Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
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—Ya sabes que papá se pondría malito si entrase un perro en casa, tesoro.
—¿Y no podríamos tenerlo en el jardín? La amiga de tía Diana dice que sí que podría.
—En invierno pasaría mucho frío mientras tú estarías calentita en tu cama.
Ojalá Martin la ayudase en aquella batalla con su hija, pero la energía de que había hecho gala cinco minutos antes, había desaparecido, dejando en su lugar su habitual aire de agotamiento. Incluso los huevos revueltos del desayuno parecían demasiado para él aquella mañana. Una punzada de preocupación le traspasó la garganta y sus propias preocupaciones le parecieron egoístas ante su enfermedad.
—¿Quieres que le pida al doctor que venga a verte, Martin? Ya sabes que nos ha dicho cien veces que lo llamemos siempre que nos haga falta.
Su marido negó con la cabeza y cerró los ojos, y Eleanor lo miró alarmada. La niña se volvió rápidamente a mirar a su madre y ella intentó serenarse. El médico les había dicho que su estado era estable y que el deterioro que tan palpable le resultaba a ella se había ralentizado. Quería buscar una segunda opinión pero Martin no quería ni oír hablar del asunto.
Abrazó a Florencia y respiró hondo el aroma de las rosas del jarrón azul que adornaba la mesa. Luego, haciendo acopio de valor, se unió a la conversación de Margaret y Sophie sobre la modista que más les gustaba y sobre cuáles serían los entretenimientos del fin de semana.
—Dicen que Beaconsmeade es una casa preciosa y que lord Taris Wellingham tiene estabulados allí a sus mejores caballos.
Sophie parecía disponer de una cantidad de información que Eleanor ni siquiera imaginaba.
—Entonces puede que haya ocasión de montar porque Cristo Wellingham es un magnífico jinete —intervino Margaret—. Me llevaré el traje de montar.
La alegría de ambas jóvenes provocó en Eleanor una sensación de pérdida.
¿Cuándo había sido joven ella? Embarazada a los dieciocho y casada antes de los veinte. Y ahora que su vigésimo cuarto cumpleaños se acercaba se sentía vieja antes de tiempo. Nunca sabría lo que era un beso robado, o el flirteo de un abanico en un salón de baile, reducidas ambas cosas a la imaginación o a algún capítulo de las novelas románticas que tomaba prestadas a veces en la biblioteca.
Beaconsmeade se transformó de pronto en un error al que se veía irremediablemente abocada. Si a Cristo Wellingham se le antojaba alguna de sus preciosas sobrinas, ¿qué ocurriría? Toda una vida intentando no tocarle, no quedarse a solas con él, cuidando de que la verdad de su año perdido pudiese llegar a ser del dominio público y una simple mirada fuera de lugar podría hacer añicos su vida.
Qué fácil era.
Alzó la mirada y se encontró con los ojos de Martin y con aquella forma suya tan particular de ver a través de las personas.
—Un penique por tus pensamientos —le dijo con una sonrisa, pero él no contestó. La melancolía que se iba apoderando de él a medida que avanzaban las semanas parecía aún más intensa en aquella estancia llena de sol, rosas y jóvenes expectativas.
La noche caía sobre la tierra mientras Cristo cabalgaba hacia la orilla a mayor velocidad de la que el buen juicio aconsejaba, con la respiración de su caballo como vaharadas de niebla.
¡Por fin en Falder! ¡Por fin en casa! Había decidido acudir solo y tarde con el fin de encontrar el castillo vacío y que el viaje le resultase más fácil. Tenía pensado volver a Londres por la mañana, después de haberse pasado por las tierras de los Graveson.
Sin embargo, el océano parecía darle la bienvenida, con la espuma de una tormenta ya distante cubriendo las piedras y humedeciendo el viento, retumbando en la distancia. Se sonrió al pensar en la fragilidad de todo cuanto el mar podía lanzarle en aquel momento; sólo sus ondas para lamerle los pies a Demeter mientras galopaba, devorando millas. Falder Castle quedaba ya lejos, a su espalda, y sus numerosas torres se teñían de rosa con los últimos rayos de sol y la luna en cuarto creciente estaba escondida aún tras las nubes altas coloreadas de rojo.
La rabia que sentía había ido transformándose en algo más parecido a la resignación ante lo inevitable y aquella libertad sin cortapisas había ido calmando la furia que le había asaltado desde que tocase la mano de Eleanor Westbury.
No iba a ser suya. Jamás lo sería.
Había vuelto a casa para ser la persona que una vez fue, hijo, hermano, lord, y no para destrozar hogares o partirle el corazón a alguien. El recuerdo de París debía quedar así, olvidado, enterrado bajo la necesidad de supervivencia y cordura. Demasiados años ya había permitido que la otra cara de su propia persona gobernase todos sus actos; tanto si era por el bien de la humanidad o por el de su propia persona, ya que había llegado a un punto en el que no podía distinguir cuál de los dos le importaba en realidad, sus incursiones en la codicia y la falsedad le habían permitido llegar a la conclusión de que todo importaba. Espiar para Inglaterra había estado a punto de costarle la cordura, obligándole a acompañarse durante años de personas con las que de ningún modo podía tener la camaradería de que habría disfrutado en su ambiente. Sin embargo, había considerado el sacrificio como un precio a pagar por redimirse de su irreflexión y embridarla en beneficio de Inglaterra, de su protección y soberanía. Había sido un verdadero alivio que el ministerio de Asuntos Exteriores le hubiera liberado de sus obligaciones con la clausura de aquel expediente.
Frenó su caballo y se detuvo a contemplar cómo la luz de las aguas más tranquilas de la Return Home Bay eran un reflejo perfecto del cielo. La pesada carga que eran para él su apellido y su herencia eran los cimientos sobre los que se había edificado todo lo ocurrido en su vida.
Recordó cómo Nigel había perdido la vida con la sangre que se escapaba a borbotones de su cuerpo y la suya propia en la cubierta del barco que como en una pesadilla le había arrancado de Londres, apartándole de la ira y la condena de su padre. La sangre de otras almas en París se mezclaba también allí, amparada por la política y su oscura venganza. A veces había matado inocentes para después acallar sus remordimientos y vestir el pecado de patriótica virtud. A veces por las noches recordaba sus rostros, su última expresión de terror grabada para siempre en su memoria. La venganza de aquellos fantasmas era implacable y su arrepentimiento crecía con el paso de los meses.
Desmontó, se agacho a por una piedra y la lanzó sobre la superficie del agua como había aprendido a hacer siendo niño. ¡Dios, cuántos errores cometidos!
El tiempo retrocedió de pronto y se encontró en la escalera de entrada a casa de los padres de Nigel con la noticia de la muerte de un hijo preparada en los labios, pero sólo hasta que la puerta se abrió y el hombre que apareció al otro lado resultó ser el mismo que les había disparado inesperadamente desde el puente que había tras el camposanto de la ciudad.
Dar a entender que le había reconocido fue fatal para Cristo, y aunque se planteó echar a correr, ya era para entonces demasiado tarde. El tío de Nigel había declarado haber visto a los muchachos utilizando armas para practicar la puntería, y cuando Cristo se lo rebatió, el hombre se revolvió furioso y achacó al alcohol que los dos muchachos habían consumido su falta de memoria. Un accidente era, al fin y al cabo, una fatalidad y a nadie había que destrozarle la vida por ello.
Cristo volvió a Londres aquella misma noche para contarle a su padre