Correr, la experiencia total. George Sheehan
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Nunca he aprendido a desenvolverme y nunca aprenderé. Lo que he aprendido es a salir del mundo. A necesitar menos, a reducir mis apetencias, a sentirme satisfecho con lo esencial. He aprendido que las posesiones se cruzan en mi camino. Que el dinero y las cosas que se compran con él son distracciones. He aprendido que la simplicidad comienza cuando la renta supera a los gastos.
Si fuera un corredor de elite en mi categoría por edad, mi nivel de grasa corporal sería inferior al seis por ciento. Sin embargo, es el doble y así será siempre. ¿La razón? Soy un gorrón nato y convencido. Hambriento o no, me comeré todo lo que sea gratis. El mes pasado, por ejemplo, después de una carrera de quince kilómetros en que me entregué a fondo hasta el puro agotamiento y más allá, acepté y me acabé un aperitivo de la organización consistente en una bebida de naranja y pollo frito. Sí, pollo frito.
Pásame una bolsa con la merienda y, por muy indigesta que sea, me daré un atracón. Dame un vale de comida y, tenga o no hambre, me pondré a la cola. Cuando todo deseo de comida se haya evaporado, ofréceme algo comestible y me las arreglaré para zampármelo. Dentro de mí, como dentro de cualquier hombre delgado, hay un hombre gordo que me dice: «Come». Y ese hombre gordo sigue diciendo: «Come, que es gratis».
Quizá no lo hayas notado, pero no sólo hay comidas gratis en las carreras sino en todas partes. En todas partes si consideras gratuita cualquier comida que no pagues en el momento. Por eso las comidas en casa y el acceso libre a la cocina por la noche son en realidad comidas gratuitas. En esos momentos, mi voz interior me dice: «Come, que es gratis», tan alto como cuando acepto el tradicional estofado después del Maratón de Boston. Soy un gorrón hasta en mi propia casa.
Por suerte, esa tendencia a comer cuando la comida es gratis se contrarresta por una tendencia similar y opuesta a no comer cuando hay que pagar. Puedo pasar mucho tiempo sin comer, si tengo que comprar la comida yo mismo. Aunque a mi entender sea frugal, hay sitios donde me consideran un roñoso. Admito que no me hace gracia gastar dinero, pero sólo porque muy pronto no queda casi nada del billete original. Y esa tendencia a no gastar dinero en comida se refuerza por no llevar dinero que gastar. No hay mejor forma de controlar el impulso de comprar.
Comprar comida nunca tuvo sentido para mí. Cuando acabo gastando dinero, prefiero tener alguna prueba permanente de lo que he gastado. Gastar en algo que de inmediato se consume me parece un engaño. Supongo que por una razón muy parecida tampoco he fumado nunca. Comprar algo y luego prenderle fuego me resulta incomprensible.
Así que, durante largos períodos del día, estoy protegido por esta tacañería natural, o por lo que yo prefiero considerar austeridad natural. Cuando almuerzo, suelen ser cuarenta centavos en yogur y té, y vuelta al trabajo. Es sólo más tarde, cuando llego a casa, cuando las cosas empiezan a torcerse.
A partir de ese momento me dedico a comer como si fuera un atleta de la digestión. Limpio el plato igual que cuando mi madre nos hablaba de los desafortunados niños que se morían de hambre y que hubieran podido vivir una semana con lo que me dejaba en el plato. Después de cenar arramblo con la cocina como esos ganadores de programas de televisión a los que se les da libre acceso a un supermerca-do. Durante los dos primeros anuncios lo compenso con las quinientas calorías gastadas con tanto esfuerzo durante ocho kilómetros en la carretera. A menos que me reprima, arrasaré con el pan, acabaré con las galletitas pretzel, sucumbiré a la tentación de las galletas saladas con sabor a queso, y me acabaré cualquier helado que haya quedado. Y todavía faltará una hora para las noticias de la noche.
