Justicia educacional. Varios autores
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La educación inclusiva consiste, en parte, en un cuestionamiento radical de esta normalidad. Pero antes de ahondar en eso, pongamos también sobre la mesa la otra normalidad presente en el programa escolar de la modernidad: la normalidad de salida, expresada en los perfiles de egreso (explícitos y “ocultos”) de los proyectos educativos. Se trata de un conjunto de características asociadas a capacidades y otras disposiciones (valores, creencias, actitudes, etc.) cuyo desarrollo no es ya requisito –como en el perfil de ingreso– sino meta u objetivo de la instrucción escolar. Esta normalidad, que actúa como el horizonte normativo que guía, en última instancia, la labor educativa de la escuela, ha sido construida, en buena medida, a la luz del ideal de ciudadano que nos heredó la democracia moderna (para un desarrollo de esta idea véase Gaete y Luna, 2019). Se espera, en virtud de ella, que la escuela discipline la mente (y por tanto el cuerpo) en una cierta dirección: que instruya en ciertos modos de pensamiento y lenguaje, que genere y fortalezca identidades (especialmente de nación, de género y de clase), que inculque valores democráticos, que desarrolle la capacidad de autorregulación, etc.; de modo que, como resultado del proceso de escolarización, todos los ciudadanos sean, en esencia, más o menos parecidos al ciudadano ideal o “normal”3. Y quienes no logran alcanzar los niveles mínimos aceptables en este proceso de homogeneización alrededor del ideal hegemónico, son etiquetados como “raros”, “excéntricos”, “desviados” o, sencillamente, “anormales”: las personas que no hablan “bien”, las que no se emocionan con las victorias políticas, económicas y deportivas de la nación, las que no valoran la democracia representativa y otros ideales políticos y epistémicos de la modernidad (la ciencia moderna, por ejemplo, o más bien la imagen de ella que se populariza en las escuelas), el hombre que no es “bien hombre” y la mujer que no es “señorita”, y un largo etcétera.
Hay, pues, dos clases de normalidad que operan en la escuela; o, dicho de otro modo, dos condiciones que una persona debe satisfacer para ser catalogada como “normal”, ambas relacionadas con el proceso de escolarización. Una es no tener “necesidades educativas especiales” (en esos casos no solo se postula al título de “anormal” sino incluso al de “subnormal”4); la otra, tener las disposiciones subjetivas y de acción acordes a la forma de vida prescrita en el horizonte normativo del programa escolar de la modernidad e inculcada en la población en buena medida a través de dicho programa.
Paralelamente a esta normalidad bipartita (de entrada y de salida), durante las últimas décadas se ha ido forjando en educación un uso semi-técnico del término “diversidad” para designar a todas aquellas personas y grupos que no califican como “normales” por alguna de las dos vías recién descritas. Se supone que así como hay dos normalidades, hay también dos diversidades, una de entrada y otra de salida. En la primera se ubican las personas con “necesidades educativas especiales”; en la segunda encontramos a quienes no tienen las disposiciones subjetivas y de acción que se esperaba que hubiesen desarrollado durante los años escolares. De ahí que el término “diversidad” se haya hecho prácticamente sinónimo de “alteridad” y “otredad” (véase Skliar y Téllez, 2008): el diverso es el otro, el que no se ajusta los parámetros de “nosotros, los normales”, sea en un plano cultural, psicológico, corporal, religioso, de género o, para decirlo de manera más general, en cualquier plano que sea relevante para el grupo que se identifica con ese “nosotros”. El estudiante de pedagogía (referido más arriba) que habla de los “niños diversos” en contraposición a los niños “normales” es un claro ejemplo de esta forma semi-técnica de usar el concepto de diversidad, asociada al perfil de ingreso; en lo que respecta al uso asociado al perfil de egreso, considérese, por ejemplo, cuando se habla de la “diversidad sexual” para referirse a las personas que no tienen una orientación sexual considerada “normal”5, o cuando la gente usa la expresión “diversidad cultural” pensando en uno o más grupos culturales específicos, distintos del grupo cultural dominante o “normal”. En estos y otros casos, la noción de diversidad se emplea para identificar a un segmento de la población que se aparta de la normalidad que el proyecto escolar moderno intenta producir y mantener en la sociedad. No es un mero marcador de diferencia, sino un identificador de alteridad con respecto al grupo de ciudadanos que detenta la normalidad; y, en esa medida, un dispositivo de exclusión.
