Pietro y Paolo. Marcello Fois
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Seguidamente se giró hacia el guardarropa para sacar la capa gruesa. Aún no era de día. Su madre, en el recibidor, con la lámpara en la mano, le parecía muy pequeña. Pero no indefensa. Había afrontado con gran determinación el apocalipsis de su familia, y con idéntica determinación afrontaba ahora el nuevo curso de los acontecimientos. La casa en la que su hijo la había acomodado, por ejemplo, ella siempre había tenido que mirarla desde fuera, siempre había tenido que imaginársela. Pero ahora, se lo había dicho Pietro, era suya. Cómo había sucedido era algo que estaba en boca de todo el mundo en Lollove, aunque en presencia de ella nadie osaba decir nada. Su único pesar era que tenía que habitarla casi siempre sola, puesto que no era prudente que Pietro permaneciera demasiado tiempo en el mismo sitio.
A su marido y a su hijo primogénito se los había llevado la pandemia de gripe hacía apenas dos años. Empezaron con dolor de cabeza, luego pasaron tanto tiempo encamados que las piernas se les volvieron inestables, y luego ya no pudieron volver a levantarse. Ella, Margherita Loddo, hablaba así de ese asunto que decían que había azotado al mundo entero y por ello, decían, debía dejar de comportarse como si hubiera sido la única que había perdido amigos o familiares de esa forma. No obstante, se empeñaban en repetir que si no hubiera sido por Pietro, que se había hecho valer, ella habría acabado mendigando. No era, por supuesto, una mujer que ignorase las cosas; sabía que su nueva y acomodada posición derivaba de «hechos particulares», de haber sabido reaccionar del único modo posible, «ya fuera acertado o equivocado», como decía el único hijo que le quedaba. Y sabía que su vida de fugitivo era una consecuencia de esa reacción. Pero todo esto lo sabía en su fuero interno, y por lo demás se comportaba como si no pasara nada y andaba por ahí con la cabeza bien alta, como si todo ese bienestar le correspondiera por derecho. Todo ese bienestar le correspondía por derecho después de tanto sufrimiento.
La luz del recibidor tembló debido a una bofetada de corriente procedente del hueco de la escalera.
—Vuelva a la cama —le ordenó Pietro—. O termine de hacer el equipaje.
La mujer negó con la cabeza.
—¿Quién iba a poder dormir ahora? El equipaje ya hace tiempo que está hecho.
Pietro entrecerró los ojos.
—¿Y Eléne? —preguntó él.
—Vendrá más tarde.
—No me gusta que duerma fuera.
Cuando hablaba de la mujer del servicio adoptaba un tono que debía hacerlo parecer más viejo y más autorizado de lo que era en realidad.
—Ella también tiene su vida —la justificó Margherita.
—Su vida ahora está aquí —respondió tajante su hijo.
Era evidente que estaban hablando de algo irrelevante para no hablar de aquello que más les importaba.
—No vayas allí —insistió ella, retomando la discusión exactamente donde la habían interrumpido la noche anterior.
—No pasará nada —le aseguró él mientras se ponía la capa gruesa.
—Somos una única cosa —comentó ella—. Una única cosa —reiteró, quería decir que sus destinos estaban entrelazados de un modo inextricable. Pero también quería dejar claro que cualquier peligro al que se expusiera su hijo era un peligro al que la exponía a ella. Sabía expresar ese apego con gestos y palabras, sin ambigüedad. ¿Cuántas madres habían sido salvadas por su hijo menor? Ella todavía no había cumplido los cuarenta años. Estaban por llegar tiempos mejores, más avanzados, en los que una mujer de la edad de Margherita Loddo sería considerada joven aún. Pero no allí, no entonces, no envuelta en un luto estricto, diminuta, parpadeante a causa de la llama que relampagueaba en ese amanecer de enero de 1920.
—Deje que me vaya —suplicó esta vez Pietro, con un tono apresurado que dejaba ver hasta qué punto temía a su madre y su capacidad para hacer que volviera a ser un niño. A menudo había anhelado regresar a ese estadio maravilloso en el que no se tienen responsabilidades, ese estadio en el que lo natural es que sean otros los que tomen las decisiones: padres, maestros, curas, tutores… Pero en ese recibidor, con la luz golpeando y exasperando solamente unas pequeñas porciones oblicuas de espacio, dejando la mayor parte como pasto para la oscuridad absoluta, resolvió no darle opción alguna a ese deseo.
—Llévate a alguien contigo. Bachis, Lenardu… —comenzó a enumerar la mujer.
Pietro se revolvió dentro de la capa, como hacían ciertos magos del teatro de variedades cuando se arrebujaban y desaparecían tras una cortina de humo ante el asombro de los espectadores. Ese movimiento hizo que la luz se balanceara y que por un instante se desvanecieran las sombras en las paredes.
—Yo no he dicho que vaya a ir solo —replicó—. Ni desarmado —concluyó antes de que ella pudiera añadir cualquier otra cosa.
Paolo aceleró con tanto brío para precederlo en el camino de regreso a casa que ni siquiera notó las gotas que anunciaban un aguacero.
Pietro lo veía caminar con el paso veloz de alguien que quiere ahuyentar un mal pensamiento.
—Así que los mariani son perros, y nosotros somos animales… ¡Vaya cosas que te enseñan en la escuela, Paolo Mannoni!
Entretanto, no muy lejos, o a años luz, se oyó el retumbar de un trueno y poco después comenzó a llover fuertemente. Los borborigmos distantes pasaron a ser muy cercanos y ahora centelleaban en la oscuridad languideciente. Violentos relámpagos rasgaban la superficie de un cielo azulado.
Paolo corrió a refugiarse bajo un alerce y Pietro lo alcanzó con la mirada propia de quien está tan preocupado que parece enfurecido. Paolo únicamente pudo constatar que, contra toda lógica, su amigo estaba tirando de él para sacarlo del refugio del follaje. Para devolverlo al aguacero, fuera del alcance de cualquier árbol que atrajera los rayos. La cuestión no era evitar empaparse, sino sobrevivir.
Paolo echó a correr hacia casa hasta llegar casi a escupir los pulmones, escoltado por Pietro, que al llegar a la altura de la vivienda descubrió algo mucho más concluyente que cualquier rayo o tormenta. Annica los estaba esperando en la entrada.
CATORCE
Se dio cuenta de que estaba acelerando y se obligó a controlarse. Respiró profundamente y esperó a reconquistar la regularidad en sus latidos. Hacía tanto frío que cada aliento suyo parecía una buena calada de pipa. A su alrededor, la realidad cristalina se antojaba muy frágil y cambiante. En ese mismo camino había corrido y caminado. Y a solas, para sí mismo, también había llorado. Se había encontrado con cada una de las sencillas criaturas que Dios había puesto en esa tierra. En esa cañada también había despistado a los perseguidores más tenaces y había sorprendido a las presas más cautelosas.
Ahora el cielo lo observaba, rígido e impasible. Porque así, rígidos e impasibles, es como escrutan desde siempre los cielos de enero. Con esa apariencia metálica, con esa consistencia de cuchilla afilada que hace temer que de un momento a otro puedan cortar en dos la esfera del mundo.
Frente a esa imagen