Ante el silencio y la oscuridad. Carmen Orellana
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Más tarde me enteré de que la abuela estaba embarazada de su primer hijo, Jacobo, que nació en Granada el 3 de julio de 1898. Me imagino el impacto que supuso ese embarazo en aquella época, en la que su respetabilidad como maestra estaba en juego y, por añadidura, en una ciudad en la que se encontraba totalmente sola.
«Ese año pasó a la historia por la pérdida de Cuba. En el Tratado de París de 1898 España cedió Puerto Rico, Guam y Filipinas a Estados Unidos, mientras que concedía la independencia a Cuba. La necesidad de obtener capital para mitigar aquel severo revés económico obligó a intentar reponer las arcas del Estado con la venta adicional a Alemania de las islas Palaos, Carolinas y Marianas. Esta guerra costó a España 55.000 vidas. Los periódicos no relataban la gravedad de la situación, pero la preocupación de los españoles era muy grande.
Debido a todo lo que estaba aconteciendo, hubo un resurgimiento intelectual muy crítico y apareció la famosa generación del 98. Yo no sabía que más adelante iba a conocer a muchos de los intelectuales que la integraban, como Miguel de Unamuno y Antonio Machado.
Nació tu tío Jacobo y Carmen siguió trabajando. Su primer gesto de compañera abnegada fue el de insistir en que yo dejara mi trabajo y me dedicara a estudiar para sacarme el título de bachiller, que tanto anhelaba. Obtuve mi diploma de bachiller el 6 de julio de 1899, justo un año después del nacimiento de tu tío».
Viaje a Estocolmo
(1921)
Yo salía del colegio a las doce y regresaba a las tres, después de comer. Estaba muy próximo a mi casa. Desde que había llegado el abuelo —¡una novedad tan importante en la familia!— no me entretenía con las amigas. Estaba deseando verle para que me contara sus historias. Siempre había algo que despertaba en mí un enorme interés. Me hablaba de un mundo desconocido.
Allí se encontraba, fiel a la cita, escribiendo en su máquina Underwood o leyendo. Ya no tenía mesa de despacho ni ventanal con vistas al jardín. Compartíamos la mesa del comedor. Yo hacía mis deberes a su lado.
«¿Sabes que un día estuve a punto de ahogarme en el mar Báltico? Estaba en Dinamarca y tenía que coger el transbordador que me iba a llevar a Suecia. En Suecia tenía una entrevista con un mecenas. Era un sueco que contaba con una fortuna considerable. Ayudaba anualmente con sumas muy importantes a proyectos de desarrollo en la Escuela de Sordomudos. Lo había conocido a través de revistas dedicadas a proyectos educativos. Asimismo, en Holanda tenía otro mecenas, con el que he mantenido una gran amistad hasta su muerte, acontecida hace dos años. Precisamente, cuando vino tu hermana a Bruselas acababa de regresar yo de un viaje a Holanda; había ido a visitarlo y, tristemente, fue la última vez que le vi.
Pero volvamos al transbordador. Cuando este empezaba a separarse del muelle lancé la maleta y detrás fui yo. Al saltar resbalé y quedé colgado del borde. Rápidamente dos enormes brazos escandinavos me alzaron con fuerza. ¡Creí morir! No sé nadar y el mar creo que estaba a una temperatura heladora, ya que era el mes de abril y hacía todavía un frío considerable. Por un momento pensé que allí acababa mi vida. Fueron instantes intensos. Es una gran suerte que los vikingos sean una raza de envergadura.
Yo me comunicaba con todo el mundo en francés. En aquella época la Europa culta hablaba en esa lengua; de hecho, en Rusia, antes de la revolución, era el idioma de los aristócratas e intelectuales. El ruso solo lo hablaban los campesinos y siervos.
Para mí era muy importante conseguir ayuda económica para el Colegio de Sordomudos. En aquellos momentos empezábamos a colaborar con la Institución Libre de Enseñanza, que asimismo nos ayudaba. Te hablaré muy pronto de la Institución. ¿Sabes que conocí a Giner de los Ríos? Fue su fundador. Aquí tengo todos mis documentos, cartas y diplomas. Una vida entera llena de recuerdos…».
