Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон

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Viajes a los confines del mundo - Денис Джонсон

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2 de julio y cabe suponer que todo aquel que tuviera pensado venir aquí ya ha llegado. En el bosque no hay silencio. Puede oírse el murmullo general de varios miles de personas, como en un gran estadio, amortiguado apenas por los árboles. El cielo enrojece y muere el día y Joey no tiene más remedio que guardar la guitarra por culpa de la competencia: por todas partes empiezan a sonar tambores, y su reclamo, a ratos distante, a ratos cercano, llega desde algún punto indeterminado del bosque, da una idea de la profundidad y de la distancia, y retumba como si fuera el producto de sus pensamientos.

      Pasamos trompicando entre ellos bajo la oscuridad: tambores, tambores y más tambores. Por todo el bosque, comparsas de cien, doscientos bailarines, se congregan en torno a grupos dispersos de diez o veinte percusionistas enajenados con sus congas y sus bongos y sus panderetas y cualquier otro artilugio susceptible de ser aporreado, y el ritmo se acelera desde todas direcciones rumbo a la oscuridad del espacio, hasta que hace temblar el cúmulo galáctico del corazón de Andrómeda. La amarilla luz estroboscópica de las fogatas y la sombra de los bailarines sobre el humo. Hombres desnudos con el pene rebotando y mujeres en toples bamboleando sus hermosos pechos. De vez en cuando, cuando les da la vena, alguien da un grito y cien voces entonan un aullido colectivo que, por un instante, anula la gravedad y poco a poco va muriendo.

      Oímos que hace un par de noches llovió a raudales, pero hoy todo son estrellas y quietud, el humo de las fogatas se eleva entre la luz anaranjada y el suelo no resulta especialmente incómodo; aun así, acampar al raso siempre me produce una sensación desagradable: dormir al aire libre se me antoja propio de gente desesperada, pobre y solitaria; me recuerda las noches bajo aquel cartel publicitario en Wilshire, donde Joey, Carter y yo encontramos un matojo en el cual escondernos, cuando éramos unos pipiolos que pordioseaban por la Costa Oeste, borrachos de vino y soñando con estar en otra parte; me recuerda las noches pasadas en un saco de dormir en las colinas de Telegraph Avenue, cuando yo era literalmente —y digo literalmente porque mira que lo intenté— incapaz de hacer que me arrestaran por vagabundo y me metieran en la cárcel, donde al menos habría podido disfrutar de una cama y tres comidas. No consigo dormir bien en mi tienda plantada en el suelo del bosque Ochoco. Joey tampoco. A la mañana siguiente hablamos de buscar un motel. El día ha amanecido demasiado caluroso y el festival no pinta bien: hay más gente buscando drogas que colocada y a los krishnas se les ha acabado el rancho a los veinte minutos de abrir el tenderete. Joey y yo nos dirigimos a lo que llaman el Círculo: unas mil personas sentadas en el suelo —que nadie se quede de pie, por favor— a las que se les reparte una cucharada sopera por cabeza de un insulso caldo vegetal, cortesía, según parece, de los Ancianos del Arcoíris.

      Algún día, en el cataclísmico futuro —eso dicen las leyendas del Arcoíris, que beben de las tradiciones hopis y navajas a través de la nebulosa intuición de una gente que cada dos por tres va colocada—, «cuando la tierra quede devastada y los animales agonicen», asegura la página de internet no oficial del Arcoíris, que dice remitirse a una antigua profecía de los nativos americanos, «una nueva tribu poblará la tierra, una tribu de múltiples colores, clases y credos que, con sus acciones, hará que la tierra vuelva a florecer. Se los conocerá como los guerreros del Arcoíris». Apenas veo negros o indios de ningún continente, aunque resulta asombroso ver a tanto veinteañero, como si un determinado segmento de población de los años sesenta hubiera dejado de crecer.

