En un lugar de Argentina de cuyo nombre no quiero acordarme. Eduardo Héctor Hernández Cabrera

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En un lugar de Argentina de cuyo nombre no quiero acordarme - Eduardo Héctor Hernández Cabrera

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llevaba en mi equipaje un frasco con un polvo blanco de acción digestiva, comprado por mi madre en una conocida farmacia de Montevideo. Yo no sufría de problemas digestivos y mis neuronas funcionaban lo suficiente como para que, en cualquier eventualidad, yo mismo hubiera podido comprar un producto similar.

      Pero era necesario para mi madre demostrar sus cuidados más allá de las fronteras, por lo que decidió que el mencionado frasquito fuera parte indispensable de mi equipaje (siempre tan previsora mi querida madre, aunque no tanto como para imaginarse esta situación en la que estoy sumido).

      Madre no hay más que una, como dijo Woody Allen, si hubiese dos, uno no contaría el cuento.

      Con mi típica comodidad (bien cara me iba a salir esta vez), acepté el frasquito, abrigos, sugerencias, consejos y despedida. Emprendí raudo el camino con mis sueños y mis culpas a cuestas. En la familia, yo era el que estaba destinado a cumplir los sueños que los demás no habían alcanzado. Ya se había proyectado que yo iba a convertirme en un próspero profesional y que iba a viajar, con la condición de que luego transmitiera mis experiencias y colmara todas las expectativas de aquellos que no lo habían hecho.

      Si llegaba a olvidarlo, allí estaría mi madre para encargarse inmediatamente de recordármelo.

      Así estaban establecidas las cosas y, por el momento, yo no parecía desconforme ni intentaba cambiarlas.

      Pasados dos meses de haber salido de Montevideo, cuando ya viajaba solo por Perú, conocí a Eduardo, compatriota y compañero de desgracia.

      Luego de intercambiar el clásico saludo y descubrir que ambos habíamos nacido no solo en el mismo país, sino en el mismo departamento geográfico, descubrimos también una gran afinidad en nuestro gusto por los viajes y apreciar hábitos y costumbres diferentes a las que nos habían inculcado en nuestro país.

      Contentos de iniciar nuestra amistad, decidimos iniciar también juntos el viaje de regreso a Uruguay, pasando primero por Argentina.

      Eduardo

      Nací en una familia de clase media en Uruguay. Tuve una infancia feliz y siempre me sentí rodeado de mucho cariño. Desde muy chico, quise estudiar, ser una persona responsable y demostrar a mis padres que podía valerme por mí mismo.

      Siempre había sido mi gran sueño viajar y conocer muchos países, las diferentes costumbres, las diferentes razas y religiones, utilizar todos los medios de transporte, poder ver, recorrer y explorar todos los continentes.

      Siempre fui muy exigente conmigo mismo y estaba deseoso de cumplir mis metas.

      A los 19 años, decidí dar el gran paso y cruzar el charco. Era el año 1973, cuando aún la mayoría de la gente viajaba a Europa en barco, y tuve la suerte de realizar el último viaje del Giulio Cesare. La travesía desde Montevideo hasta Barcelona duró quince días, de los cuales nueve fueron atravesando el océano Atlántico. Un viaje divertido, movedizo e inolvidable.

      Era el paso más importante de mi vida: buscar mi camino, empezar una nueva vida en otro país, en otro continente, desarrollarme como persona y como ser humano.

      Tuve la suerte de que mis dos grandes amigos de la adolescencia Montse e Indalecio —establecidos en Barcelona y Tarragona respectivamente desde hacía dos años— estaban esperándome. Tanto ellos como sus familias me acogieron como un hijo y hermano más, brindándome toda la ayuda y el apoyo necesario para hacerme sentir a gusto y dejar que pudiera cumplir mis sueños.

      Viví en España hasta 1977, donde tuve la oportunidad de estudiar Turismo y trabajar en lo que ya pintaba que iba a ser mi profesión durante gran parte de mi vida, la hostelería.

