Amor inesperado. Elle Kennedy
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Nuestra temporada entera depende de este partido.
Si perdemos…
«No perderéis».
Le hago caso a la confiada voz que suena en mi cabeza y accedo a la confianza que he cultivado desde que era un niño que jugaba a hockey para críos. No se puede negar que mi talento despuntó muy pronto. Pero el talento y el potencial no significan nada sin disciplina y fracasos. Debes perder para que las victorias tengan significado. Ya me han derrotado en algunos partidos, que contaban para los rankings y con los que podría haber conseguido varios trofeos. Las derrotas no deben machacarte la confianza, sino que tienes que forjarla a partir de ellas.
Pero hoy no perderemos. Somos el mejor equipo de la liga. Quizá hasta el mejor del país.
El tren llega a la estación hacia las nueve y, como esta mañana no llueve, camino hasta casa en lugar de pedir un Uber. Respiro el aire fresco de primavera e inhalo el familiar aroma a sal, pescado y algas. Gloucester es un pueblo de pescadores, el puerto marítimo más viejo del país, por lo que no puedes dar cinco pasos sin ver un faro, un barco o algo náutico. Paso por delante de tres casas con decoraciones de anclas en las puertas de entrada.
La casa de dos plantas donde crecí se parece a la mayoría de las edificaciones vecinas construidas en fila en las calles estrechas. Tiene la fachada blanca, un tejado inclinado y un bonito jardín delantero del que mi madre se ocupa con regularidad. El jardín trasero es todavía más impresionante, evidencia de su buena mano con las plantas. La casa es pequeña, pero solo vivimos nosotros tres, así que siempre hemos tenido espacio más que suficiente.
Me suena el teléfono mientras me acerco al porche. Es Hazel. Me detengo para contestar a la llamada, porque se supone que vendrá al partido de esta tarde.
—Ey —la saludo—. ¿Todavía tienes pensado venir a Cambridge luego?
—Jamás. Antes muerta que traicionar a mi universidad.
—Anda, cállate. Ni siquiera te gusta el hockey. Vienes como amiga, no como fan.
—Perdón, sí, claro que voy a ir. Es que es divertido simular que tenemos una rivalidad enorme. Una relación prohibida, ya sabes. Bueno, una amistad —corrige.
—No hay nada de prohibido en nuestra amistad. Todo el mundo sabe que eres mi mejor amiga y a nadie le importa.
Hace una pequeña pausa.
—Cierto. Entonces, ¿qué haces ahora? Si quieres pillo el coche y pasamos el rato antes del partido.
—Estoy a punto de entrar en casa de mis padres. Mi madre me está haciendo un desayuno especial de día de partido.
—Oh, ojalá me hubieras avisado. Habría ido contigo.
—Ya, claro. Te tendrías que haber levantado antes de las ocho. Un sábado.
—Lo habría hecho —protesta.
—«El mundo no existe antes de las nueve de la mañana». Es una cita tuya, Hazel —me río.
—¿Y qué haremos para celebrar tu victoria de hoy? Oh, ¿qué te parece ir a cenar fuera?
—¿Tal vez? Aunque seguro que los chicos querrán salir de fiesta. Ah, y tengo que estar en un sitio a las diez. Puedes venir, si quieres.
—Depende de lo que sea.
—¿Te acuerdas de Danny Novak? Su banda toca en la ciudad esta noche. Es su primer concierto, así que le prometí que iría a verlos.
Danny era uno de mis compañeros de equipo en el instituto. Es una de las personas que mejor maneja el palo de hockey. Y esa destreza con las manos también le sirve para la guitarra. Nunca podía elegir entre qué le gustaba más: si el hockey o la música.
—¿Qué tipo de música tocan?
—Heavy metal.
—Uf. Mátame —suspira Hazel—. Te lo confirmo luego, tío, pero de momento mi respuesta es un no provisional.
Me río.
—Te veo luego, ¿vale?
—Sí. Saluda a tus padres de mi parte.
—Eso haré.
Cuelgo y entro por la puerta principal, que no está cerrada con llave. Dejo la chaqueta de hockey en el recibidor, colgada de uno de los ganchos metálicos para los abrigos que tienen forma de ancla, de qué si no.
—¿Mamá? —la llamo mientras me desato los cordones de las botas.
—¡Hola, cielo! ¡Estoy aquí dentro! —Su saludo me llega desde la cocina, junto con el aroma más delicioso.
El estómago me gruñe como un oso furioso. He pensado en este desayuno durante toda la semana. A algunos chicos no les gusta ponerse las botas los días de partido, pero a mí me pasa lo contrario. Si no tomo un desayuno descomunal, me siento débil y poco preparado.
En la cocina, encuentro a mamá frente a los fogones con una espátula de plástico roja en la mano. La sensación de hambre se intensifica. Joder, sí. Está haciendo torrijas. Y beicon. ¿Y eso son salchichas?
—Hola. Huele de maravilla. —Me acerco a ella y le planto un beso en la mejilla. Entonces, alzo las cejas—. Bonitos pendientes. ¿Son nuevos?
Con la mano libre, hace girar la perla brillante sobre el lóbulo derecho entre el pulgar y el dedo índice.
—¿A que son preciosos? ¡Tu padre me dio una sorpresa el otro día! Nunca había tenido unas perlas tan grandes.
—Ha hecho bien, papá.
Rory Connelly conoce el secreto para tener un matrimonio sano. Una esposa feliz significa una vida feliz. Y no hay nada que haga más feliz a mi madre que las alhajas brillantes.
Se gira hacia mí. Con el pelo oscuro recogido en una coleta elegante y las mejillas rosadas por el calor de los fogones, no aparenta tener cincuenta y seis años. Mis padres me tuvieron cuando estaban en la treintena, y siempre se refiere a sí misma como «madre madura». Pero no lo parece para nada.
—Hazel te manda saludos, por cierto. Acabo de hablar con ella.
Mamá da una palmada de alegría.
—Oh, dile que la echo de menos. ¿Cuándo vendrá a visitarnos? No estuvo durante las vacaciones.
—No, este año le tocaba pasarlas en casa de su madre. —Los padres de Hazel se divorciaron hace unos años. Su padre todavía vive en Gloucester, pero su madre ahora vive en Vermont, así que alterna las