Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros. Álvaro González de Aledo Linos
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Llegamos a la vista del puerto de Arcachon (44º 39,7’ N; 1º 9,0’ W) alrededor de las 13 h, en un día de pleno verano y bajo un sol vertical abrasador, algo sorprendente después de la noche que habíamos vivido. Un poco antes de la entrada, a estribor, vimos algo sorprendente: una cola de ballena de tamaño natural entre los barcos amarrados a las boyas, pero de color blanco y que no se movía. Luego nos contaron que es una escultura flotante que se colocó hace unos años, sin un motivo especial, pero ha hecho tanta gracia que han decidido mantenerla indefinidamente y pintarla de un color esotérico y distinto cada año. Ya había sido rosa, verde, azul y blanca, y en 2015 sería roja. Domina el paisaje que se ve desde la fachada de la ciudad y es muy fotografiada. Tiene incluso un cartel pequeñito, que solo se ve de cerca, prohibiendo a los bañistas que se suban a ella. Tras pasarla sorprendidos, porque la explicación nos la dieron más tarde, al contactar por radio con la marina para pedir atraque y oír que era un barco español me preguntaron que si venía “del Océano”. Creí no haber entendido la pregunta y pedí que me la repitieran, pero sí, era eso, que si veníamos del Océano. Para ellos su bahía es como una piscinita, y lo que hay fuera, aunque no sea más que el Golfo de Vizcaya, para ellos es “el Océano”. La inmensa mayoría de los que piden plaza en Arcachon vienen de otro puerto de dentro de la bahía, para comer en un restaurante o pasar una noche, y la pregunta tenía su lógica y nos favorecía mucho. Porque viniendo del Océano tienes una noche gratis, y preferencia sobre los locales si hay escasez de plazas libres. Algo muy a tener en cuenta en verano, y haríamos buen uso de nuestra preferencia. El primer día en puerto lo dedicamos a dormir, ordenar el zafarrancho del barco y preparar las vacaciones que merecidamente nos aguardaban: dos semanas de vagabundear por esa preciosa bahía que pensábamos explorar a fondo.
Ya sabéis que los marinos tenemos querencia por las islas. Nuestra primera excursión fue a la Isla de los Pájaros (44º 41,
9’ N; 1º 10,5’ W). Es la única isla que tiene la bahía, pero ¡vaya isla! La otra “isla”, la de Malprat, no es más que un terreno en el delta del río Eyre, al Sureste, donde algunos de los numerosos brazos del río independizan un trozo de tierra que solo puede circunvalarse en piragua. La Isla de los Pájaros se llama así por la cantidad de aves que allí anidan. El primer día de navegación lo dedicamos a contornearla para irnos familiarizando con la multitud de canales que discurren por esta bahía, entre los parques de cultivo de ostras. Estos parques ocupan la casi totalidad de la bahía y se les distingue porque en toda su superficie clavan estacas que sobresalen del agua, y cuya única función es hacer ver que allí hay un parque de ostras, que en realidad se cultivan en el fondo. Al acabar el día comprobamos que el circuito había sido de 17 millas (¡!) más de lo que hay entre Santander y Santoña, por ejemplo, que para nosotros en el barco ya es un viaje. En esta bahía todo está sobredimensionado.
Los canales que discurren por sus aguas actualmente están bien balizados con boyas cardinales o numeradas, aunque también sin iluminar porque tampoco se permite navegar de noche dentro de la bahía (solo están iluminadas las boyas de entrada a los puertos). Pero hasta hace poco eran meras estacas clavadas en el fondo, entre las que era fácil perderse. Y perderse significa o quedar varado, o meterse en un parque de ostras, que casi es peor, porque sus conchas están afiladas como cuchillos y son duras como la piedra, y lo más probable es que hagan un agujero en el casco. Además las corrientes de marea son impresionantes y te sacan de rumbo con facilidad. Y si las llevas a favor el barco alcanza tanta velocidad que es fácil pasarse de una boya y salirse de la canal, por lo que hay que ir reconociéndolas con los prismáticos desde lejos. A la vuelta tardamos más de lo previsto por encontrarnos la marea de cara, y nos sorprendió una tormenta con aparato eléctrico, que esos días se estaban repitiendo en Arcachon.
