Justicia educacional. Varios autores
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Esta “nueva democracia”, que a principios del presente siglo comienza a ser descrita como “democracia participativa”, se presenta como un esfuerzo por generar formas de participación política más directa que puedan “transformar los arreglos institucionales hegemónicos de la democracia representativa” (Pedraza, 2015, p. 75). Se trata, por tanto, de instituir una nueva normatividad, “una normatividad poscolonial imaginaria en la cual la democracia, como proyecto de inclusión social y de innovación cultural, es el intento de institución de una nueva soberanía democrática” (Santos, 2002, p. 48; véase también Canto Saenz, 2016; Cortina, 1993; Subirats, 2005). Es esta nueva normatividad la que, en abierta contraposición a la normalidad de entrada y de salida que heredamos de las democracias modernas, instituye la diversidad como parámetro de lo normal. Pero –por lo mismo– no la diversidad entendida como otredad respecto de un “nosotros” hegemónico (esa diversidad no es parámetro sino desviación de la normalidad). La diversidad sobre la cual se construye una democracia participativa es aquella que se predica de la humanidad en su conjunto cuando se dice que cada persona es única e irrepetible.
Es esta diversidad, concebida no como anormalidad sino como ideal político, como norma social, la que la democracia participativa aspira a instituir y mantener a partir de la creación de una estructura política que no deje a ningún ciudadano excluido de la posibilidad de realizar su propia identidad. De ahí que en el marco de este proyecto político la diversidad sea, al mismo tiempo, un hecho y un valor: existe y es buena. En consecuencia, debemos promoverla, no solo aceptarla o “tolerarla”, en un marco político de equidad fundamental entre los ciudadanos8. Debemos organizar nuestras instituciones a la luz de este ideario; y eso implica, entre varias otras cosas, educar a la ciudadanía para ello. La educación inclusiva apunta precisamente a esto. Por eso hemos afirmado que el proyecto escolar moderno es a la democracia moderna lo que la escuela inclusiva a la democracia participativa (Gaete y Luna, 2019).
LA EDUCACIÓN INCLUSIVA
El proyecto inclusivo en educación surge como reacción al proceso de homogeneización inequitativa favorecido por la escolaridad moderna; en particular, busca reemplazar la normalidad (de entrada y de salida) de dicha escolaridad por un nuevo horizonte normativo, en el cual la diversidad se valora en un marco de equidad social (véase, entre muchos otros, Aguerrondo, 2008; Ainscow, 2004; Casanova, 2011; de la Puente, 2009; Escribano y Martínez, 2013; Escudero y Martínez, 2011; Florian, 2008; Gerschel 2003; Lipsky y Gartner, 1996; León, 2012; Parrilla, 2002; Thomas, 1997; Thomas y Loxley, 2007; Thomazet, 2009; Unesco, 2004). Veamos esto con mayor detalle.
En lo que respecta a la normalidad de entrada, la inclusión se opone categóricamente a la existencia de perfiles de ingreso, en el entendido de que todos los ciudadanos deben tener acceso a la escolaridad. Eso quiere decir, en primer lugar, que una escuela inclusiva no puede tener mecanismos de selección de estudiantes: la educación inclusiva es educación para todos (Ainscow y Miles, 2008; Florian, 2008; Parilla, 2002). Después de todo, la selección de estudiantes favorece la inequidad social y conduce a la homogeneización del aula. Tampoco puede una escuela inclusiva suponer que algunos estudiantes necesitan ayudas “especiales” para poder aprender. Desde la óptica inclusiva, “una enseñanza eficaz es una enseñanza eficaz para todos los alumnos” (Ainscow y Miles, 2008, p. 25; véase también Florian, 2008). Esto significa ir mucho más allá de una mera extensión del acceso a la escuela, hacia el desarrollo de una pedagogía que asegure que ningún ciudadano quede imposibilitado de aprender y participar en la sociedad.
