Pietro y Paolo. Marcello Fois
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Había sido un niño sereno, eso sí. Una serenidad fruto de la inconsciencia, ciertamente; te vas haciendo consciente a medida que te haces adulto. Y cuanto más adulto te haces, menos sereno te vuelves, eso ya se sabe. Su padre, Vindice, estaba a cargo de las tierras en Lollove de don Pasqualino Mannoni, de los Mannoni que se habían hecho ricos con el pecorino y que después, tras mandar a la universidad a los dos hijos mayores, se hartaron de las ovejas y del queso y se quitaron la peste a caseína y a carbonilla. Pero a don Pasqualino Mannoni algunos ancianos del lugar seguían llamándolo Pascaleddu Cubile, porque cubile (redil) era el apodo de los de su casa. Y cuando alguien lo llamaba de ese modo para recordarle, no sin ánimo de provocar, de dónde provenía, él ni siquiera se giraba, porque el tiempo del cubile estaba definitivamente muerto y enterrado bajo el túmulo de las especulaciones y también bajo algunos préstamos de usura. De modo que cuando sus hijos —Vincenzo, Martino, Ciriaco, Egidia y Paolo— ya eran mayorcitos para entenderlo, el Don les soltó un discurso claro acerca del hecho de que los Cubile formaban parte de un pasado que ya había sido borrado definitivamente y que ahora contaban los Mannoni. En el periodo en el que el pequeño Pietro Carta frecuentaba al pequeño Paolo Mannoni ese pasado ya se mencionaba poco, por no decir nada.
Pero cuando se habla de frecuentación entre el pobre y el rico hay que tener cuidado y dejar claras las cosas. Había cinco años de distancia entre su hermana Egidia y Paolo, el pequeño de la casa. El resto de hermanos estaban «en la empresa», que era como ya empezaban a referirse a la quesería (Vincenzo), o estudiando Derecho en Sassari (Martino), o en el seminario (Ciriaco). Egidia era mujer, por lo cual se dedicaba a bordar y a esperar al marido adecuado o, en la peor de las hipótesis, habría de cuidar de sus padres cuando fueran demasiado viejos para valerse por sí mismos. Con Paolo comenzó todo de nuevo, ya que nació en el último momento, fue un hijo inesperado, resultado de un repentino estro primaveral y nacido en diciembre.
Vindice Carta, por tanto, tenía a su cargo las tierras de los Mannoni en Lollove. Tierras adquiridas a un lugareño de Baronia a cambio de poco dinero, en compensación por un pago pendiente. Vindice había sido traspasado conjuntamente con las tierras. Y también Pietro, dado que más de una vez su padre lo llevaba con él al campo para trabajar con el heno o las aceitunas cuando la cosecha lo requería.
Pietro y Paolo eran de la misma quinta: 1899. Con algo menos de un mes de diferencia entre uno y otro llegaron al mundo: bocas que alimentar, cosas que enseñar, preguntas a las que responder… Nacidos de manera diferente, es cierto, como sucede en las historias de los libros; el príncipe y el pobre, en definitiva. Lo cual nos previene sobre las consideraciones de la literatura y las historias que cuenta, ajenas a la vida y a los acontecimientos que nos atañen directamente.
Crecieron juntos, el pobre criándose con las sobras del rico. Se daba la circunstancia de que Pietro pasaba más tiempo en casa de los Mannoni que en su propia casa, porque a Paolo le disgustaba tener que separarse de ese compañero de juegos que no era otra cosa que una mascota de dos patas.
Annica no tenía una mirada precisamente tranquilizadora el día que lo agarró por la solapa tras asegurarse de que el cuerpo santo de Paolo Mannoni estaba ya a salvo, caliente y seco.