El segundo día lo dedicamos a desembarcar en la isla. Para ello hay que varar pues no tiene puertos o desembarcaderos. Nos acercamos al pie de las dos cabañas de madera sobre pilotes que salen en todas las postales de Arcachon. En marea alta ofrecen una imagen deliciosa, plantadas en mitad del mar pues se encuentran a un kilómetro y medio de la parte emergida de la isla. Una de ellas es privada, suponemos que para un uso cercano a la pesca, y la otra es accesible. Varamos a unos cincuenta metros de ellas (aunque se puede llegar hasta apoyar el barco en sus pilotes) un poco por debajo de la línea de pleamar para poder salir antes el día siguiente y no tener que esperar hasta el final de la pleamar. Así ganaríamos alguna hora para reflotar. Al bajar la marea el barco estuvo como media hora dando golpecitos con el fondo porque hacía bastante viento y levantaba una olita persistente. Luego vino la calma absoluta como ya comenté en la prueba que hicimos en Santander, y hacía raro estar en un barco que no se movía nada. Todo se desarrolló bien y nos fuimos a conocer el poblado. El primer tramo es muy difícil, pues no hay sendero y tienes que andar como dos kilómetros por una zona de pantanal (la que se inunda cuando sube la marea) con fondo de basa y lleno de moluscos, como el Páramo de la bahía de Santander. Te hundes en ese terreno y se te ponen los pies negros, y eso si no pierdes una chancla por el camino absorbida por el barro. También tiene unos estanques circulares, construidos con conchas de ostra, que no supimos para qué servían. Luego entramos en la zona de la isla que siempre queda emergida, donde los senderos están pavimentados con conchas de ostras. El poblado consiste en una aglomeración de cabañas, no más de veinte, que no tienen luz ni agua, y en las que viven de forma permanente u ocasional algunas personas, unas dedicadas a la pesca y otras como vivienda de vacaciones. Las gestiona el ayuntamiento y cuando una queda vacía se arrienda por diez años, y pese a la precariedad de vida en la isla están muy solicitadas. Cuando llegamos Ana y yo todo estaba desierto, todas las casas cerradas menos una que obviamente tenía alguien dentro pues había zapatos fuera, la bombona de butano, las contraventanas abiertas, etc., y aunque estuvimos un rato por allí esperando a ver si salía y nos enrollábamos un rato, para que nos contase su vida en un sitio tan inhóspito, al final no salió. Creemos que sería el propietario del único barco que había en un regato (ya seco, aunque acababa de empezar a bajar la marea) que atravesaba el poblado y cuyos embarcaderos estaban hechos también con conchas de ostras.
Cuando volvimos el sol se ponía tras el horizonte como una gran naranja partida, y nos encontramos que el Corto Maltés se había quedado solo en el fondeadero. Muchos barcos de Arcachon se acercan a estos parajes a pasar el día, pero vuelven a casa por la noche y eso habían hecho los que nos encontramos al llegar. Nos quedamos Ana y yo solos en mitad de la nada. Veníamos con los pies negros de basa, pero antes de que el mar se retirase habíamos preparado un caldero de agua en la bañera para la vuelta. Al regresar se agradece tener con qué lavarte los pies antes de volver a bordo y no mancharlo todo, pero si no lo haces mientras la marea está alta luego no tienes de dónde cogerlo, pues el mar se ha retirado. Nosotros ya sabíamos lo de los desembarcos en el Páramo de Santander y no nos cogió desprevenidos. Cenamos en aquel sitio paradisíaco y nos fuimos a dormir esperando un reflotamiento tranquilo como el que habíamos experimentado en Santander.
Pero todo paraíso tiene su purgatorio, y en este vino por la noche. Estando varados, hacia las dos de la madrugada salió un viento del Norte con rachas de 15-20 nudos que hacía temblar el palo, aun estando en tierra, acompañado de chubascos. La jarcia silbaba más que nunca, ya que al estar el barco varado no cede ante la fuerza de las rachas, y al oponer más resistencia la jarcia silba y vibra más que estando a flote. La isla está muy poco elevada sobre el mar, apenas un metro, y no ofrece resguardo, o sea que estábamos como si fuera en medio del mar. Como éramos nuevos en el sitio no conocíamos ni el detalle de la configuración de la isla ni los vientos habituales en la zona, porque más tarde nos dijeron que este arreciamiento por la noche estaba siendo habitual esos días,