Justicia educacional. Varios autores
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En suma, la educación inclusiva puede describirse como un proyecto político, epistemológico y pedagógico que contiene esencialmente, pero al mismo tiempo trasciende largamente, la idea de que toda persona es educable y debe tener acceso a la escolaridad. Esa idea es solo el punto de partida (fundamental, sin duda) de un proyecto mucho más ambicioso que comprende también el reemplazo de nociones explicativas estigmatizadoras y/o esencialistas (tales como, por ejemplo, el concepto de necesidades educativas especiales) por la detección y el desmantelamiento de barreras para el aprendizaje y la participación. Además, este trabajo epistémico-pedagógico orientado a transformar radicalmente la normalidad de entrada del proyecto escolar moderno se extiende hacia la transformación de su normalidad de salida y, con ello, se inscribe como dispositivo social para la producción de condiciones tanto estructurales (institucionales) como agenciales (individuales) para el florecimiento de una nueva democracia, en la que la igualdad no degenere en homogeneización y la diversidad no degenere en desigualdad.
Por último, cabe señalar que de ningún modo el proyecto inclusivo debe pensarse como reducido únicamente a la escuela: también la educación de párvulos y la educación superior o posescolar pueden y deben abordarse desde una mirada inclusiva (atendiendo a las particularidades de cada caso, por supuesto). Pensando en lo primero es que, por ejemplo, desde hace algunos años se ha intentado posicionar el concepto de barreras para el aprendizaje, la participación y el juego (Booth, Ainscow y Kingston, 2006). Respecto de lo segundo, cabe señalar que en el debate internacional se ha venido instalando con fuerza la idea de que la educación superior o, de modo más general, la educación durante toda la vida es un derecho universal (véase, por ejemplo, McCowan, 2012; Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2015). Recientemente, un estudio realizado por el Centro Universitario de Desarrollo CINDA, que agrupa diversas universidades chilenas, introduce el concepto de “barreras para el aprendizaje y la participación” también en el contexto de la educación superior, abogando por la necesidad de un enfoque de derecho que busque en este nivel educativo la “transformación de la cultura institucional para posicionar los temas de valoración de la diversidad, equidad y justicia social” (Lapierre et al., 2019, p. 55).
EDUCACIÓN INCLUSIVA Y JUSTICIA EDUCACIONAL
La expresión “justicia educacional” suele usarse de dos maneras. Por una parte, se dice que se hace justicia educacional cuando a un conjunto de ciudadanos que no ha tenido la posibilidad de acceder a una educación de calidad se le permite dicho acceso. Por otra parte, y de manera más amplia, se puede decir que se hace justicia educacional cada vez que se revierten injusticias sociales por medio de la educación; por ejemplo, cuando gracias a la implementación de una política educacional se logra que un grupo de ciudadanos tenga acceso a condiciones socioeconómicas o niveles de participación política que se consideran más justos, o cuando el curriculum escolar incorpora dentro de sus objetivos el desarrollo de una conciencia crítica capaz de detectar la injusticia social.12 Este uso es más amplio en el sentido de que, en cierta forma, el otro uso está contenido en él, toda vez que el acceso universal a la educación es en sí mismo un asunto de justicia social (y, por tanto, cualquier paso hacia esa universalidad es un avance en materia de justicia social). Como sea, el argumento que queremos desarrollar a continuación es que la educación inclusiva es, en principio, el proyecto educativo más idóneo para hacer justicia educacional en los dos usos que tiene esa expresión.
Partamos por el uso más reducido: la justicia educacional en tanto extensión del acceso a la educación de calidad a toda la población. Desde luego, esto es un acto de justicia solo si se considera que la educación de calidad es un derecho universal. Pues bien: en ninguna otra concepción de la educación está esta idea plasmada de manera tan profunda como lo está en la educación inclusiva. En efecto, y teniendo en cuenta lo dicho hasta ahora, podemos afirmar que la educación inclusiva consiste, en parte, en un rechazo categórico de cualquier restricción al acceso equitativo de todos los ciudadanos a la mejor educación posible. El derecho universal a la educación de calidad está en el ADN del proyecto inclusivo. De ahí que en muchos países ese acceso universal comenzó a buscarse en forma genuina solo después de que la inclusión penetrara la política educativa (véase Parrilla, 2002). En Chile, en particular, el primer gran paso en esta dirección –hacia la erradicación definitiva de los perfiles de ingreso de los establecimientos escolares– se ha dado justamente con la promulgación de la Ley de Inclusión, que intenta terminar con un sistema educacional selectivo cuyos orígenes pueden rastrearse hasta la fundación misma del Estado (véase Serrano, Ponce de León y Rengifo, 2012).
En lo que respecta a la justicia educacional en tanto justicia social a través de la educación, la educación inclusiva aparece, de nuevo, como una alternativa educacional diseñada especialmente para eso. Esto se debe a que el proyecto político desde el cual se nutre la normatividad de la educación inclusiva –la democracia participativa, tal como la caracterizamos más arriba– aspira a la construcción de una sociedad en la que el logro de la plena ciudadanía pasa por un conjunto de derechos cuyo ejercicio depende, en cierta medida, de la educación. En esta línea, en su discusión sobre el concepto de educación inclusiva Ainscow y Miles (2008) nos recuerdan, citando a Osler y Starkey, que la lucha por el derecho a la educación puede ser considerada como parte de la lucha por la ciudadanía. La plena ciudadanía depende no solo de haber alcanzado el derecho a la educación, sino un cierto número de derechos que se ejercen en y a través la educación. Por esto el derecho a la educación resulta crucial en la lucha por la ciudadanía. Solo cuando la escolaridad se hace accesible, aceptable y adaptable a las necesidades de los educandos puede ejercerse el derecho a la educación (p. 49).
Este punto expresa no solo “la fuerte relación conceptual y moral existente entre la inclusión y la educación para la ciudadanía democrática” (p. 49), sino también una concepción de la educación como factor clave en la constitución de una sociedad justa. Naturalmente, queda por aclarar qué quiere decir que una sociedad sea justa, toda vez que esto es un tema sobre el cual no hay pleno consenso (véase, por ejemplo, Clark, 2006; Heybach, 2009). A nuestro juicio, dos condiciones necesarias para la justicia social son la equidad y el respeto por la diferencia y, en consecuencia, las políticas de redistribución y reconocimiento (en el sentido de Fraser, 2000, 2008) son cruciales para avanzar en materia de justicia. Pero estos dos ejes de acción para la justicia (equidad/redistribución y reconocimiento/diversidad) son asimismo dos elementos fundamentales dentro de una democracia participativa y, por tanto, parte constituyente de la normatividad inclusiva. Alrededor de estos dos ejes se articula, pues, la propuesta educacional de la inclusión.
En suma, la educación inclusiva es, por diseño, un movimiento hacia la justicia educacional en cualquiera de los dos usos frecuentes de esa expresión. Tal como apunta López (2013), “en el mundo de la educación hablar de inclusión es hablar de justicia” (p. 262). Desde luego, es perfectamente posible que escuelas y otros establecimientos educacionales que se describen a sí mismos como “inclusivos” no logren, en la práctica, realizar el ideal de justicia que supuestamente los motiva. Tal vez las acciones realizadas no fueron las más apropiadas para producir los resultados esperados; tal vez no había un compromiso genuino con la inclusión (véase, por ejemplo, Luna y Gaete, 2019). En cualquier caso, sigue