La respuesta, a mi entender, es convertir la casa en un supermercado y eliminar la comida gratis. Que todo entre en una mecánica donde para consumir haya que pagar. Que cuando llegue a casa por la noche, me deba enfrentar a una cena en que todo sea a la carta y muy caro. Sin tarjetas de crédito, que sólo se acepte dinero en metálico. En cuanto empiezo a contar el coste por calorías y a plantearme el monto de la cuenta, rápidamente vuelve a ser el mismo miserable de siempre.
Y para la sobremesa de la cena debe haber una caja registradora en la cocina. De ese modo la excursión a la despensa llevará más tiempo al tener que pagar contra mi voluntad esa calderilla tan querida. Así volveré al salón solo con las ofertas del día.
Para esos días, tendré lista una respuesta para el gordo que hay en mí: «Cállate, estúpido, que me están cobrando dinero por ello».
La forma de luchar contra el alcoholismo es no contar mentiras al respecto. El alcohol te lleva a sitios que nunca ve el hombre sobrio. La sobriedad, escribió William James, limita, discrimina y sabe decir «no»; la borrachera expande, unifica y sabe decir «sí». «El dominio del alcohol sobre la humanidad –llegó a la conclusión− se debe incuestionablemente a su capacidad para estimular las facultades místicas de la naturaleza humana».
Eso es lo que el alcohol hace: te permite tener un atisbo de ti mismo en tu mundo particular, de ti mismo como parte del cosmos. La bebida también revela la persona que eres. Tanto si eres un esquizoide solitario que abriga grandes ideas y vive sus fantasías. O el maniacodepresivo gregario que quiere gozar del calor y de la amistad eterna de un grupo. O el paranoide musculoso dispuesto a resolver cualquier problema con los puños.
Lo que el alcohol no hace es convertir esas revelaciones en propósitos llevados a la acción. Al haber vislumbrado la persona que es, el bebedor debe dar con una vía alternativa y fructífera para llegar a su verdad. Para conseguirlo, debe primero desengancharse de la bebida y salvarse de las mentiras de la vida diaria. Por eso es frecuente que los exalcohólicos −que han ido y han vuelto− experimenten un renacimiento. Es el antiguo alcohólico quien finalmente une su ser dividido. Es el borracho reformado quien acepta sin reservas la persona que es. Y persigue esa perfección por mediocre o anormal que pueda parecer a otros.
Ser un exalcohólico, sin embargo, no es fácil. Beber tal vez sea fútil y, en último término, degradante, pero sólo los bebedores afortunados lo descubren. Y es incluso más afortunado quien inicia un nuevo y saludable camino hasta la cima de sus potencias físicas y mentales. Antes de que ceda el hígado, el corazón se hipertrofie, y el cerebro comience a deteriorarse, debe captar el mensaje de que hay una forma mejor de experimentar el universo y a sí mismo.
Mis propios hábitos con la bebida cambiaron por dos acontecimientos afortunados. En los tiempos en que salía de juerga los sábados por la noche, siempre había supuesto que la bebida me hacía brillante. Pensaba que alguien debería estar anotando todo lo que decía, preservando para la posteridad todas esas ideas estupendas y todas esas agudezas. Sin embargo, una noche, alguien sacó un vídeo casero en que aparecía yo bajo la influencia del alcohol. Lo que vi en la pantalla recordaba más al eslabón perdido que a la imagen del intelectual que yo tenía de mí mismo. Había ahí pruebas fotográficas de que, cuando me emborrachaba, era incapaz de pensar, y mucho menos de expresar lo que pensaba. Dejé de beber en serio. No tanto para volver a ser quien era, sino para volver a integrarme en la raza humana.
El atletismo de fondo, mi siguiente descubrimiento, fue un factor positivo y decisivo. Las imposiciones nunca funcionan. Las vidas cambian con afirmaciones, no con negaciones. Y si uno quiere dejar de beber para siempre, se debe implicar activamente en ser lo que es. Las carreras de fondo hicieron eso por mí. Me volvieron a