Burgos (1900)
Barcelona (1902-1904)
La abuela tenía mucho sentido artístico; dibujaba de maravilla y después reproducía sus dibujos en bordados. Mi hermana y yo tenemos bordados en seda natural, hechos con hilos de seda importados de China, de una finura extraordinaria.
«Estuvimos viviendo en Granada hasta 1900. Como yo había pedido excedencia para sacarme el título de bachiller, el único lugar donde conseguimos plaza los dos fue en Burgos y allí nos trasladamos. En nuestra vida volvimos a pasar tanto frío; se helaban por la noche los orines en la bacinilla. Encima de las mantas teníamos que poner mi capa, que era una prenda de mucho abrigo, confeccionada en paño de lana muy grueso. Jacobo se había quedado con mis padres en espera de que al siguiente año pudiéramos organizar mejor el trabajo y la atención de nuestro pequeño. Eugenio, tu padre, nació el 3 de abril de 1902. Habíamos ido a un cortijo de la familia en Córdoba.
Nuestro siguiente destino concedido a los dos fue Barcelona. Tu abuela era huérfana; por eso acudimos a Córdoba para estar acompañados hasta la toma de posesión de nuestras respectivas plazas. Tu padre nació ochomesino y delicado; en realidad, fue delicado toda su vida. Los calores de Córdoba le producían diarreas y tenía peligro de deshidratación. El médico nos aconsejó que anticipáramos nuestro traslado con un niño de tres años y otro recién nacido.
Los trenes de aquella época tardaban más de veintiocho horas entre Córdoba y Barcelona. Nunca se sabía cuándo llegarían. Carmen estaba verdaderamente angustiada por la salud de Eugenio y el viaje parecía que nunca iba a acabarse. Yo había ido un mes antes para buscar alojamiento y les tenía preparado lo que sería nuestro hogar hasta 1904, fecha en la que tu abuela aprobó la oposición para la Escuela Normal de Madrid. Viajó a Barcelona acompañada por una chica de servir, que le ayudaba con los pequeños: el cambio de pañales, la comida… Tenían que bajar en las estaciones para conseguir agua potable. Carmen lo recordaba como una terrible pesadilla. Pero al fin llegaron. Nuestro hogar se encontraba en el paseo de San Juan, próximo a la plaza de Tetuán.
Una vez en Barcelona, tuvimos que buscar un ama de cría para Eugenio, ya que la abuela no iba a poder compaginar el trabajo con la lactancia. Para poder acudir al trabajo dependíamos de la chica de servicio y del ama de cría. Carmen dejaba a sus pequeños en manos desconocidas. Muchos días bajaba la escalera llorando si, por un casual, Eugenio no había pasado buena noche, estaba indispuesto o tenía fiebre.
Así conoció a doña Josefina, la esposa de un conde inglés. Ella y su marido habían tenido un palacete en Mahón, pero se vieron obligados a venderlo porque estaban arruinados. Vivían de las rentas que les producía el edificio, que les pertenecía por completo. El conde había participado en safaris en África y en una ocasión le trajo a su esposa un tigre bebé. Lo cuidaron como un gatito y se comportaba como tal, pero un día que doña Josefina se encontraba sola quiso atacarla. Tuvo que encerrarse en una habitación y cuando llegó el conde logró reducirlo y se vio obligado a regalarlo al zoológico.
Doña Josefina no tenía hijos, era su gran pesar, y al ver llorar a tu abuela la tranquilizó. A partir de aquel momento, hasta que nos trasladamos a Madrid estuvo muy pendiente de los dos pequeños».
Mi padre le tenía un gran cariño. Yo recuerdo ir a visitarla con él de niña. Ya viuda, vivía con una hija que habían adoptado. Seguía residiendo en la misma vivienda donde la conocieron los abuelos. Sentada en un sillón, muy erguida, con un moño al estilo de principios de siglo. Era muy cariñosa y me permitía tocar su piano. Tenían un loro que no paraba de parlotear.
«Mientras tu abuela preparaba