Por lo mismo, la inclusión impone a la educación un marco epistemológico desde el cual el así llamado “fracaso escolar” debe ser explicado no en virtud de las características personales de los estudiantes sino a partir del análisis de las barreras para el aprendizaje y la participación con que los sistemas educativos producen y mantienen la exclusión (Ainscow y Miles, 2008; Booth y Ainscow, 2002; Echeita, 2007; Florian, 2008). Este marco favorece una pedagogía centrada en la facilitación de oportunidades de aprendizaje para todos los estudiantes a través de actividades en las que nadie queda excluido de la participación. De ahí que, desde la óptica inclusiva, es la enseñanza la que debe adaptarse a las características de los niños (más que los niños a la enseñanza, como ocurre en la escolaridad tradicional). Independientemente de las diferencias físicas, psicológicas, culturales o de cualquier otra índole que pueda haber al interior del estudiantado, todos tienen derecho a participar de manera equitativa en los procesos de aprendizaje. Más aún: desde una perspectiva inclusiva, esas diferencias son recursos para el aprendizaje. La diversidad se valora, pues, no solo a nivel ético-político, sino también a nivel pedagógico propiamente tal9. (Más adelante explicitaremos cómo esto se conecta con la búsqueda de justicia educacional.)
En cuanto a la normalidad de salida, la educación inclusiva, también en línea con el marco político que la motiva, promueve la existencia de una variedad de formas de vida en un marco de igualdad socio-política, de modo que ninguna de esas formas pueda arrogarse mayor validez que otra ni, mucho menos, la representación exclusiva de lo normal. Lejos de la normatividad promulgada por la escolaridad moderna, la inclusión propone un horizonte normativo orientado hacia la construcción de una sociedad en la que lo normal esté dado por la valoración de la diversidad y el rechazo de la inequidad. En tanto instrumento al servicio de estos ideales de la democracia participativa, una escuela inclusiva debiese ofrecer a sus estudiantes una multiplicidad indefinida de alternativas para “ser normal”. Porque solo un contexto normativo con esas características ofrece a cada estudiante la posibilidad de autorrealizarse, de desarrollar su unicidad, su diferencia, su propia identidad.
Este aspecto de la normatividad inclusiva también tiene una consecuencia epistemológica, a saber, que ninguna forma de conocimiento puede reclamar supremacía sobre las demás. En concordancia con los desarrollos epistemológicos de finales del siglo pasado y principios de este, una escuela inclusiva debe reconocer y validar equitativamente los distintos saberes que los estudiantes, al igual que sus familias, traen al espacio escolar. Desde esta perspectiva, el profesor, lejos de ser portador de la verdad o del único conocimiento legítimo, es también aprendiz, y permite que la comunidad educativa se enriquezca de los saberes que trae cada uno de sus miembros desde el contexto familiar o local del que es originario. Por esto, y también por su concepción de la educación como un dispositivo emancipatorio, vemos en la pedagogía de Paulo Freire (1973) un movimiento precursor de la educación inclusiva. Asimismo, nos parece que muchas propuestas educacionales contemporáneas organizadas sobre el principio de equidad epistémica, que no suelen presentarse explícitamente como parte del proyecto inclusivo, podrían perfectamente ser consideradas de ese modo; por ejemplo, el excelente trabajo iniciado por González, Moll y Amanti (2006) sobre los “fondos de conocimiento”, o la propuesta de Díaz y Druker (2007) sobre democratización de la escuela, entre otras10.
A la inversa, hay en la actualidad una variedad de propuestas educacionales que, para usar la expresión de Slee (2018), han colonizado el concepto de educación inclusiva para perseguir fines políticos, epistémicos y pedagógicos bien distintos a los aquí descritos. Pese a que se describen abiertamente como “inclusivos”, algunos de estos intentos no solo se alejan de la normatividad propia de la democracia participativa sino que avanzan directamente en su contra, generando espacios escolares que en definitiva perpetúan la agenda inequitativa y homogeneizadora de la escolaridad moderna. Es precisamente en este contexto supuestamente inclusivo que ha proliferado el uso semi-técnico del concepto de diversidad como alteridad o anormalidad. En virtud de esta lamentable confusión conceptual, se han levantado dudas respecto de la pertinencia o deseabilidad del proyecto inclusivo en educación. Se ha dicho, por ejemplo, que “la inclusión educativa tiene sus orígenes en una tradición ligada a la educación especial y que proviene de una visión positivista de la realidad”, y que esto “tiene una serie de efectos al abordar el concepto de diversidad en el aprendizaje y la enseñanza de los sujetos, legitimando el concepto