Los chicos siguen bailando. Jake Shears

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Los chicos siguen bailando - Jake Shears

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la escuela en séptimo y optó por intentar ganar dinero con el que contribuir a la supervivencia de la familia. Empezó a trabajar limando herraduras. Por diez centavos la pieza, el cocinero de la cafetería de su antigua escuela le compraba los conejos muertos que él cazaba. Cuando tenía doce años, se marchó con un circo y recorrió California; su principal tarea era mantener en marcha el generador de luz, que servía para que las luces de la carpa funcionaran. El circo viajaba con un elefante, un chimpancé, caballos y bailarinas. Mi padre conducía los camiones entre actuación y actuación, a pesar de no tener el carné de conducir. Eso lo convirtió en un conductor cuidadoso para el resto de su vida.

      Todo se resumía en trabajo interminable y agotador, duro para un hombre adulto, mucho más para un chaval de trece años con solo algo de ropa a sus espaldas. Una noche, el ácido derramado de una batería se comió sus pantalones, y tuvo que seguir llevándolos hasta que encontró otro par. Al final, se especializó en rociar con espray insecticida los limoneros, montado encima del camión, su cabeza flotando sobre los campos mientras los regaba con pesticidas. Siguió trabajando, mes a mes, y esperaba a alguna tarde libre para poder ir y observar el cielo. Merodeaba por el aeropuerto, solo para estar cerca de su verdadera pasión: los aviones.

      En 1943, el aeropuerto de Rosemead, al este de Los Ángeles, pequeño pero lo suficientemente activo, se convirtió en el lugar perfecto para conseguir un trabajo donde poder estar cerca de los aviones y aprender a volar. Los quince dólares a la semana que ganaba repostando aviones y arrancando las hélices no eran ni la mitad de valiosos que los treinta minutos de lecciones de vuelo que le ofrecían cada domingo. Entonces se marchó al diminuto aeropuerto de Palm Springs, por donde pasaba todo Hollywood, deseoso de escapadas al desierto. Papá sirvió y observó a los famosos y ricos, muchos de ellos amables, pero debieron de parecerle como si vinieran de otro planeta. Howard Hughes aterrizaba su cuatro motores con todo su séquito. Mi padre descargaba su equipaje, intercambiaba cortesías y los veía irse en una flota de limusinas o en Hughes’s 37 Packards.

      Uno de esos tipos, Bill Clark, estaba realizando un trabajo en Alaska cuando su avión desapareció meses antes de que fuera a casarse con Freida Jean Rector. Ella era una joven alegre y a la última, con un marcado acento de Carolina del Norte, que había conducido a través del país, desde las Smoky Mountains hasta Arizona, solo para estar con él. Vestía minifaldas, fumaba cigarrillos y derrochaba encanto sureño. Ahora su prometido se había esfumado sin explicación. Me la imaginé durante semanas, fumando, sus ojos apagados, preparando café, llorando por teléfono con su esperanza marchitándose. No ocurrió demasiado: la familia de Bill nunca le celebró un funeral. Dolida, con su futuro en el aire, Freida consiguió un trabajo en Globe Air como secretaria.

      Allí conoció a mi apuesto padre, veinte años mayor que ella, con dos niñas pequeñas y un chico adolescente de matrimonios anteriores con mujeres con las que todo resultó un desastre, según me diría. Ser el primero en intentar combatir los incendios por aire lo había llevado a una situación económica problemática y a una dependencia del alcohol y la automedicación que no conducía a buenos matrimonios. «No puedes culpar a esas mujeres de todo lo que ocurrió, solo de la mayoría».

      Esperando que a la tercera fuera la vencida, Archibald y Freida se escaparon a la Little White Chapel en Las Vegas; nadie que los acompañara, tan solo ellos. En la fotografía, mi madre lucía un elegante recogido; mi padre, descuidadas patillas souvarov, ambos con una sonrisa amplia en sus caras. Llevan felizmente casados desde entonces.

