Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон

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Viajes a los confines del mundo - Денис Джонсон

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este es el motivo por el que ciertas personas no deberían jugar con estas sustancias:

      —Mejor ponme cien pavos —digo.

      Debo admitir, para consternación mía, que cuando terminamos la transacción el chaval me suelta:

      —Dabuten, tío.

      Ya tenemos nuestra bolsita llena de vegetación arrugada y seca, y, definitivamente, parece alguna especie de hongo. Ya en la tienda, saco la cantimplora y me preparo para dividir la mercancía, sea lo que sea, entre Joey y yo, mientras él busca su cantimplora para que la cosa baje mejor. Y he aquí por qué no puedo permitirme ni siquiera intentar coexistir con estas sustancias: le digo que voy a hacer partes iguales, pero solo le doy un cuarto. Menos de un cuarto. Ya. Nunca fui muy hippie. Y nunca dejaré de ser un yonqui.

      Pasamos media hora o así sentados en el suelo entre su tienda y la mía, viendo desfilar al personal. Un poco más arriba de donde estamos, entre los árboles, los Ohana han formado un círculo de tambores y se hipnotizan poco a poco con su ritmo enfurecido. Joey confiesa que a veces se mete cosas de estas y que probablemente haya desarrollado cierta tolerancia. De hecho, no le está haciendo mucho efecto.

      —Oh —digo yo.

      Al cabo de unos minutos, Joey dice:

      —Pues nada, que no acabo de despegar.

      Yo solo puedo responder:

      —Pues nada.

      Estoy sentado en el suelo, con la espalda contra un árbol. Tengo las extremidades y el torso rellenos de un plomo psicodélico fundido que me impide moverme. A las cosas les salen protuberancias, como si fueran cactus. Unas protuberancias elaboradas, metódicas, intrincadas. Todo parece labrado, cada superficie está moldeada con una intención indescifrable.

      La gente sigue pasando por el sendero. Todo el mundo lleva a cuestas un secreto profundamente íntimo y bochornoso, no, un chiste inconfesable, sí, y la conciencia de ello hace que sus cabezas bramen de manera insoportable, y sus almas cargan a rastras a los cuerpos.

      —Poca broma esos tambores.

      Todo lo que uno diga parece un eufemismo. Pero ponerse hiperbólico equivaldría a insinuar horrendamente la verdad de que no hay hipérbole posible; dicho de otro modo, es de todo punto imposible exagerar el impacto sin precedentes de los tambores. Ni el tono siniestro, divertido, impotente, derrotado, venerable, extático, sobrecogido, insidioso, incierto, feliz, criminal, resignado e insinuante de su mensaje. Sobre todo no queremos cometer el grave error de aludir a la verdad de los tambores y con ello, quizá, abrirle la puerta al pánico. Pánico ante lo definitivo, pánico ante el hecho de que en esos tambores, y con esos tambores, y ante esos tambores, y sobre todo a causa de esos tambores, el mundo se acerca a su fin. Eso es lo que no queremos ni tocar: el apocalipsis que nos circunda. Todos estos conceptos se hallan comprimidos en las palabras «poca broma», como las capas de goma que se apretujan explosivamente en el interior de las pelotas de golf.

      —Poca broma, ya te digo —dice Joey.

      ¿Cómo? ¿Qué? ¡Ay, Dios mío, se refiere a los tambores! ¡A punto ha estado de admitir lo indescriptible! Joey es un capullo hijo de perra y también mi mejor amigo y, aparte de mí, la única persona del universo.

      ¡Que el amor sea contigo!

      Según los psiquiatras que se han embarcado en una exploración molecular de eso que gustan de llamar «el universo de un kilo y medio» —es decir, el cerebro humano—, todo lo que está ocurriendo ahora mismo se debe a la serotonina: la 5-hidroxitriptamina, o 5-ht, «el Rolls Royce de los neurotransmisores», el agente químico que regula el flujo de información en el sistema nervioso.