      La Familia Arcoíris, compuesta al parecer por todo aquel que desee formar parte de ella, no solo tiene un mito, sino también un credo que Ralph Waldo Emerson ya expresó sucintamente tiempo atrás en su ensayo «La confianza en uno mismo»: «Dedícate a lo tuyo». Además, aunque no sin renuencia, han dejado que la preciada desorganización de estas celebraciones evolucione hacia una especie de estructura y una autoridad opcional, es decir, una autoridad que nadie impone, la cual recae sobre los abnegados, los que hacen posible que ocurran cosas como este encuentro y otros muchos similares que se celebran por todo el país cada año desde el primero, en 1972; y los abnegados responden ante los Ancianos, sean quienes sean estos.

      En un foro de internet hay un hilo titulado «Es posible encontrar a Dios en el LSD» que termina instando a quienes participen en esos experimentos espontáneos de fomento de la comunidad a que:

       tengan confianza en sí mismos;

       sean respetuosos;

       mantengan la paz;

       limpien lo que ensucian.

      Todo lo demás no es asunto de nadie, a menos que esté en juego la integridad de alguien. «En tales casos, nuestro sistema de Pacificación (lo llamamos “Shanti Senta”, no “Seguridad”) se activa para resolver la situación de inseguridad.» Aunque soy un escéptico congénito, debo admitir que, hasta donde se me alcanza, ninguna situación de este tipo se verifica en todo el fin de semana. Aparte de eso, nadie sabe decirme qué significa «Shanti Senta».

      Salgo a caminar por el bosque con Mike O, que se ha pasado los últimos días bajo un pequeño toldo repartiendo información sobre el Curso de Milagros, una especie de variante gnóstica y herética del pensamiento cristiano que no reconoce la existencia del mal y cuyo texto sagrado está escrito casi por entero en pentámetros yámbicos. Mike es un tipo de pelo cano y ya entrado en años, nervudo e hirsuto, vive en las montañas de Idaho, en una casa bajo tierra que él mismo ha cavado a golpe de pala, y entre abril y octubre siempre va descalzo. Se para un par de veces a fumar hierba con una pipa, y un par de veces más a compartir una calada con alguien que pasa por ahí, porque Mike es un hippie bueno y generoso de verdad, y después de eso tiene que pararse y sentar el culo en algún tronco de vez en cuando porque se siente mareado. Nos cruzamos con una mujer imponente y completamente desnuda, embadurnada con barro negro. Ha estado revolcándose con sus amigas en un lodazal. Supongo que me habré quedado mirándola, porque me dice:

      —¿Te gusta lo que ves?

      —En un día lleno de visiones eróticas, tú eres la más erótica de todas —le digo. Para mí es pura poesía, pero para ella no soy más que un puto tarado.

      De algún modo, los flower power estos intuyen que no estoy del todo aquí. Me ven. Y yo, creo, también los veo a ellos: en una porción de diez kilómetros cuadrados del bosque Ochoco, las desventuras de toda una generación siguen su curso. Aquí, en este grupo de entre diez mil y cincuenta mil personas que, por algún motivo, son incapaces de contarse, veo el epítome de mi generación: una generación Peter Pan mimada por unas Wendys maternales como Bill y Hillary Clinton; con una ideología confusa en la que lo Rojo y lo Verde se confunden bajo la negra bandera de la Anarquía; una generación bizca, pagada de sí misma, autocomplaciente; estrecha de miras, hipócrita, intolerante… ¡Que el amor sea contigo! Sieg Heil!

      Joey y yo hemos descubierto que si nos hacemos pasar por sanitarios que trasladan suministros, los no vigilantes de los puntos de control nos dejan pasar y nos ahorramos la molestia de estacionar abajo y tener que esperar a que llegue alguna de las furgonetas Volkswagen y similares que integran el parque de lanzaderas; desde la comodidad de un automóvil, el Volvo más que decente de Joey, podemos ir y venir cuando nos plazca. Al regresar de comer una hamburguesa en el pueblo, recogemos a un chaval que hace autoestop. Dice que se aloja en el Campamento A.

      —Tampoco es que me vaya el rollo de todo el día mamado —dice—, pero al menos ahí la gente entiende que yo solo vendo a cambio de cash.

      —¿Y qué es lo que vendes?

      —Setas. Veinticinco un octavo.

      No le pregunto de qué es el octavo, sino que me limito a decir:

      —¿Cuánto necesitaríamos para pegarnos un viaje él y yo?

      —Oh, con un octavo vas que te matas, a menos que seas consumidor habitual

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