado, un apartamento de lujo abandonado por el personal de la embajada estadounidense. Escuchan los noticieros internacionales con sus transistores; el mundo entero está en guerra, o preparándose para la guerra, o tratando de salir de alguna guerra: guerras civiles, guerras tribales, incluso, en Oriente Próximo, por fin, la Tercera Guerra Mundial; disputas fronterizas, choques entre facciones, bombardeos de castigo, guerras santas; conflictos que hay que fotografiar, catalogar, monitorear, sacar a la luz, solo que en los periódicos no hay espacio para cubrirlos todos, ni siquiera la mitad. La cuota de tiempo que Liberia tiene en las ondas es más bien escasa. Aun así, los periodistas se acurrucan junto a sus pequeños equipos de radio con la esperanza de oír noticias referentes a esta guerra africana, como si las noticias llegaran de alguna región remota y su fuente no fueran ellos mismos. La pregunta es: ¿dónde está Liberia? ¿A alguien le importa?
HIPPIES
A PESAR DE TODO, presentía que la International podía aguantar un último viaje. Dos de los amortiguadores habían reventado, el bastidor tenía grietas y gran parte del sistema eléctrico no funcionaba. El trasto era de 1970 y llevaba una temporada sin rodar, pero de algún modo presentía que le quedaba un último viaje. Y Joey decía que esa gente a la que había conocido en Austin lo recogería en Long Beach de camino al Encuentro Arcoíris en un bosque nacional del centro-norte de Oregón. Antes lo llamaban el Encuentro de las Tribus: decenas de miles de hippies en un bosque, siete días de Paz y Amor. Más de seiscientos kilómetros hasta mi destino: una distancia seguramente al alcance de la International, que a lo mejor hasta podría cubrir el trayecto de vuelta a casa. Se sentía que le quedaba un último viaje.
¡Paz y Amor! En los setenta, aquel tipo alto, enclenque y miserable de Iowa City tenía un póster con el signo de la paz en el que se veía una Y del revés, el símbolo de la paz, a la que con un rotulador le había pintado las aspas de una esvástica y en cuyo lema de Paz y Amor podía leerse ahora: PAZ EN LA ACCIÓN/AMOR AL DINERO. Jamás lo olvidaré… Yo, que tanta paz y tanto amor he tenido, y que nunca he acabado de creer ni en una cosa ni en la otra.
El Misterioso Mensaje Mágico para ir al Arcoíris me había llegado a través de un par de personas, no solo de Joey y nuestro pasado adolescente. Mike O, un amigo mío del norte de Idaho, llevaba tiempo insistiéndome para que fuera. Mike O, la viva imagen de míster Natural: Mike el Descalzo, Mike el Subterráneo, uno de los originales, ya casi sesentón; su pelo blanco no ha visto una tijera ni un peine desde sus años mozos y su barba blanca parece dotada de vida propia. ¿En qué momento nos hicimos tan viejos? Seguramente la culpa la tiene todo ese tiempo que estuvimos riéndonos de nuestros mayores.
¿Cuánto hacía que no veía a Joey? Él y yo nos habíamos pegado juntos nuestro primer viaje de ácido: Carter B y él, y yo y Bobby Z. Con Carter llevábamos casi treinta años sin vernos. Con Joey, desde… buf, desde el 74. Yo ese verano estaba con Miss X. Bobby Z y Joey se presentaron en aquella caja calorífica donde vivíamos, situada en una segunda planta. Me debían una visita intempestiva, por lo menos Joey, ya que Bobby y yo habíamos invadido su casa dos años antes, cuando vivía en las laderas de Hollywood y estudiaba —o quizá ya trabajaba— para ser una especie de peluquero.
—¿Qué queréis? —dije al abrir la puerta—. Aquí no podéis quedaros.
El piso solo tenía un dormitorio, una cocina del tamaño de un baño y un baño del tamaño de un armario. Y no había armarios.
Miss X y yo siempre estábamos a la gresca. Cada vez que alguien llamaba a la puerta teníamos que dejar de gritar y poner buena cara.
—Es que estamos economizando espacio —dije cuando vi quién era esta vez.
—Se nota —dijo Bobby.
Joey tenía el estuche de la guitarra de pie a su lado y el brazo apoyado encima, como si fuera un hermano pequeño. Miss X estaba detrás de mí, resollando fatigosamente y con el rímel corrido por las mejillas, radiante de lágrimas y furia, con las pestañas húmedas como estrellas a punto de estallar.
Resumiendo: tres o dos o una semana más tarde monté una escena durante la cual lancé vagas acusaciones que obedecían sobre todo al calor de agosto. La cosa terminó con Bobby Z y Joey dirigiéndose al norte, hacia Minnesota, llevándose con ellos a Miss X.
Yo estaba ocupado rasgando el estor de la ventana con un par de tijeras cuando bajaron por la escalera de atrás, y no volví a ver a Bobby hasta hace cinco años, en Virginia, enfermo en su lecho de muerte; a Joey no lo he visto desde entonces.
Tiene gracia, pero Joey me llamó anoche desde Huntington Beach —dos años después de este viaje con los hippies que me propongo describir— nada más que para saludar, en parte, y en parte porque su banda se ha separado y se ha metido en Alcohólicos Anónimos y ha empezado a medicarse para la depresión y necesita un sitio donde quedarse, porque no tiene casa. Mencionó que había recibido noticias de Carter B. Carter le dijo que tiene hepatitis C y que cree que a lo mejor yo también, porque debió de pillarla tiempo atrás, cuando compartíamos agujas de chavales. Yo me encuentro bien. No me siento enfermo. Pero tiene gracia. Pueden pasar treinta años, y las decisiones del pasado nunca dejan de amenazarnos.
La International pincha un neumático en Hanford, Washington. En el asfalto hace tanto calor que se me embota la cabeza y me olvido de volver a poner las tuercas después de cambiar la rueda, con lo que la llanta se suelta y se pasa un buen rato rajando la goma, hasta que me doy cuenta de lo que está ocurriendo, me paro en el arcén y me veo obligado a empujar el trasto durante casi un kilómetro hasta que encuentro un garaje donde puedan arreglar el estropicio. El caso es que la camioneta todavía funciona. Cuando llego a las montañas, empiezo a alegrarme por haber aceptado. Nuestros vehículos, nuestros poblados y nuestro comercio parecen miniaturas a la sombra de estas montañas… ¿ERES LIBRE?: una furgoneta Volkswagen con matrícula de Minnesota en la población de Mitchell, de una sola calle, no lejos del Bosque Nacional Ochoco. Cinco jóvenes veinteañeros y un perro, repostando.
El extremo oriental del bosque Ochoco parece bastante tranquilo, un buen ejemplo de la administración pública de la naturaleza: carreteras estrechas con el asfalto intacto y zonas llanas de acampada repartidas a los lados. La web del Encuentro Arcoíris incluye un mapa para llegar a la zona más salvaje de la montaña, donde una pista de tierra conduce hasta una nube de polvo donde cientos de camionetas, furgones y pequeños turismos destartalados han estacionado siguiendo las indicaciones de un grupo de jóvenes piratas de asilvestrado aspecto que se resguardan, con sus radios de mano, bajo un toldo de plástico y una bandera sucia e ilegible. Incluso aquí, donde los asistentes esperan a que las furgonetas-lanzadera los trasladen montaña arriba hasta el lugar del encuentro, o donde se echan las mochilas al hombro para emprender el ascenso a pie, vestidos todos con las cenizas