Este uso semi-técnico del concepto contrasta fuertemente con el uso más propiamente técnico que tiene en ciencias naturales, cuando se habla de “diversidad biológica” o “biodiversidad”6. En este contexto, la diversidad es una característica que se predica de la totalidad del ecosistema. Apela a una concepción de la vida en general como fenómeno diverso y, en consecuencia, no se contrapone a ninguna normalidad: no es un grupo que se desvía de una norma, sino una característica del conjunto total de seres vivos. Es precisamente en esta línea que se entiende el concepto de diversidad desde el paradigma de la educación inclusiva: no como lo opuesto a la normalidad, sino como un rasgo de las sociedades humanas en general; y, al igual que la biodiversidad, un rasgo en un sentido no meramente descriptivo sino también normativo o valorativo, tal como mostraremos en breve. También nos referiremos a la importancia de hacer esta consideración conceptual.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA, IGUALDAD Y DIVERSIDAD
En contraste con una sociedad en la que hay una normalidad establecida de la cual ciertas personas y grupos se desvían en mayor o menor grado, podemos pensar en una sociedad en la cual la heterogeneidad es la norma. Esto no significa que la normalidad no exista, por cierto, pero sí que no tendría sentido predicarla de personas o grupos específicos: una propiedad de la sociedad en su conjunto. Se trata de una normalidad de la que nadie puede “desviarse”, toda vez que prescribe un espacio de libertad para que cada persona y cada cultura desplieguen plenamente su originalidad. Lo normal, en este escenario, no es pertenecer o parecerse a un determinado segmento privilegiado de la ciudadanía, sino ser el que uno es.
Para hacer realidad este ideal social se requiere, por cierto, que haya una estructura política que permita y fomente la diversidad de formas de vida y la libertad que ello implica. Pero al mismo tiempo y con la misma intensidad es necesaria la existencia de una igualdad fundamental que resguarde, entre otras cosas, que las múltiples posibilidades de autorrealización no se vuelvan exclusivas de un grupo privilegiado de ciudadanos7. Si la diversidad va a ser genuinamente la norma, la institucionalidad debe garantizar el acceso equitativo a la posibilidad de vivir la propia identidad. Sin esta igualdad fundamental entre todos los ciudadanos, la valoración de la diversidad es falsa y puede conducir, por ejemplo, al circo del multiculturalismo neoliberal (Kymlicka, 2013) o a una inclusión falaz que no va más allá de meras declaraciones de intención política (para un estudio etnográfico de cómo se manifiesta esto en la práctica escolar en Chile, véase Luna y Gaete, 2019).
Esta sociedad que estamos imaginando, en la que igualdad y diversidad conviven en su justa medida para permitir la participación política equitativa universal en un contexto institucional en el que cada ciudadano tiene derecho a ser quien es, es exactamente el negativo de las sociedades que se desarrollaron durante los últimos tres o cuatro siglos al alero del horizonte normativo de la democracia representativa moderna. En efecto, mientras la primera promulga la existencia de ciudadanos diferentes en un marco de igualdad social y política, las segundas acabaron produciendo, para usar las palabras de Touraine (2000), “individuos similares pero no iguales” (p. 10). Se trata de democracias “de baja intensidad”, basadas “en la privatización del bien público por élites más o menos limitadas, en la distancia creciente entre representantes y representados y en una inclusión política abstracta hecha de exclusión social” (Santos, 2002, p. 25), cuyo máximo fracaso consiste en no haber podido articular los ideales democráticos de igualdad y libertad, y en la consecuencia inevitable de ello: la proliferación de la exclusión en las sociedades (Gaete y Luna, 2019).