Pietro y Paolo. Marcello Fois
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—Entiendo —confirmó Pietro.
Y su propia voz le resultó extrañísima mientras resonaba en esa estancia oscura, entre las volutas de las cenefas de brocado y la marquetería de los muebles de nogal macizo. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra generalizada podía incluso observar ciertos detalles en ese espacio. El aliento de la chimenea hacía titilar los flecos de las cortinas; las lentes de las gafas de don Pasqualino, contra el reflejo de la llama, revelaban los signos de alguna que otra huella dactilar; la piel de sus manos era tan transparente que dejaba entrever la señal de las venas, como garabatos hechos con lápiz azul; el tictac del gran reloj barroco que había a su espalda era un sonido que se hacía añicos, preciso y corpóreo, rebotando en las paredes; todos y cada uno de los lirios dorados que infestaban el papel pintado de las paredes vivían y morían en el destello de la llama; incluso el cuero de los reposabrazos de la silla acolchada en la que estaba sentado emanaban un aroma vivo, palpitaban por las manos nerviosas que se habían aferrado a ellos a lo largo de los años.
—¿Tú tienes fe? —le preguntó en un momento dado don Pasqualino. Con un ligero fruncimiento sopló el pelaje del inmenso cuello para que no acabara en sus labios.
Pietro no contestó, se limitó a alzar ambas cejas, como dando a entender que esa era una pregunta a la que no se podía responder a la ligera.
Pero evidentemente don Pasqualino no era de esa opinión, porque interpretó ese gesto como una afirmación.
—Pues claro —dijo, de hecho, el amo—. ¿En qué creéis vosotros? ¿En la amistad crees? —lo urgió a contestar, mostrando un atisbo de ansiedad.
—En la amistad —dijo Pietro, que parecía estar reflexionando—. En la amistad sí.
A pesar de la timidez que los distanciaba de las cosas del mundo, Paolo y Pietro eran directos y resueltos entre ellos. En aquellos veranos interminables jugaban a la guerra en el patio antes de comer, que era una forma de probar in vitro los acontecimientos terrestres sin demasiados riesgos. Pero más interminables aún se antojaban las pocas horas de la sobremesa, cuando Annica los mandaba a la cama, en la fresca oscuridad de la estancia contra la canícula. O las que precedían a cualquier actividad agradable. Era como si tuvieran que aprender cuánto camino hay que hacer para conseguir algo. Aunque entraba en lo probable que con esas pequeñas pruebas Annica pretendiera, en última instancia, demostrarle a Pietro que los mismos recorridos no resultan igual de fatigosos para todos. Ella sostenía que saber estar cada uno en su lugar podía suponer en ocasiones formar parte de una existencia sin formar parte de ella, e incluso vivir en un entorno sin vivir allí. La casa de los Mannoni no era la vida de Pietro. Annica no quería que se hiciera ilusiones, como le había pasado a ella cuando con once años entró a servir.
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