La madre secreta. Lee Wilkinson
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–¿Es inglesa? –preguntó él impaciente, al verla dudar.
–Nací en Londres, pero tengo doble nacionalidad.
–Cuénteme algo sobre sus padres –ordenó. Ella lo miró sorprendida–. La historia familiar de una persona es importante –explicó él.
Él nunca llegó a saber nada sobre su pasado, así que responder no suponía ningún peligro.
–Mi padre, nacido en Nueva York, era escritor y periodista. Trabajando en Londres conoció a mi madre, que era reportera gráfica. Se casaron y yo nací un año después. Vivimos en Londres hasta que cumplí los quince años, luego vinimos a Nueva York.
–¿Es hija única?
–Sí. Lo único que lamento es no haber tenido hermanos.
–O sea que tuvo una infancia feliz.
–Sí, mucho. Supongo que algo bohemia, pero siempre me sentí cuidada y querida.
–¿Sus padres viven todavía en Nueva York?
Caroline negó con la cabeza.
–Estaban haciendo un reportaje sobre un incendio en una planta química de Nueva Jersey; hubo una explosión y murieron.
–¿Hace cuánto tiempo?
–Ocurrió durante mi último año de universidad.
–¿Le importa decirme que edad tiene ahora?
–Casi veintiséis –respondió ella, tras dudar ligeramente. Por la expresión de él, comprendió que le había calculado mucha más edad.
–¿Cuánto tiempo lleva trabajando de niñera?
–Desde que acabé la universidad –replicó ella, sintiéndose culpable al mentir, pero esperando acabar así con el interrogatorio.
La verde mirada de Matthew Carran recorrió su rostro. Sus ojos siempre habían tenido el poder de acariciar o fulminar. Ahora, como si hubiera adivinado que mentía, sólo podían describirse como glaciales. Tras un instante de silencio, cambió el rumbo de las preguntas.
–¿Ahora le exigen que lleve uniforme?
–No –dijo ella. Lois Amesbury había estado a favor de una cierta informalidad en su relación de trabajo.
–¿Tendría alguna objeción a llevar uno?
Caroline, disgustada por la idea, pero consciente de que no sería conveniente decirlo, se mordió el labio.
–No –contestó.
–¿Qué la impulsó a convertirse en niñera?
–Me gustan los niños –dijo. Era la verdad, siempre le habían gustado.
–Quizás piensa que ser niñera es una forma fácil de ganarse la vida –sugirió él, con voz sedosa.
–Nunca he pensado eso –barbotó ella, herida–. Ser niñera no es una forma fácil de ganarse la vida. Simplemente es el trabajo que más me gusta.
–¿Qué cualificaciones tiene, aparte de «que le gustan los niños»?
–He aprobado todos los cursos exigidos de educación, cuidado y dieta infantil.
–¿Qué dos cosas diría usted que son las más importantes en la vida de un niño?
–Seguridad y cariño –respondió ella sin dudarlo.
Durante un instante pareció que a él lo invadiera una intensa emoción, pero se desvaneció rápidamente, dejando su delgado y moreno rostro vacío de expresión. Caroline, incapaz de mirarlo a los ojos, le miró las manos. Eran delgadas, bonitas y musculosas, de dedos largos y con uñas bien cuidadas.
–¿Fuma? –preguntó él, de repente.
–No –parpadeó ella.
–¿Bebe?
–No.
–Pero, sin duda, … ¿habrá algún hombre en su vida?
Era casi como si la estuviera acosando y ella deseó intensamente no haberse puesto en esa situación.
–No.
–Vamos, por favor… –dijo él, estrechando los ojos.
–No sabía que tener un hombre en mi vida fuera un requisito –espetó ella, dejándose llevar por su genio. Un segundo después, maldijo su estupidez. ¿Por qué enfrentarse a Matthew Carran cuando quería ese trabajo con desesperación?
–Me sobran los sarcasmos, señorita Smith –replicó él, con dureza.
–Lo siento. Pero, ¿no cree que tengo derecho a mi vida privada?
–Todo el mundo tiene derecho a su vida privada. Sólo quiero asegurarme de que la suya no entrará en conflicto con sus obligaciones. Cuando la abuela de Caitlin murió, tuve que contratar a una niñera y cometí un gran error… –con los labios apretados y duros, continuó–. No tengo intención de cometer otro.
Caitlin, pensó Caroline, con el corazón a punto de estallar. La habían llamado Caitlin. La tensión había recubierto su cara de una fina película de sudor; al notar que las gafas se resbalaban las empujó hacia arriba.
–¿Por qué lleva gafas?
La pregunta, un ataque rápido como el de una serpiente de cascabel, la desconcertó.
–¿Perdón? –balbució.
–Le he preguntado que por qué lleva gafas.
–Porque… porque las necesito.
Él se levantó, se inclinó hacia ella y, sin pedir permiso, le quitó las gafas. Rígida por la impresión, intentó mantener la calma mientras él miraba atentamente sus claros ojos aguamarina.
Ansiedad, dolor, soledad, tristeza… fuera lo que fuera lo que vio en ellos no reflejó en su mirada ni un ápice de comprensión ni de haberla reconocido. Caroline dio las gracias a su ángel de la guarda, quienquiera que fuese. Prematuramente, ya que un segundo después Matthew levantó las gafas y miró a través de ellas.
–¿Por qué necesita unas gafas que no son más que cristal tintado? –preguntó. Se las devolvió y ella se las puso apresuradamente.
–Yo… pensé que sería mejor parecer algo mayor –tartamudeó, sin saber qué decir.
–Parecer mayor no la convierte en mejor candidata –gruñó él, con voz gélida.
La tensión la estaba provocando un agobiante dolor de cabeza y, convencida de que nunca conseguiría el puesto, se sintió vacía y desesperada. Comenzó a erguirse, deseando escapar de esos ojos despiadados.
–Bueno,