Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros. Álvaro González de Aledo Linos
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Como ese día solo habíamos visitado la primera laguna del Banc D’Arguin, que tiene limitado el acceso a una estrecha franja de tierra, otro día volvimos para conocer la segunda, que se puede visitar entera. Hacía un día espléndido de sol, el viento del Noroeste que nos permitió navegar en orejas de burro, y la marea vaciante a favor de nuestro rumbo, todo lo cual nos permitió navegar a cinco nudos y hacer las diez millas que nos separaban del Banc D’Arguin en dos horas. La segunda laguna se ha formado muy recientemente, como dije, y en la cartografía que teníamos de dos años antes no existía. Se entra por un estrecho canal donde las corrientes son impresionantes, como en los atolones del Pacífico. El trak de nuestra ruta de entrada quedó marcado por encima de la isla emergida como si hubiésemos navegado por tierra. Al entrar ya nos pareció que aquel estrecho canal tenía poco calado, pues lo hicimos a la mitad de una marea vaciante de coeficiente 82 y se veía perfectamente el fondo de arena. Sospechábamos que al terminar de bajar la marea aquel paso se quedaría en seco. Sin embargo en el interior de la laguna había más profundidad y estaban fondeados barcos mucho mayores que el Corto Maltés. Nuestra sospecha se confirmó tres horas más tarde cuando al final de la bajamar nos dimos cuenta de que, en efecto, el paso se había cerrado y nos habíamos quedado en una cubeta circular separada del mar. Estábamos fondeamos en su centro y según el plotter al Oeste del banco, en su cara que da al mar abierto, cuando en realidad estábamos a refugio en el interior de la laguna. Nuevamente comprobamos el impresionante cambio de los bancos de arena de un año a otro. El paisaje, estéticamente, era precioso: nos habíamos quedado unos diez barcos dentro de una especie de atolón de bordes arenosos, casi todos a flote (las unidades más grandes habían varado, estaban ligeramente escorados y con la línea de flotación muy alta) pero en un plano de agua muy tranquilo y de momento sin ningún peligro. Aunque ese día, en el mes de junio, estábamos solo unos 10 barcos, en los fines de semana de julio y agosto se han contado allí dentro hasta 900 (sí, novecientos) barcos.
El problema vino cuando a lo largo de la mañana el viento, como era lo habitual esos días, fue arreciando y a la hora de comer alcanzaba fuerza 5 con rachas de 6, siempre del Noroeste, levantando el consiguiente oleaje dentro de la laguna. Hay que tener en cuenta que el Banc D’Arguin se encuentra ya fuera de la bahía de Arcachon y sin la protección del Cap Ferret, y que el viento del Noroeste le llega desde el fondo del Océano sin ser interrumpido por nada. Nuestra intención era haber levantado el fondeo y, como hicimos en la primera laguna, haber clavado la proa en la orilla en bajamar para desembarcar. Pero contra aquel ventarrón de más de veinte nudos no fuimos capaces de levantar el ancla (el Corto Maltés no tiene molinete y hay que levantarla a mano limpia). Nos preocupaba ver arreciar el viento y pensar que no podríamos salir de allí por lo menos hasta transcurrir otras tres horas, cuando hubiera la misma altura de marea que al entrar. No nos quedó más remedio que esperar estoicamente a bordo lejos de la orilla, hasta que a media tarde amainó el viento y subió la marea (al subir la marea la cadena del ancla tira más en vertical y se desclava más fácil). Y cuando al final conseguimos levantar el ancla salimos de la encerrona con la orza subida, siguiendo en el plotter el trak de la entrada y deduciendo las zonas más profundas por los colores del agua, antes de que el paso volviese a cerrarse en la bajamar siguiente. Otro velerito de una eslora similar que había pasado las mismas dificultades se pegó a nuestra popa y allí se mantuvo hasta la salida, sin duda confiando en nuestra buena estrella y que, si no fuera tan buena, le daría tiempo a virar y no meterse él en el atolladero. Finalmente lo conseguimos, y aunque aliviados, volvimos a puerto lamentando nuestra mala suerte al no haber podido desembarcar después de una travesía tan agradable. La navegación de vuelta fue otra maravilla con aquel vientazo, con la vela mayor en el primer rizo y el génova entero, a favor otra vez de la marea que ahora subía, y haciendo a veces hasta siete nudos de velocidad y salpicando perlas en los tramos buenos del recorrido.
Esa noche, al volver de cenar y dar un paseo, vimos que en los pantalanes que hay fuera del puerto (al Sureste de la escollera: 44º 39,4’ N; 1º 8,5’ W) y que también dependen de la capitanía de Arcachon, un velero de unos ocho metros de eslora había roto tres de sus cuatro amarras por la fuerza del viento del Noroeste, que aún soplaba duro, y la cuarta era solo un hilillo a punto de romperse. Estaba fuera, descolocado, solo sujeto al finger por la amarra de popa a estribor, y golpeaba su costado de estribor, que ya tenía destrozado, contra el fueraborda y el espejo de popa de su vecino. Con aquellas olas no habría durado ni media hora la amarra que le quedaba y se habría estrellado contra la costa u otro pantalán. Por lo demás el velero tenía pinta de abandonado, por la suciedad y descuido general que manifestaba. Lo introdujimos de nuevo a su sitio de atraque, lo amarramos como pudimos (uniendo los trocitos de cabo que le quedaban y buscando puntos fijos de donde amarrarlo, porque las cornamusas se le habían arrancado) y dimos parte a la capitanía donde nos dijeron que localizarían al dueño al día siguiente. A veces nos quedamos con la duda de estas buenas intenciones, pues los barcos dejados “morir” en un atraque son un peligro constante para los vecinos, a veces son de dueños que ya ni pagan por el atraque, y puede que la marina prefiera que se hundan de una vez y dejen el atraque libre para otro barco en un mercado en el que siempre es mayor la demanda que la oferta de plazas, y especialmente en Francia. Pese a ello, esa noche nos fuimos a la cama con la conciencia tranquila por haber salvado a uno, o a dos barcos, del naufragio. Y nos costó tomar la decisión de hacer algo, porque siempre te queda el temor de que alguien te vea enredar y se sospeche que fuiste tú el causante del desaguisado.
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