      Un día leí en la revista Omni un artículo titulado «La neurociencia de la trascendencia» donde se explica todo. Al ingerir la alucinógena psilocibina, y más de la que me correspondía, he estimulado los receptores de serotonina y perturbado el delicado equilibrio con el que el cerebro regula la entrada de mensajes procedentes del mundo exterior, y eso genera efectos especiales.

      Al mismo tiempo, los mensajes que parten en dirección a la corteza motora se ven perturbados por esa oleada de potentes moléculas sagradas, las cuales bombardean los receptores de serotonina y envían mensajes no debidos a ningún estímulo externo. Lo que ocurre aquí dentro parece provenir de ahí fuera. La cualidad subjetiva subyacente a toda experiencia acaba revelando su pertenencia al todo. La mente interior se convierte en la mente de todo cuanto nos rodea.

       La serotonina y los alucinógenos que actúan como agonistas de la serotonina —como el LSD, la mescalina, la DMT y la psilocibina— también viajan al tálamo, un repetidor de todos los datos sensoriales que se dirigen a la corteza. Ahí es donde se producen las racionalizaciones conscientes, el filosofar y la interpretación de las imágenes. Ahora la corteza cerebral atribuye significado a las visiones que emanan del lóbulo límbico, ya sea un arbusto que arde o la sensación de flotar en comunión con la naturaleza. El flujo de las imágenes tiene forma de guion y está montado para conformar un espectáculo absolutamente novedoso.

      ¡EXACTO!

      ¡SÍ! Bugs Bunny empuña una escopeta de dos cañones del calibre 12 y te revienta la cabeza con un milagro.

      Observo impotente cómo dos seres confluyen en el sendero. Dos figuras a las que se hace difícil atribuir categoría de realidad. Pero no son alucinaciones, simplemente se aproximan de manera muy formal y exótica, como para alguna especie de ceremonia, cubiertas con unos motivos negros y plata ornamental. Se saludan y transaccionan. El encuentro es breve y sin palabras, con muchos gestos secretos, la transacción más siniestra que haya presenciado nunca, la más privada, la más profundamente de mi no incumbencia. Iniciados de lo insondablemente inescrutable. Mi vista sigue unos patrones demasiado geométricos como para ponerles cara. En el lugar de la cabeza, tienen mitos.

      Después de eso concluyo que ya he tenido más que suficiente. Gateo hasta la tienda. Se halla a menos de metro y medio pero, por alguna razón, también algo más lejos que el fin de los tiempos. Está oscura y cerrada y me encuentro a salvo de lo que hay ahí fuera pero no de lo que hay aquí dentro: el cataclismo inminente, la inmensidad implosiva, la jocosa enormidad.

      Han pasado entre veinticinco minutos y veinticinco mil años desde que ingerí las setas, y disponemos ya de los resultados de este experimento. La pregunta era: ahora que ha transcurrido un cuarto de siglo desde mi última experiencia química, ahora que mi alma está despierta y he dejado de ser un delincuente hedonista para convertirme en un ciudadano de la vida que cree en la eternidad, ¿tiene algo que aportarme espiritualmente un viaje psicodélico? Y la respuesta definitiva es sí; creo que es posible; gracias; y ahora, ¿cómo se apaga esto?

      Porque ¿y si llega el fin del mundo y Jesús baja montado en una nube y me encuentra atrapado en esta birriosa bola de fuego, hecho cisco por culpa de los químicos? ¿Se acerca el fin del mundo? Dios acecha fuera del cuarto de juegos. La revelación y el fin de los juguetes. La espantosa posibilidad de tener que vérmelas con algo.

      Y los tambores, los tambores, los tambores. Cincuenta mil viajes de ida y vuelta a la luna con cada golpe de tambor.

      Cuatro horas después consigo descorrer la cremallera del saco de dormir: una hazaña equiparable a la conquista del Everest. Me meto dentro y ahí me hago fuerte.

      ¡Yo y mi saco de dormir! ¡Ahora sí que estamos progresando, amigo mío!

      Al

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