La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding
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–Belgravia, Mayfair… –Diana, incapaz de contenerse, sonrió mientras se abrochaba la chaqueta–. ¿Estoy soñando? No me lo puedo creer.
–Di, no te emociones. Y mantente en contacto conmigo, ¿de acuerdo? Si se presenta algún problema, quiero que me informes tú de él, no el cliente.
El jeque Zahir bin Ali al-Khatib aún estaba trabajando cuando el avión tomó tierra.
–Ya hemos llegado, Zahir –James Pierce recogió el ordenador portátil, se lo pasó a una secretaria y lo sustituyó por un paquete envuelto con papel de regalo.
Zahir frunció el ceño, tratando de recordar de qué se trataba. Cuando lo hizo, alzó la mirada.
–¿Has logrado encontrar lo que ella quería? –preguntó Zahir.
–Lo ha hecho una de las personas que trabajan para mí por Internet. Antiguo. Veneciano. Muy bonito. Estoy seguro de que le va a encantar a la princesa –respondió Pierce–. Su chófer de costumbre nos estará esperando, pero esta tarde tenemos un horario muy apretado. Si quiere llegar a la recepción a tiempo, tendrá que salir de la embajada a las siete menos cuarto.
Diana detuvo el coche en la zona de «Llegadas» del aeropuerto, se ajustó la gorra, se estiró la chaqueta del uniforme y se alisó los guantes de piel. Después, salió del vehículo y se quedó de pie junto a la puerta trasera de la limusina, lista para entrar en acción en el instante en que su pasajero apareciese.
El jeque Zahir al-Khatib, en contra de lo que el atuendo de su país y posición podían hacer imaginar, apareció envuelto en un traje occidental. No obstante, ella no tuvo ningún problema en reconocerle.
La sudadera gris, los pantalones vaqueros y los zapatos, que llevaba sin calcetines, eran deportivos, pero caros. El hombre, alto, desgarbado y de oscuros cabellos, parecía más una estrella de cine que un hombre de negocios; pero ni sus ropas ni su atractivo físico mermaban su aura de despreocupada arrogancia ni la aristocrática seguridad de un hombre acostumbrado a que su más mínimo deseo se cumpliera a rajatabla.
El paquete de color rosa que llevaba en las manos solo lograba realzar su autoritaria presencia.
Tenía que admitir que el jeque Zahir al-Khatib era un hombre peligrosamente guapo.
Él se detuvo brevemente delante de la puerta para darle las gracias a su acompañante, concediéndole a Diana unos segundos para recuperar la compostura y mantener la boca cerrada en vez de decir lo habitual en un caso así: «¿Ha tenido un buen viaje?».
No debía hablar.
No se trataba de una familia regresando de un viaje a Disneylandia e impaciente por contar lo bien que se lo habían pasado mientras se acomodaban en un minibús.
Lo único que se requería era un «buenas tardes, señor…».
No le resultó fácil. Había dos cosas que se le daban bien: conducir y hablar. Hacía ambas cosas con naturalidad; con una de ellas se ganaba la vida, con la otra se divertía.
Ya que casi siempre le daban a ella los trabajos en los que había niños y fiestas, trabajos en los que la charla fácil era una ventaja, no le resultaba un problema ser habladora. Pero comprendía que Sadie le diera un trabajo como aquel solo porque estaba desesperada.
Pero le demostraría a Sadie que podía hacerlo bien. Se lo demostraría a todos, se prometió a sí misma, a sus padres y a los vecinos de sus padres.
Esbozó una sonrisa acorde con el reglamento de la empresa mientras abría la portezuela del coche.
–Buenas tardes…
No le dio tiempo a pronunciar «señor».
Un niño, escurriéndose entre las puertas de la Terminal al poco de que lo hiciera su pasajero, echó a correr, pasando entre la puerta del coche y el jeque Zahir, al encuentro de la mujer que acababa de aparcar el coche detrás del suyo. Antes de que Diana pudiera decir nada, el niño le pisó los limpios zapatos y se topó de bruces con el jeque Zahir, lanzando el paquete rosa por los aires.
El jeque reaccionó a la velocidad del rayo y agarró al niño por la chaqueta para evitar que cayera al suelo.
Diana, cuyos reflejos también eran buenos, fue a agarrar los lazos del paquete.
Logró agarrar un lazo.
–¡Sí! –exclamó Diana triunfalmente.
Pero demasiado pronto.
–¡Nooooo!
El paquete se estrelló contra el suelo y sonó a cristal roto.
En ese momento, no pudo evitar pronunciar la palabra que le había prometido a Sadie que jamás volvería a pronunciar delante de un cliente.
Quizá, con un poco de suerte, el inglés del jeque Zahir no era lo suficientemente bueno como para comprender su significado.
–¡Eh! ¿Dónde está el fuego? –preguntó el jeque al niño mientras le ayudaba a mantener el equilibrio y a enderezarse.
La esperanza de Diana se vio frustrada. Solo un ligero acento sugería que la lengua materna del jeque no era el inglés.
–No sabe cuánto lo siento… –dijo la abuela del niño, el objeto de aquel atropello–. Por favor, deje que le pague por los daños que mi nieto haya podido causarle.
–No tiene importancia –respondió el jeque, rechazando la preocupación de la mujer con un gesto con la mano y una leve inclinación de cabeza.
Era todo un caballero, tuvo que admitir Diana mientras recogía los restos de lo que hubiera en el paquete.
Entonces, cuando se levantó, él se volvió hacia ella y aquello fue la perdición de Diana. Entonces recibió el impacto de aquella piel aceitunada y unos viriles ojos negros. Era la clase de hombre que podía hacer con una mujer lo que quisiera con solo una sonrisa.
Sin embargo, el jeque Zahir no estaba sonriendo, sino mirándola con ojos impenetrables.
Fue entonces, al intentar hablar, cuando Diana se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
–Lo siento –logró decir ella por fin.
–¿Que lo siente?
El desliz de su lengua. El no lograr rescatar el paquete.
Decidiendo que lo último era lo mejor…
–Siento que se haya roto.
Entonces, cuando él le quitó el paquete de las manos, Diana añadió:
–Me temo que está goteando.
Él bajó la mirada,