Formas dignas de co-existencia. Carlos Enrique Corredor Jiménez
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En Colombia siguen los incendios forestales. De acuerdo con información publicada el 26 de marzo por la revista Semana Sostenible, a esa fecha
Un total de 11 incendios se encuentran activos en este momento en el territorio nacional, de acuerdo con el último reporte de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres.
Según se dio a conocer, las conflagraciones se registran en los municipios de Pailitas, Valledupar y La Jagua de Ibirico, en el departamento del Cesar; Riosucio, en Chocó; Puerto Gaitán y Vistahermosa en el Meta; Ciénaga y El Banco en Magdalena; Contratación y Rionegro en Santander y Tolú Viejo, en Sucre. De acuerdo con la entidad, entre el primero de enero de este año y el 25 de marzo se han registrado un total 1.033 conflagraciones, de las cuales 1.019 ya se encuentran totalmente liquidadas y tres más están controladas. Estas últimas en los municipios de Barrancas, Guajira y Pueblo Bello y El Copey en el departamento de Cesar.5
Otro proceso de necrodiversidad que no se detiene es el de los asesinatos de líderes sociales. De acuerdo con el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), entre el 2 de enero y el 10 de marzo de 2020, en Colombia fueron asesinados 57 líderes sociales, y entre el 1 de enero y el 15 de febrero, corrieron igual suerte 10 excombatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que se habían acogido plenamente al acuerdo de paz. Desgraciadamente, esas cifras también se desactualizan con trágica rapidez6.
Todos estos procesos se entrelazan, entonces, con los efectos del coronavirus, ese nuevo actor que ha irrumpido en el panorama mundial, y que tiene total y literalmente sitiada a la especie humana… a la que se suele llamar la civilización humana, y ello confirma lo que desde hace años ya se veía venir como una crisis civilizatoria, aunque sin sospecharse que podría ser disparada por un virus.
Esa crisis fractal nos afecta desde el ámbito planetario a los 7800 millones de seres humanos que formamos parte de la Tierra, hasta lo más íntimo de la vida personal de cada cual. Ni siquiera se han salvado algunas de esas cerca de 100 comunidades indígenas del mundo que han intentado mantenerse —en ejercicio de lo que reclaman como un derecho— en aislamiento voluntario7, un concepto sobre el cual inevitablemente debemos reflexionar quienes hoy nos encontramos en aislamiento obligatorio.
A escala mundial parece existir ya la convicción (si bien no unánime, en muchos casos sí expresa) de que cuando salgamos de esto —suponiendo, con optimismo, que sí vamos a poder salir de esto— el planeta Tierra y la gran mayoría de las comunidades humanas van a ser muy distintas de como éramos la víspera de que se declarara que había llegado la pandemia a Colombia.
En cuanto al planeta hace referencia, ante las noticias reiteradas de cómo, en distintas partes del mundo, muchas especies de animales silvestres están retomando espacios terrestres y acuáticos de los cuales los humanos las habíamos desplazado, pensaba que nos encontramos en una especie de tráiler con nosotros, de ese “mundo sin nosotros” que describió Allan Weisman en su libro con ese título, y que explora la manera como las especies animales y vegetales comenzarían a retomar el planeta en caso de que súbitamente despareciéramos los seres humanos, por alguna causa no determinada, que solamente afectara a nuestra especie, pero sin implicar la destrucción planetaria. ¿Habrá pensado Weisman que esa causa podría eventualmente ser un virus?
Esa retoma de la Tierra por parte de la vida silvestre y el impacto positivo que está demostrando esa pausa obligada de la voracidad humana sobre los que llamamos “recursos naturales”, así como la reducción notable de las emisiones de gases de efecto invernadero y de otras muchas formas de contaminación atmosférica y de los suelos y de los cuerpos de agua continentales y de las aguas oceánicas (incluida la contaminación sonora, que tanto afecta a los seres del mar), nos permiten suponer que cuando los humanos salgamos de nuestro encierro vamos a encontrar —por lo menos, en su dimensión específicamente ecológica— un planeta mejor.
¿Seremos capaces, entonces, de redefinir el papel que nuestra especie ejerce en el conjunto planetario y en cada territorio local?
Un libro cada vez más urgente
El primer capítulo de este libro se dedica, precisamente, a cuestionar la manera como los seres humanos hemos entendido “el desarrollo” bajo la batuta directora de los países que se han autodenominado “desarrollados”, y que hoy se encuentran entre los más amenazados por la pandemia del COVID-19 (hasta el 23 de abril, en Nueva York habían muerto 16.388 personas). El virus está demostrando que el camino no era por ahí.
Toda esta muy larga introducción se justifica para justificar lo que ya enuncié desde el primer párrafo: que este es un libro cada vez más urgente.
Urgente porque nos aporta ejemplos reales, en plena marcha, concretos, tangibles, caminables, y en muchos de sus aspectos replicables en otros lugares, de cómo distintas comunidades colombianas han venido construyendo, paso a paso y en un permanente diálogo horizontal con los demás seres vivos con los cuales comparten el territorio, formas dignas de co-existencia, a partir de experiencias agroecológicas llevadas a cabo con un objetivo ético expreso: la transformación social. O, más aún: una profunda transformación cultural.
Co-existencia entre humanos, entre humanos y no humanos, entre instituciones y comunidades, entre agencias de cooperación y organizaciones colombianas…
Seguramente, ni cuando yo comencé a esbozar este prólogo ni cuando Juliana y Nathaly comenzaron la investigaciones cuyos resultados se presentan aquí éramos conscientes de la importancia vital que este libro iba a llegar a tener. Pienso que se va a convertir en un libro de primera necesidad.
Con base en las experiencias documentadas en la llamada Bogotá-Región, en la porción caucana del macizo colombiano, en los departamentos de Bolívar y Caldas, y en Mocoa, Putumayo, este libro se convierte en un manual para una transformación cultural profunda enraizada en la Tierra con mayúscula y en la tierra con minúscula. Cuando escribo una con mayúscula y otra con minúscula no quiero indicar que la una sea más importante que la otra, sino, precisamente, resaltar que ambos niveles extremos deben mantenerse en permanente correlación, como un ying y un yang inseparables.
Para entender mejor esto, que no es un mero juego de palabras, intentemos definirnos a partir de estas preguntas: ¿Cuál es la Tierra que yo soy? Y ¿Cuál es la tierra que yo soy?
Finalmente quiero resaltar varias cosas que me parecen importantes:
La una, que, como lo afirman y lo reiteran las autoras en distintas partes del texto, si bien
[…] en total se listaron ocho ‘formas dignas de co-existencia’ […] se incluyen en realidad más de 30 iniciativas ya que de las ocho estrategias listadas varias son redes. Así la Red de Permacultura cuenta con 48 iniciativas (de las cuales se visitaron 26) y el Mercado Tierra Viva cuenta con 15 iniciativas asociadas aproximadamente.
Otra es que cada uno de esos procesos es, en sí mismo, una escuela de vida. Al igual que sucede con el Thul, esa huerta en la cual las comunidades nasa cultivan plantas alimenticias, plantas medicinales y plantas rituales, esos espacios-tiempos son, sobre todo, lugares de encuentro entre distintas generaciones, en los cuales se transmiten saberes ancestrales y se mantiene viva la memoria colectiva, nervio central de eso que ahora llamamos la resiliencia de un territorio.