Justicia educacional. Varios autores
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9 Además de la temporalidad desde donde se posicionan las teorías de justicia, existe una pretensión de posicionamiento espacial de estas. Así, las discusiones sobre la justicia educacional van a posicionarse implícitamente en alguna esfera o niveles, ya sea en las bases institucionales del sistema educativo, en el acceso a la escuela, en las prácticas pedagógicas dentro de la escuela (schooling), o en la preocupación por el futuro de las/os estudiantes.
10 La noción de “desde abajo” de Power, se puede asemejar con la noción de pasado que toma este artículo. Es decir, tomar en cuenta lo que hay “abajo” podría pensarse como la consideración de aquellas posiciones heredadas del pasado.
PRIMERA PARTE
NORMALIDAD Y DIFERENCIA
NORMALIDAD, DIVERSIDAD, JUSTICIA Y DEMOCRACIA: UNA PROPUESTA DESDE LA EDUCACIÓN INCLUSIVA
ALFREDO GAETE, LAURA LUNA Y MANUELA ÁLAMOS1
INTRODUCCIÓN
Desde sus orígenes modernos, la escuela puede entenderse como un instrumento diseñado para inculcar normatividad en la población (Dubet, 2003; Luna y Gaete, 2019; Peña, 2015; Tiramonti, 2005). De hecho, el concepto mismo de lo normal en tanto lo socialmente esperable se instala en el imaginario de Occidente justo después de que el proyecto escolar se consolidara en Europa y Estados Unidos, durante los siglos XIX y XX (Ernst, 2006; véase también Hacking, 1990). A través de mecanismos como el reclutamiento y el mantenimiento (Spindler, 1987), los establecimientos escolares se dieron a la tarea de normalizar a los ciudadanos a la luz de los valores y las capacidades requeridos por las nuevas democracias, en particular los Estados-nación emergentes (para el caso chileno, véase Serrano, de León y Rengifo, 2012)2.
Pero además de este proyecto normalizador orientado al logro de un determinado perfil de egreso, la escolaridad moderna se lleva a cabo sobre la base de una “normalidad de entrada”, esto es, un perfil de ingreso, sostenido sobre la idea –bien difundida hasta hace muy poco– de que solo algunos miembros de la sociedad son educables. Se trata, naturalmente, de una agenda intrínsecamente inequitativa, incluso eugenésica (véase Baker, 2002), que entra en conflicto con la función democrática de la escuela y que, por lo mismo, desde la segunda mitad del siglo XX le ha valido a esta una serie de críticas, sobre todo porque después de tres siglos el proyecto escolar ha revelado ser un dispositivo que perpetúa la desigualdad social (Bourdieu y Passeron, 1981; Giroux, 1985; para el caso chileno, véase, por ejemplo, Rosas y Santa Cruz, 2013). Otra serie de críticas se ha levantado directamente hacia el perfil de egreso y la función homogeneizante de la escuela, sobre todo en lo que respecta a la “nacionalización” de la población (Chomsky, 2000; Díaz Arce y Druker, 2007; Gaete y Luna, 2019; Grignon, 1990; Hopenhayn, 2006; Tiramonti, 2005).
Es frente a esta serie de críticas y, también, frente al fracaso de las democracias modernas (Fraser 2000, 2008; Santos, 2002; Touraine, 1997, 2000; Taylor, 1997; 2002), que a fines del siglo pasado empieza a fraguarse un nuevo proyecto escolar orientado a transformar radicalmente el horizonte normativo de la escuela moderna: la educación inclusiva (Gaete y Luna, 2019). Este nuevo proyecto, que aspira a revertir los procesos de inequidad y homogeneización favorecidos por la escolaridad moderna y, en definitiva, a levantar una nueva forma de democracia, rechaza de plano la existencia de cualquier perfil de ingreso (cualquier distinción entre personas educables y no educables) y, al mismo tiempo y con igual fuerza, la hegemonía de un perfil de egreso único en virtud del cual todo estudiante deba ser moldeado. Muy por el contrario, a través de la institución del acceso universal a la educación y la promoción de una variedad indeterminada de formas de ser, todas igualmente válidas, el proyecto inclusivo intenta pavimentar el camino para la construcción de una sociedad en la que los valores democráticos puedan florecer genuinamente y ningún ciudadano quede excluido de la participación política equitativa.
