La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding
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–A ninguna parte. ¿Le importaría dar una vuelta por la plaza conmigo?
Diana salió del coche, lo cerró y se reunió con él.
–No se ve ninguna estrella –dijo él alzando los ojos al firmamento–. La contaminación lo borra todo. Si estuviéramos en el desierto, sentiríamos como si pudiéramos tocar las estrellas extendiendo las manos.
–Debe de ser sobrecogedor –él la miró–. Quiero decir que…
–Sé lo que quiere decir –la interrumpió él–. Y tiene razón, es frío, vacío y despejado. Hay un absoluto silencio, un silencio sobrecogedor. Allí, uno se da cuenta de lo pequeño que es, de su insignificancia.
–¿No ha ido bien la reunión? –preguntó ella con preocupación.
–Mejor de lo que había esperado. Aparte de los cuatro que estábamos cenando, usted va a ser la primera persona en saber lo que el mundo sabrá dentro de dos días, que Ramal Hamrah va a tener sus propias líneas aéreas.
–Ah. Eso es extraordinario.
–Todo es extraordinario, solo cambian las cifras –Zahir la miró–. Cuando usted se compre su taxi de color rosa, también será extraordinario.
–Será un milagro –dijo ella con vehemencia–. Pero, si lo consiguiera algún día, le prometo que miraré a las estrellas y me haré la firme promesa de no volverme demasiado ambiciosa.
Zahir le tomó el brazo antes de volver a mirar al cielo.
–En Londres no las va a ver, Metcalfe. Aunque supongo que podría ir al Planetario.
–No necesariamente. En Londres, para ver las estrellas, no se mira hacia arriba, sino hacia abajo –él frunció el ceño y ella se echó a reír–. ¿No sabía que las calles de Londres no están pavimentadas con oro sino con estrellas?
–¿En serio?
Zahir miró al suelo y luego a ella.
–Es evidente que se me está escapando algo.
–Estamos en Berkeley Square, ¿no? ¿No ha oído nunca la canción? Es muy antigua.
Zahir rebuscó en su memoria.
–Creía que la canción trataba de un ruiseñor.
–¡La conoce!
–Me acuerdo de la música –él tarareó y ella sonrió.
–Casi –dijo Diana riendo–. Pero no habla solo del ruiseñor, sino de las estrellas también. Mi padre solía cantársela a mi madre y bailaban en la cocina mientras cantaban.
–¿En serio? ¿Así? –al instante, Zahir le rodeó la cintura.
Diana no podía creer lo que estaba sucediendo. Todavía había gente en la calle. Quizá, de no ir vestida con aquel uniforme, no se habría sentido tan ridícula.
–¡No! –rogó ella, pero Zahir le agarró la mano y, tarareando, comenzó a bailar–. Zahir… ¡Por el amor de Dios, ni siquiera sabe la música!
–¿No? ¿Cómo es?
El entusiasmo y la alegría de Zahir eran contagiosos y Diana, al final, acabó cantando. Se trataba de una canción que ya era antigua cuando sus padres la bailaban en la cocina. Era una canción que trataba de la magia del amor y de cómo era capaz de hacer realidad lo imposible. Hablaba de un Londres en el que los ángeles comían, los ruiseñores cantaban y las calles estaban pavimentadas con estrellas.
Fue cuando acabó la canción cuando Diana se dio cuenta de que habían dejado de bailar y estaban de pie junto al coche, Zahir la abrazaba.
Lo que más deseaba en el mundo era que él volviese a besarla.
Y, como si le hubiera leído el pensamiento, Zahir le alzó una mano y se la llevó a los labios.
–¿Lo oyes? –murmuró él–. El ruiseñor.
A Diana le costó lo imposible ignorar la suave caricia del aliento de Zahir en su mejilla, sus dedos entrelazados con los suyos, su cálida mano en la espalda… ignorar la magia del ruiseñor.
Le costó forzarse a recordar las palabras de Freddy: «Mamá, ¿vas a volver a casa antes de que me acueste?». Y su respuesta: «Estaré allí cuando te despiertes».
–No, señor –logró responder ella con una voz que le sonó extraña a sus oídos–. Me parece que aquí solo quedan jilgueros.
Con esas palabras quebró la frágil belleza del momento y el peligro pasó.
Zahir dio un paso atrás y, con la más seria de las sonrisas, comentó:
–Se me había olvidado, Metcalfe. Usted no cree en los cuentos.
Durante un momento, ella quiso negarlo. En vez de eso, dijo:
–Ni usted, señor.
–No, yo tampoco –Zahir volvió a rozarle los dedos con los labios y, sin más palabras, se dio media vuelta y comenzó a alejarse.
–¡Señor! –pero él no pareció oírla–. ¿Adónde va? ¡Zahir!
Sin detenerse, sin volverse, él respondió:
–Váyase a casa, Metcalfe. Voy a mi hotel.
–Pero…
Él se detuvo. Miró al cielo.
«Pero… ¿qué? ¿En qué estaba pensando?».
Como si fuera una respuesta a su silenciosa pregunta, Zahir se volvió y sus ojos se encontraron. Ella sabía qué era ese «qué».
Siempre lo había sabido.
Y la fuerza de esa mirada la asustó.
Lo que ocurría entre los dos era un deseo primitivo. No había inmunidad…
–¿Pero? –repitió Zahir con voz suave.
Sin pensar, Diana extendió la mano hacia él, implorándole con el gesto que volviera, que terminara lo que había empezado.
Lenta y deliberadamente, cerró la mano, pero sin apartarla, mientras Zahir daba un paso hacia ella.
Quizá fue el movimiento lo que rompió el hechizo…
–Va en dirección contraria –dijo Diana–. Tiene que tomar Charles Street. Luego Queen Street. Después Curzon Street.
–Eso lo ha aprendido en la guía de taxistas, ¿verdad?
–Sí. No… –sus ojos estaban en contacto aún. Ella apenas podía respirar–. Queen Street es solo de bajada, un taxi tendría que tomar Erfield Street.
Zahir le agarró un brazo con suavidad,