La madre secreta. Lee Wilkinson

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La madre secreta - Lee Wilkinson Bianca

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como si el viaje hubiera sido demasiado intenso incluso para su energía inagotable. Caroline deseó darle un cálido abrazo de bienvenida pero, según lo pensaba, notó un destello peligroso en sus ojos, que la alarmó. Entró en la habitación y ella intentó escurrirse hacia fuera, pero él la agarró de la muñeca.

      –No te vayas…–dijo. Se agachó para darle un beso en la frente a Caitlin y condujo a Caroline hacia el cuarto de juegos, donde brillaba una lamparilla–. Tenemos un asunto pendiente.

      –¿Un asunto pendiente? –ella, alarmada por su expresión y por la creciente tensión, intentó soltarse. Sólo consiguió que la presión se acentuara, tanto que creyó que iba a romperle los huesos. Él se acercó.

      –Supongo que la bella princesa tiene que besar al pobre sapo, ¿no? –sugirió con voz sedosa, acercándose a ella.

      –No es más que un cuento que le gusta a Caitlin –dijo ella con ligereza, intentando dominar el pánico que le produjo sentirse arrinconada.

      –Ah, pero los cuentos tienen que tener un final feliz, y si tenemos en cuenta que soy el protagonista…

      Su rostro estaba a sólo unos centímetros de distancia. Ella miró su boca, austera pero sensual, y recordó con abrumadora claridad la sensación que podía provocar sobre la suya. Una traicionera oleada de calor recorrió su cuerpo.

      –No creo que se me pueda considerar una bella princesa –respondió a duras penas.

      –Puede que no seas una princesa, pero sin duda eres lo suficientemente bella –dijo él, con tono de enfado.

      –Oh, por favor, Matthew… –gimió ella, aterrorizada de lo que podría ocurrir si la tocaba. Él ignoró su súplica, tomó su rostro entre las manos y aplastó la boca contra sus labios.

      Su mente quedó en blanco y sintió que se derretía; si no hubiera estado apoyada contra la pared, habría caído al suelo. El roce de su piel, sus besos, eso era lo ansiaba desesperadamente.

      Cuando él levantó por fin la cabeza, ella tardó unos segundos en recuperar la estabilidad y en darse cuenta de que él respiraba con agitación, como si acabara de echar una carrera. Sabía que sólo la había besado dejándose llevar por un inexplicable ataque de ira, y sintió gran satisfacción al comprobar que el beso no lo había dejado totalmente frío.

      –Vaya, vaya, vaya… –farfulló él, con cierta dureza en la voz–. ¿Quién hubiera supuesto que una niñera de pinta tan estirada fuera capaz de tanta pasión?

      –Por favor, déjame marcharme –suplicó ella, aterrorizada de que su reacción le hubiera traído recuerdos que era mejor olvidar–. No tienes ningún derecho a tratarme así.

      –¿Puedo alegar que me has provocado? –se echó a reír, burlándose de ella–. ¿Quieres que te prometa no volver a tocarte?

      –Preferiría que lo hiciera, señor Carran.

      –¿Por qué tan formal? Hace un momento me llamaste Matthew.

      –Lo siento… no era mi intención… estaba nerviosa –dijo, con una punzada de miedo.

      Él todavía le sostenía el rostro entre las palmas de las manos, y deslizaba los pulgares de un lado a otro de sus mejillas en un gesto que, más que una caricia, era expresión de su ira.

      –Dime, señorita Smith, si me resulta imposible no ponerte las manos encima, ¿qué harás?

      Ella deseaba responder que se marcharía, pero la idea de estar lejos de allí hizo que se le encogiera el corazón.

      –¿Te irías?

      De alguna manera debía haber adivinado que nunca se iría voluntariamente, pensó ella agitada, y estaba pinchándola a propósito.

      –No creo que eso fuera bueno para Caitlin. Acaba de acostumbrarse a mí, y una niña de su edad necesita una cierta estabilidad –apuntó.

      Como si la mención de Caitlin le hubiera devuelto la cordura, Matthew dejó caer las manos y dio un paso hacia atrás, con la expresión controlada y fría. Caroline se disponía a correr hacia su habitación cuando volvió a detenerla.

      –No desaparezcas –ordenó–. Quiero hablar contigo. ¿Has cenado ya?

      –No.

      –Entonces podemos cenar juntos y hablar mientras comemos.

      –Normalmente ceno en la cocina, con la señora Monaghan. Le parecería extraño que yo…

      –¿No libra los viernes por la noche?

      Era cierto. Esa mañana había comentado su intención de pasar la noche con su hija casada.

      –En cualquier caso, si te sientes más a gusto en la cocina, me reuniré allí contigo después de ducharme y cambiarme de ropa –dijo Matthew con sorna, sin apartar los ojos del expresivo rostro de Caroline.

      Había recuperado su habitual actitud fría y disciplinada, y ella se preguntó qué había provocado ese ataque de ira, esa necesidad de dominarla y ridiculizarla. No podía ser sólo por haber utilizado su nombre en un cuento de hadas. Sintió un escalofrío. Él nunca había intentado disimular el hecho de que no le caía bien, pero hacía un momento casi pareció odiarla. Y a pesar de ello la había besado como un hombre arrebatado por la pasión.

      En la cocina había comida preparada, y mientras calentaba el estofado de pollo en el microondas y ponía la mesa, la asaltó otra gran duda: ¿De qué quería hablar Matthew? El mes de prueba casi había terminado, ¿había decidido librarse de ella? No, no podía ser eso. Caitlin la había aceptado, él lo sabía y, además, necesitaba una niñera. Entonces, ¿qué? ¿Había descubierto su verdadera identidad? No, en ese caso la habría despedido de inmediato.

      Recordaba con toda claridad la mirada de odio profundo que le dirigió aquella noche, cuando, con los labios apretados, le dijo sin levantar la voz, pero con furia devastadora «Quiero que salgas de mi casa a primera hora de la mañana. No quiero volver a verte nunca más». Temblando, intentó apartar el doloroso recuerdo. Eso ocurrió mucho tiempo atrás, y pertenecía a un pasado que procuraba olvidar.

      El ruido del picaporte la sobresaltó y el corazón le dio un vuelco al verlo. Se había puesto un polo de color verde oliva y unos pantalones de sport; estaba muy atractivo pero, al mismo tiempo, imponía con su presencia. Su forma de moverse, arrogante y provista de una gracia casi felina, combinada con sus impresionantes ojos, siempre la habían hecho pensar en una pantera negra. Sintió que la boca se le quedaba seca.

      –¿Por qué sólo una copa? –preguntó él, sacando una botella de vino blanco de la nevera, mientras ella sacaba el estofado del horno.

      –No suelo beber –repuso ella.

      –Ya sé que eso es lo que dijiste pero, por esta vez, no te lo tendré en cuenta –dijo él con los ojos nublados de ira, o impaciencia. Se acercó a por otra copa y sirvió vino en las dos. Ella puso un cuenco de arroz blanco y una ensalada sobre la mesa y tomó asiento frente a él. Con toda autoridad, él llenó los dos platos.

      Durante un rato comieron sin hablar hasta que ella decidió para romper el silencio para recuperar un ambiente de normalidad.

      –¿Has

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