El propósito de este capítulo es desarrollar en detalle la normatividad de esta nueva propuesta escolar, en particular las concepciones de normalidad, diversidad y democracia supuestas en ella. Esperamos mostrar además que la educación inclusiva es la vía regia para el desarrollo de un proyecto escolar orientado a la justicia educacional. Comenzaremos describiendo la normatividad que inspiró el proyecto escolar de la modernidad desde sus inicios, las dos formas de normalidad propugnados por este y un uso bastante particular del término “diversidad” asociado a ambas. Luego presentaremos el horizonte normativo de la democracia participativa, así como su conexión con otra forma bien distinta de entender la diversidad. Posteriormente, expondremos brevemente en qué consiste el proyecto inclusivo en educación tal como lo concebimos nosotros, a la luz de una propuesta que hemos defendido en otro lugar (Gaete y Luna, 2019), mostrando su profunda conexión con la democracia participativa. Finalmente, nos referiremos a la relación entre educación inclusiva y justicia educacional.
“NORMALIDAD” Y “DIVERSIDAD” EN EL PROYECTO ESCOLAR MODERNO
La idea de un perfil de ingreso, esto es, de una normalidad de entrada al sistema escolar, aparece desde los inicios mismos de la escuela moderna. El supuesto de base es que no todas las personas son “educables”, porque no todas tienen las capacidades o disposiciones requeridas para beneficiarse de la educación. Tal como apunta Baker (2002), “lo que distingue históricamente y en la actualidad a la educación escolar pública es que no es y jamás ha sido un lugar para todos los niños” (p. 680). Baker está pensando sobre todo en la discriminación por características cognitivas, pero está claro que esa no es la única fuente de exclusión. En Chile, por ejemplo, apenas unas décadas después del inicio del proyecto escolar, se generó un intenso debate respecto de si tenía sentido extender la instrucción primaria a los sectores más pobres, considerando, entre otras cosas, “la incuria de que está dominado el proletariado” (Serrano, de León y Rengifo, 2012, p. 90). Durante la primera mitad del siglo XX, Hazlitt (1934) diagnosticaba públicamente la supuesta ineducabilidad de las mujeres, y en Australia había serias dudas sobre la educabilidad de los indígenas (Grace y Platow, 2017).
Gracias al giro antisegregacionista iniciado por los movimientos integracionistas y consolidado posteriormente por el proyecto inclusivo en educación (Parrilla, 2002), en la actualidad existe amplio consenso de que prácticamente cualquier persona puede aprender en la escuela y es, por tanto, educable. Esto se ha traducido en la eliminación o cuasi eliminación del perfil de ingreso en los sistemas de educación pública de buena parte del mundo. Sin embargo, sigue presente la idea de que algunos niños, usualmente identificados por medio de alguna etiqueta, no son “normales”, en el sentido de que tienen “necesidades educativas especiales” y, por tanto, requieren de ayudas especiales para poder beneficiarse de la escolaridad. Es en este sentido del término “normal” que un profesor comentó, en el contexto de una investigación sobre formación inicial docente, que a él no lo habían preparado para educar a todos los niños sino solo a los “normales” (Gaete, Gómez y Bascopé, 2016); y en este mismo sentido un estudiante de pedagogía preguntó en un curso: “OK, OK, hemos hablado suficiente sobre los niños diversos; ¿cuándo empezaremos a hablar de los niños ‘normales’?” (Darling-Hammond, 2011, p. ix).
Así concebida, la normalidad apunta a un conjunto de características, habitualmente asociadas a ciertas capacidades físicas y mentales, que se espera que los estudiantes hayan desarrollado en cierto grado fuera de la escuela (por “maduración biológica” o porque “las traen de la casa” o por una combinación de ambas situaciones). Sin este desarrollo previo, la instrucción escolar tradicional es sencillamente