La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding
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Diana se sentó al volante, puso en marcha el coche y, mientras conducía, evitó el contacto con los ojos de él por el espejo retrovisor.
Y, ahora que había decidido no hablar a menos que se le preguntara algo, realizaron el trayecto en silencio, ya que el jeque no abrió la boca.
Quizá estuviera enfadado con ella por haber tenido la temeridad de intervenir cuando él le sugirió a James Pierce que tomara un taxi. No debía de estar acostumbrado a que alguien le llevara la contraria.
Sin embargo, él no salió del coche cuando ella, en Berkeley Square, detuvo el vehículo delante del restaurante.
Pero el jeque estaba sumido en sus pensamientos porque, cuando ella le abrió la puerta, resultó evidente que él ni siquiera había notado que el coche se había detenido y que habían llegado a su destino.
–¿A qué hora quiere que le recoja, señor? –preguntó Diana.
Zahir se había pasado el trayecto pensando en la reunión que iba a tener durante la cena; tratando de olvidar la imagen, el sabor y el aroma de la mujer que estaba sentada delante de él. Tan solo una palabra desbarató sus esfuerzos.
–Si no está seguro, ¿quiere llamarme por teléfono? –Diana sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta del uniforme y se la ofreció–. ¿Cuando les sirvan los cafés?
Era una tarjeta de la empresa Capitol.
–¿Que la llame?
–El teléfono que viene en la tarjeta es el del coche –dijo ella–. En el reverso de la tarjeta está el número de mi teléfono móvil.
El jeque Zahir tomó la tarjeta. Su intención había sido hacer lo de siempre, volver al hotel andando. Sabía que necesitaría tiempo para aclarar sus ideas después de la reunión, fuera el que fuera el resultado. A punto de decirle que se marchara a casa, cosa que podría haber hecho de no haber insistido en ir a recoger a James, se contuvo. Enviarla a su casa podría ser mejor para él, pero no para ella, ya que le robaría tres horas de trabajo extra a unas horas en las que le pagaban más.
–Venga a recogerme a las once y media –dijo él–. La llamaré si hay un cambio de planes.
–Sí, señor.
Lo de «señor» le molestó. Estaba convencido de que era la forma de decirle que comprendía que el beso no había significado nada, que volvían al principio.
No pudo evitar mostrar el reconocimiento de su tacto con una ligera inclinación de cabeza.
–Gracias, Metcalfe.
Capítulo 4
DURANTE un instante, Diana le miró. Durante un instante, vio en sus ojos algo que le hizo olvidar a los poderosos hombres que le estaban esperando, olvidar sus líneas aéreas. Lo único que sintió fue un deseo sobrecogedor de impedir que Diana se marchara, sentarse en el coche a su lado y llevarla a un lugar tranquilo e íntimo en el que los
diferentes mundos de los que procedían dejaran de existir.
Pero… ¿para qué?
Para escucharla, para disfrutar de su conversación sin otro motivo. Sin segundas intenciones.
Ambos sabían que lo único que podían compartir eran unos momentos de intimidad sin futuro.
Era arriesgado y atrevido en lo referente a los negocios; a veces, incluso estaba dispuesto a arriesgar todo lo que había conseguido. Pero era mucho más circunspecto respecto a los asuntos personales; mantenía sus relaciones a un nivel superficial, con mujeres que se guiaban por las mismas reglas que él: divertirse y olvidar. Mujeres que comprendían que su futuro estaba escrito, que no había posibilidad de nada más profundo y permanente entre los dos. Mujeres a las que un coqueteo jamás les haría sufrir.
Diana Metcalfe no era una de esas mujeres.
Y él no la tomaba a la ligera.
Sin embargo, incluso cuando reconocía que debía anteponer el deber al placer, seguía queriendo oírla pronunciar su nombre, quería que le sonriera. No podía olvidar el aroma de su piel ni el dulce sabor de sus labios… ni la sonrisa que había dado paso a una sombra de tristeza en sus ojos.
Necesitaba estar centrado aquella noche si quería lograr el trato más importante de su carrera hasta la fecha; sin embargo, lo único en lo que podía pensar era en la desaparición del brillo de los ojos de ella. Y sabía quién era el causante.
Impulsivamente, alzó la tarjeta que tenía en las manos y percibió un ligero rastro de su aroma. Nada procedente de un frasco de perfume, sino algo cálido y femenino que era enteramente Diana Metcalfe.
Metió la tarjeta en el bolsillo y se pasó ambas manos por los cabellos. Debería llamar a James inmediatamente y decirle que llamara a Capitol Cars y les pidiera que les enviaran otro chófer al día siguiente. Quizá, si no la viera, podría quitársela de la cabeza.
Pero no podía hacerlo.
La mayor equivocación que había cometido no había sido besarla ni coquetear con ella, sino hablarle. Hablar con ella de verdad.
Había hablado con Jack Lumley; pero después de una semana en compañía suya, sabía lo mismo que si solo hubieran pasado un día juntos.
Diana no mantenía conversaciones educadas y vacías.
Diana Metcalfe era una mujer de extraordinaria naturalidad, no era artificial en lo más mínimo. Primero hablaba y después pensaba. No intentaba agradar. No poseía la cultivada educación que los Jack Lumley del mundo habían convertido en un arte.
No podía estropear la gran oportunidad de Diana y hacer que volviera a conducir un autobús lleno de niños cuando ella no había hecho nada malo.
Era él quien se había saltado las reglas y era él quien tenía que sufrir las consecuencias, pensó mientras veía el coche alejándose.
–Excelencia –dijo el maître mientras le conducía al comedor privado reservado para la discreta cena–, es un placer verle de nuevo por aquí.
–Lo mismo digo, Georges.
Y, mientras le seguía ascendiendo la amplia escalinata, se distanció voluntariamente de aquel mundo cosmopolita e internacional, recordándose a sí mismo su cultura y su futuro. Y lo demostró preguntándole a aquel hombre por su familia, sin mencionar a su esposa e hijas ya que eso, en el mundo árabe, sería un insulto.
–¿Cómo están sus hijos? –preguntó Zahir, lo mismo que habrían preguntado su padre y su abuelo.
* * *
Zahir había pensado en llamar a Diana a las once para decirle que se fuera a casa, pero se le había pasado. Cuando la vio esperándole delante de la puerta del restaurante, sabía que el subconsciente le había jugado una mala pasada. Y no podía evitar alegrarse.
No era soledad lo que necesitaba en ese momento, sino la compañía de alguien con quien compartir su entusiasmo.