      Nunca me ha gustado el dicho “todo ocurre por algo”, pero, ¿y si la razón por la que ocurre eres tú mismo? ¿Está mal que agradezca que el prometido de mi madre, su primer amor, nunca volviera de aquel fatídico vuelo? A veces pienso en esta persona alternativa que habría existido si yo no estuviera aquí, un hermano onírico. Dibujo a alguien con mis defectos y rarezas subsanadas, caminando tranquilamente a través de su tranquila vida normal.

      * * *

      Windi y Sheryl, mis hermanas del segundo matrimonio de mi padre, eran nueve y diez años mayores que yo, respectivamente, así que cuando empecé la guardería ya les habían quitado el aparato para que pudieran lucir unos dientes resplandecientes. Eran unas chicas muy guapas, con caras enmarcadas en cabellos marrones peinados; parecían sacadas de una pintura de Nagel. Las veía prepararse para el baile del colegio, abrochándose y desabrochándose sus camisas, esforzándose al máximo por imitar los estilos que veían en la MTV, que llegaba a nuestra casa por cortesía del nuevo milagro del cable.

      Ellas sabían que yo me creería lo que fuera y que llenaría mi cabeza con historias falsas diseñadas para avivar las llamas de mi ansiedad. Por ejemplo, me decían que me habían encontrado en la cuneta de una carretera cuando era un bebé porque una mujer estaba intentando deshacerse de mí. O Windi me dijo que si la laca me tocaba la cara, mis ojos se volverían azules y moriría en cuestión de minutos. Una vez me rocié un poco en los ojos y mis gritos rebotaron por toda la casa; pensaba que apenas me quedaban unos instantes de vida. Sin embargo, mis ojos nunca se volvieron morados.

      Mi hermano, Avery, estaba fuera de casa por aquel tiempo. Tenía veinte años más que yo y se había casado tan pronto como regresó de una misión mormona que lo había llevado a Filipinas. Todos mis amigos tenían unas relaciones fuertes y complejas con sus hermanos. Quizá porque mi padre era mayor, me sentía celoso y triste de no tener un hermano más cercano a mi edad.

      Mi padre tenía cincuenta años cuando nací, y yo tomé conciencia de su edad cuando cumplí los seis. Había un grupo en la iglesia al que solía acudir los miércoles, y una tarde todos llevamos a nuestros padres. Al principio me sentí emocionado, pero cuando llegamos todos los otros padres eran mucho más jóvenes. Nadie tenía un padre tan mayor como el mío. Intenté enviarlo a casa.

      Conducíamos hacia su trabajo, y también el camino de vuelta, por la pista de aterrizaje, yo detrás en su Datsun 280Z azul, agachado tras él en una especie de maletero sin asientos, mucho menos con cinturones de seguridad. Tenía que mentir, con mi cabeza apoyada en las manos, mientras me explicaba conceptos que a mí me parecían completamente abstractos, como por ejemplo cómo un instrumento no era tan solo algo que hacía música. «¿Ves aquella cabina telefónica? —señalaba mientras conducía—. Un teléfono es un instrumento también». Tenía una concepción del mundo que yo apenas encontraba interesante. No compartía su fascinación por las máquinas ni los coches ni las barcas.

      Su cara era seria. Las líneas de su tosca expresión, resultado de años en el desierto sin crema solar, señalaban un perpetuo entrecejo fruncido. Sus observaciones apenas necesitaban unas pocas palabras, pero tenía una portentosa risa en las ocasiones que aparecía. Se podía ver su distinguida forma de andar a través del aeródromo, sus manos grasientas, los tatuajes de la niñez en sus brazos, borrosos hasta el punto de ser irreconocibles. A pesar de todo éramos colegas, y me gustaba pasar tiempo en sus talleres y jugando dentro de los viejos bombarderos aparcados.

      Debía de quedarse perplejo cuando, de repente, desaparecía las tardes del fin de semana y elegía quedarme dentro de casa leyendo en vez de estar

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