      Durante este tiempo, aproveché al máximo todas las oportunidades que tuve laboralmente y, en cuanto tenía posibilidades, emprendía algún viaje por Europa.

      Pude viajar a diferentes países europeos, disfrutar de hermosos paisajes, apreciar la diferencia de lo viejo y de lo nuevo de cada país y conocer diferentes culturas, absorbiendo al máximo lo bueno y lo malo que iba encontrándome.

      En algunos de estos sitios, parecía que el tiempo se hubiese detenido en el medioevo. En otros, en cambio, convivía lo viejo con lo moderno, pero todo dentro de un orden. Bosques, montañas, valles y ríos; cualquiera de los rincones del Viejo Continente son hermosos y, a pesar de tantos años de vida, de desgaste, de tantas brutalidades vividas por sus pobladores, sus ciudadanos sienten el deseo de mirar hacia el futuro y de olvidar los errores del pasado, tratando de superarse día a día. A pesar de que se mantienen mucho las tradiciones, la evolución es muy rápida y va dando paso a una Europa más moderna, más organizada, pero que respeta y adora su pasado.

      Cuanto más viajaba, más me ilusionaba con seguir haciéndolo. Cualquier vivencia me enseñaba tanto que era un nuevo aliciente para organizar un nuevo viaje.

      Ya de vuelta en Uruguay, continué con mi vida, trabajando en hostelería, pero también iniciando mis viajes por América.

      En el año 1980, con 26 años, decidí hacer un nuevo viaje para conocer una de las grandes joyas de América del Sur:

       Machu Picchu.

      Las dictaduras militares en Sudamérica estaban en pleno apogeo, eran gobiernos apoyados por el tío Sam, que siempre ha vigilado muy de cerca los pasos de sus vecinos del sur, entrometiéndose y obligando a los diferentes gobiernos a adoptar las medidas que le convenían y llevándose, por supuesto, una buena tajada.

      Mi espíritu aventurero no olvidaba la situación que se vivía en los países del continente americano, pero nunca pensé que podría sucederme algo que iba a cambiar mi vida para siempre.

      Quería rememorar mis años de viajes por Europa, cuando me colgaba mi mochila al hombro y salía a recorrer el Viejo Continente en esos puntuales y cómodos trenes europeos.

      Era emocionante llegar a cada ciudad, buscar los albergues donde poder dormir y salir inmediatamente a patear las ciudades o pueblos. Quise, pues, emular y recordar aquellos viajes tan hermosos, siendo consciente de que Sudamérica no era Europa. Evidentemente, era otra situación, otra historia, una realidad completamente diferente.

      Tenía que olvidarme de aquellos fabulosos trenes, de la limpieza, la seguridad y el orden en general con el que se vivía en las ciudades europeas.

      Como en todos mis viajes, ya tenía un itinerario preestablecido, que siempre trataba de cumplir en lo posible, a menos que fuese encontrándome complicaciones en alguna de las paradas que me obligasen a cambiar ciertos planes. A veces, un sitio te entusiasma mucho más de lo que habías pensado, y eso también es un motivo para alargar la estancia, aunque sea un par de días más, y disfrutar así de algo que realmente te llena. Nunca se sabe si podrás volver, por eso siempre he intentado disfrutar al máximo de lo que me gusta.

      Disponía de cuarenta días para realizar uno de mis grandes sueños: conocer Machu Picchu. ¿Sería tan impresionante como lo había visto en fotos y postales? ¿No me decepcionaría cuando estuviese frente a tan inmenso monstruo? Había que verlo, era un deseo muy grande y estaba seguro de que merecería la pena, no tenía la menor duda.

      Como colofón, en el mismo viaje y al final, tenía programado visitar las cataratas del Iguazú, impresionantes y majestuosas, tanto por el caudal de agua que llevan como por los parajes en los que se encuentran situadas, una hermosa selva subtropical.

      ¿Serían

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