Arraianos. Xosé Luis Méndez Ferrín
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Sin otra cosa por hoy, pide a Ud. licencia su sobrino.
V
30 de octubre
Mi querido tío:
Por fin se ha retirado la lluvia y el cielo ha quedado limpio, azul hasta llegar a herir de pureza la vista de los ojos. La temperatura ha descendido vertiginosamente y con ella se me enfría el alma, señor tío. No tema, tío mío, por la posible carga de concupiscencia que sin duda Ud. percibió en mi mención, un poco adornada en exceso, quiero pensar, de Dorinda de Turelo. Puede creerme, sí, que de ella emana una armonía poderosa, como cuando nos sobrecoge la mole de una roca, pero nada más lejos de mí que una atracción sensual por tal mujer casada ni por ningún otro individuo de sexo femenino habitante en esta soledad que mata. El frío me congela las cisternas del deseo, de cualquier deseo. Me noto distante, ido; no podría decir triste. Del mismo modo que cada mañana amanece el sol sobre escarchas totales que hacen cristal blanco de las ramas desnudas de los abedules, cada día que pasa noto como si una odiosa y dura indiferencia se apoderase más y más de mi interior. Siento que la corriente de simpatía entre mis alumnos y yo se ha endurecido también. Hablo poco y me limito a escuchar las conversaciones que se enhebran y desenhebran hasta el infinito en la cocina de casa Aparecida. Y lo que es más curioso, señor tío, percibo que las gentes que me rodean y que yo frecuento están experimentando la misma evolución que yo. Sé, sin que hablen, lo que piensan, y cada vez me encuentro más lejos y siento más antipatía por Luís Lorenzo y por don Plácido Mazaira. Creo que ellos me pagan con la misma moneda.
No lo incomodo más con mi humor sombrío y le beso respetuosamente la mano.
VI
12 de noviembre
Mi respetado tío:
El país de Nigueiroá ya tiene la cara hosca del invierno. Ha llegado la nieve, a remolinos, en medio de lo gris, enterrándolo todo bajo los enormes copos. La nevada sobrevino, primero, tormentosa, con un viento glacial que cortaba la cara de la gente, de mañana. Los hombres entraban en casa Aparecida con las cejas y los bigotes encanecidos de nieve. Después, el viento, al atardecer, se apaciguó y el cielo, de sucio color, mandaba un resplandor tétrico sobre nosotros. Todo estaba cuajado de pálida premonición de cosas terribles: los losados, las hazas, los montes, parecían vibrar con una rara vida muerta dentro. Nunca había sentido Lobosandaus así de enajenado, y tuve miedo.
Algo me ocurrió, señor tío, justamente ayer, a raíz de la gran nevada. Ha de saber usted que la casa de Aparecida tiene un retrete de madera del que se sirven los huéspedes y los dueños de la casa, principalmente, pues los criados hacen sus necesidades, según he sabido, en el cagadero comunal situado entre unos peñascos detrás del muro de la era y, en caso de aprieto, en la cuadra de los cerdos.
Tuve yo urgencia de hacer del cuerpo y (disimúleme mi tío tan reiteradas insistencias escatológicas) me dirigí consecuentemente a la galería de atrás del último piso, en cuyo fondo se encuentra el retrete referido. Era media tarde, la nevada había parado en seco y el viento se había remansado en una hora de calma y temperatura soportable.
Fue entonces cuando sentí un escalofrío en la espalda. Una figura alta y delgada abría la puerta del retrete y avanzaba hacia mí por la galería. Tras los cristales, los tesos aguzados de la sierra de O Crasto me daban grima.
Me aparté a un lado con verdadero pavor, pánico diría incluso, señor tío. Me aparté para dejar paso a una mujer vestida de camisa blanca hasta los pies que se protegía del frío con un cobertor a rayas por la cabeza y los hombros. Me miró al pasar y pude ver su cara demacrada, los ojos oscuros que se encogían cercados por arrugas. Una sonrisa forzada me fue dirigida. Era Obdulia, la encamada.
Sin otro particular, se despide de Ud. su sobrino.
VII
15 de noviembre
Mi querido tío:
Acabo de recibir apreciada carta de Ud. en la que se muestra preocupado por mi estado de ánimo y trata muy amablemente de confortarme con el consejo de centrar mi atención en la labor pedagógica.
En verdad parece como si las pardas lejanías de jara y brezo, la severidad acerada de los techos de pizarra, el estremecedor nimbo de humildad y vapor de pobreza que recubre cobertizos, casas y hórreos cubiertos con la paja oscura y mojada de los inviernos, la pequeñez ruin de los perros, del ganado e incluso de las personas de aquí, todo, todo, me hubiera incorporado, enteramente, a su mediocridad infinita. Veo yo la gente de por aquí intensamente pálida y advierto en cada rostro unos ojos redondos, grandes y prominentes, vacunos diría yo inclusivamente, que los hacen parecer familiares. Ojos que aún parecen mayores en los rostros globulosos de los carboneros y pastores de A Fraga de Mundil, que bajan de la Serra do Crasto con un aspecto inquietante de gnomos enigmáticos y malévolos, en los días de feria grande. Los mismos ojos que hacen girar en el vacío los niños distraídos de mi escuela, de manos maltratadas por los sabañones, incapaces de abstracción y atrofiados por las parvas de aguardiente que les suministran las madres cada mañana.
Al cruzarme con don Plácido o con Luís Lorenzo, ellos bajan la cabeza y, después de dirigirme un furtivo saludo, aceleran el paso y yo sé que rechazan mi trato con la misma intensidad que yo el suyo. Me consideran como un aldeano más de Lobosandaus.
Ahora sí, hay una persona en quien no encuentro los ojos de vaca que parecen conferir un aire de familia a los habitantes de este lugar maldito. Me gustaría precisar que la tal es Dorinda, cuyo cuerpo desprende, para mí, resplandores de simplicidad salutífera y reconfortante.
Le besa la mano benefactora, su sobrino.
VIII
16 de noviembre
Señor tío:
En los últimos días ha cambiado el tiempo de extremadamente frío a húmedo y suave, con una lluvia fina y constante que, por momentos, es apenas llovizna o bruma sutil. Todo está gris y mojado. Y ocurrió que Obdulia (la del cuerpo abierto) se ha levantado de pronto de la cama, ha empezado a recorrer de aquí para allá toda la casa, y a reír y a hablar con estruendo desconocido. Me cruzo con ella por caminos y pasadizos, por el corredor de atrás y en la galería. Siempre me mira con franqueza. Siempre me saluda con potente voz que a mí se me antoja de hombre. Bebe vino en abundancia con espanto de los padres, que no saben qué decir de tal repentina recuperación de su salud. Eso sí, desde que se levantó de la postración que la retenía en el lecho, se la ve con mucha frecuencia en compañía de su cuñada Dorinda, las dos de ganchete ligando interminables paliques en voz baja. Con tal motivo me veo privado de la conversación de Dorinda y noto como si ella me tasase la sonrisa de su boca fresca de rosa oscura. Paso las tardes tomado por la melancolía mirando los robles desnudos de la feria y permanezco como