El manuscrito Ochtagán. Julián Gutiérrez Conde
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Los otros cuatro compañeros de mesa asentían y parecían tomar muy en serio todo aquello. Todos hacían humear sus pipas con intensidad.
No tuve claro si aquel lá ochtagán (día del octógono) tenía algo que ver con el octógono grabado sobre aquella puerta del pub, y si al preguntar estaba haciendo algo incorrecto o entrometiéndome donde no debía, pero solo fui respondido con un extraño:
–Solo él decide cuándo se celebra el Ochtagán –y continuó su comentario envuelto entre el humo–. Los goblins (duendes) –prosiguió– se muestran simpáticos, pero a veces, detrás de la aparente y bondadosa ingenuidad, se oculta la perfidia más genuina y sofisticada.
Cuando ya de noche regresé a la granja, primero los empedrados y luego el sendero parecían observarme. Supuse que era el viento quien producía una especie de chirrido que podía perfectamente asimilarse a histéricas risotadas extremadamente agudas que llegaron a ponerme nervioso. Aceleré el paso para alcanzar la casa cuanto antes.
Miré hacia la colina y otra vez estaba allí la rojiza y misteriosa luminaria, como en la noche anterior.
¿La leyenda de Ecdon Point? Creí sinceramente que aquella era una de esas numerosas leyendas tradicionales entre gentes que matan su escaso tiempo libre en aquellas duras tierras contando imaginativas historias.
Aquella noche desde mi ventana contemplé nuevamente el haz luminoso sobre la colina. Y decidí que aquel misterio debía tener alguna explicación que quería conocer. Así que pasaría algunos días más allí.
Con ese propósito me fui a conciliar el sueño que ya me vencía.
En mis sueños recordé el estribillo que cantaba el anciano: An fiscéal Ecdon Point... An fiscéal Ecdon Point.
Tierras verdes,
tierras misteriosas
en cuyas cuevas y escondrijos
se refugian los duendes
vasallos del Gran Mentor
de quien los iniciantes
la maldad del poder aprenden
en el altar de los auspicios.
Es la llamada Ochtagán
Y el secreto de Ecdon Point,
el secreto de Ecdon Point.
***
An tearmann (el santuario)
En el que Waltcie cuenta la aparición de unas
misteriosas señales
Cuando me desperté aquel amanecer estaba cansado. Pensé que aquellos sueños sobre la leyenda de Ecdon Point habían seguido procesándose en mi mente subconsciente.
Decidí salir a realizar mi kilometraje diario a través de la senda ribereña con los acantilados. Hacía un día nublado pero magnífico, de esos que los runners firmaríamos por poder disfrutar siempre.
En aquel entorno era como si dos mares se empeñaran en descargar uno contra el otro toda su furia y llevaran así siglos sin conseguir ninguno imponerse a su oponente. Así de terribles eran las corrientes y el estruendo que provocaban las inmensas olas al estamponarse contra aquellos impertérritos y rocosos acantilados que mostraban agresivamente unas aristas afiladas como cuchillas. Cualquier navegante que cayera por aquellos alrededores debería inevitablemente sentir un pánico cerval.
Fue entonces cuando vi su lejana silueta. Estaba en lo más alto del promontorio que se eleva sobre los acantilados. Se encontraba precisamente en el entorno de donde procedía la misteriosa luminosidad de extraordinario colorido que había visto las noches anteriores y que había atraído irresistiblemente mi mirada. Me propuse explorar aquella colina.
Debo reconocer que esa visión hizo que mi atracción por conocer aquel paraje fuera aún mayor.
A pesar de lo píndio del trazado, mantuve un costoso y esforzado ritmo de trote lento por la sinuosa trocha.
Al llegar arriba y superar el arbolado de la cumbre me topé con unas enormes piedras puntiagudas. Estaban colocadas de pie, como si hubieran sido clavadas. A pesar de su gigantesco tamaño, conformaban un espacio en medio del cual otras lajas tumbadas servían de piso.
En el centro de todo aquel enlosado portento se encontraban unas piedras rojizas, alisadas hasta casi parecer pulidas. En medio, otra negra redonda parecía ocupar un espacio protagonista y simbólico.
Todo aquel conjunto recordaba un oráculo y me vino a la mente el altóir na gecoimirce (altar de los auspicios) al que se había referido el anciano.
Contemplando, sudoroso y asombrado, aquel recinto desde el espacio interior fue cuando me di cuenta de que esa construcción majestuosa tenía formato octogonal.
¿Estaba ante el altóir na gecoimirce (altar de los auspicios) dentro del an t-oracagán ochtagán (el oráculo del octógono)?, pensé sin poder evitar que una vez más me asaltara el recuerdo del símbolo antiquísimo de madera esculpido sobre la misteriosa puerta interior del pub.
Aquel entorno tenía que haber sido construido sin duda de forma premeditada para darle una estructura tan singular y precisa.
Las moles de piedra mayores dibujaban un octógono perfecto mientras que otras de menor tonelaje cerraban los contornos entre las primeras.
Observé detenidamente el círculo central de piedras enlosadas, también de inmenso formato creando un octógono. Mostraba un suelo pulido por el uso. Y en medio de esa superficie, una sola piedra, que sin duda había sido escogida por su peculiaridad que entremezclaba grises blanquecinos con amarillos rojizos y un punto del tamaño de un palmo de color negro azabache.
Si todo aquel conjunto había sido creado por seres humanos conformaba un misterio inexplicable el modo en que fue llevado a cabo. Sin duda alguna quienes lo construyeron debían disponer de ingeniosos conocimientos de ingeniería y gran dotación de mano de obra. Y si era simplemente un capricho de la naturaleza daba la impresión de obedecer al empeño por enviar una plegaria al firmamento.
De todos modos, allí estaban, probablemente desde hacía miles de años. Fuera como fuera el hecho es que me encontraba ante algo tan imponente como difícil de explicar.
Esa noche dibujé un croquis en mi libreta de viaje.
***
Esa tarde, el pub estaba especialmente animado. Algunos de los vecinos habían llevado sus instrumentos y sonaban ritmos tradicionales construidos con guitarras, violines, armónicas y elementos de percusión.
Durante mi ya habitual estancia en el pub, hice una referencia indirecta a la colina de los acantilados y me quedé muy sorprendido de que en ningún momento nadie hiciera referencia alguna a aquella construcción.
Mi anciano amigo se unió al grupo de músicos y haciendo un gesto comenzó, con su ronca y poderosa voz,