—¡Eres el mismísimo diablo, Pietro Carta! —le espetó en los morros antes de asestarle un sopapo en plena cara. Ella era el ama de llaves, a la que en lenguaje de los señores llamaban la «gobernanta»—. ¡Tú, gorrón, no vuelves a poner un pie aquí dentro, vete por donde has venido! ¡A ti te dan la mano y coges el brazo! ¡Mañana por la mañana hablaré con don Pasqualino y ya verás lo que te espera! ¿O qué te crees, que no sé que todo esto ha sido idea tuya? ¡Debería darte vergüenza de aprovecharte así de quien mira por ti! —siguió abroncándolo y dándole sopapos que no se sabía hasta qué punto eran muestra de verdadero enfado o de alivio por el hecho de tener de vuelta en casa, sano y salvo, a Paolo, la razón de su existencia—. ¡Reza para que no le pase nada, porque como esta ocurrencia tuya le haga tener una sola décima de fiebre voy a asegurarme de que te arrepientas de haber venido al mundo, Pietro Carta!
A Pietro se le escapó una lágrima, una sola, pero se la tragó, porque prefería morir antes que merecer compasión.
Mientras tanto, Paolo Mannoni, al cuidado de las mujeres de la casa, se quedaba dormido.
Y soñaba con un hoyo mucho más grande que aquel que albergaba las diminutas crías de zorro muertas.
TRECE
Sin darse cuenta, con la furia de esa sutil autocompasión, Pietro detuvo la marcha. Ante él, los peñascos redondeados de granito reposaban dormitando en un extraordinario letargo. Apenas respiraban, eran como inmensos bulbos esperando para abrirse en primavera y engendrar plantas arcanas y fabulosas.
El aire frío le segaba las pantorrillas y hacía crujir las hojas secas del suelo como si hubieran sido embestidas por una llama, lo cual no resultaba aventurado si Pietro tenía en cuenta lo mucho que quemaba el hielo sobre la piel desnuda de sus tobillos cuando era niño. Ahora ya no, gruesas calzas de lana cruda le mantenían los pies calientes y sus botas, como nuevas, protegían bien de la helada. En las trincheras había aprendido a remachar las suelas y a engrasar el empeine con grasa de cerdo al menos una vez al mes. Ahora llevaba calzones de terciopelo y una capa de fustán sobre la chaqueta con botones de plomo. Y una camisa inmaculada. Se había afeitado. Quería presentarse en la cita en estado impecable e impresionante.
Cuando estaba previsto que se quedara a dormir en casa de los Mannoni, Annica lo conminaba a permanecer sentado ante la chimenea y la tina en la que ella vertía agua caliente para el baño del señorito Paolo. Y cuando el agua estaba a punto, suficientemente caliente y al nivel necesario, hacía que una chicarrona rural —la nueva sirvienta— llevara allí al señorito y, tras desnudarlo por completo, lo sumergía pacientemente en la tina igual que se sumerge una galleta refinadísima en una taza de té. El señorito Paolo, blanco y con esa piel delicada que tienen los ricos, la dejaba hacer, porque sabía desde mucho antes que no era plan oponerse a Annica. Y como un Cristo muy joven, como los de las basílicas bizantinas, antes de que la barba y todo le creciera, se dejaba bautizar y acariciar con paños templados. Una vez que acababa de lavar y mimar ese cuerpecito santo, Annica lo sacaba del agua cubriéndolo con toallas suaves para que no cogiera frío. Y lo ponía sobre sus rodillas bien envuelto tras sentarse frente al fuego de la chimenea.
—¿Quién es mi amor? —preguntaba a nadie con la voz de una auténtica enamorada—. ¿Quién es mi tesoro?
Luego se volvía hacia Pietro, que no se había movido de donde ella le había ordenado que se quedara y que casi no había ni respirado, y le indicaba con la mirada el agua ligeramente turbia de la tina.
—No pensarás que te voy a meter en la cama así, tan puerco, ¿verdad? —le decía con brusquedad—. Quítate esa ropa.
Seguidamente, entregaba con resignación el cuerpo puro del señorito a la nueva sirvienta, que lo llevaba al dormitorio con el fin de prepararlo para la noche. Luego se ponía en pie, a la espera de que Pietro se quitara toda la ropa, y cuando ya estaba desnudo lo agarraba por las axilas y lo sumergía en el agua usada, y bendita, aún templada.
Lo lavaba sin gracia, tras las orejas