Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros. Álvaro González de Aledo Linos
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A veces los pequeños detalles te simplifican la vida, y no es excepcional que cuando preguntan a navegantes que han dado la vuelta al mundo por lo más incómodo que han vivido, te contesten que un traje de aguas que filtraba, unas botas que les dejaban los pies fríos o un banco que era demasiado duro. Pues en este apartado catalogo yo la tontería de la adquisición de una silla plegable para la cocina. El Tonic 23 tiene una altura bajo techo en el pie de la escalera de descenso de 1,77 metros. Pero eso es en la línea de crujía, en cuando te desplazas hacia babor para cocinar la altura baja y hay que cocinar agachado. Eso es incómodo y te destroza el cuello y la espalda. En la vuelta a España pusimos una cincha antiescoras que aparte de permitirte tener las dos manos libres para cocinar, disminuía tu altura aparente al situarte con los pies separados y el cuerpo echado para atrás, con lo que no tocabas el techo. Para la navegación a Bretaña compramos una sillita plegable que nos permitía cocinar y fregar sentados, lo que nos evitó muchos dolores de espalda, y además ofrecía un asiento más alrededor de la mesa cuando venían invitados. Al ser plegable se estibaba perfectamente debajo de la escalera de entrada o colgada en la esquinita entre la cocina y el fregadero. En las primeras semanas de navegación se rompió y fue un verdadero incordio cocinar sin ella hasta que la sustituimos.
Para evitar que se cayeran al mar las velas de proa, y especialmente el espí, y las demás cosas que se manejan en el triángulo de proa (defensas, cabos de amarre, etc.) e incluso para más seguridad de la persona que hiciera las maniobras, instalamos una redecilla de protección en la borda. En vez de una red se trató simplemente de una filástica pasada en zig-zag entre el quitamiedos y la regala, pero que ya había probado en mi barco anterior con buenos resultados. A pesar de lo fina que es aguanta perfectamente el peso de una persona que se resbale en la cubierta, y es especialmente útil al arriar el espí, que de otra manera tiene una tendencia fastidiosa a caerse al agua. No la prolongué hasta la popa porque interrumpiría la colocación de los puntales en los costados del barco, y en popa interferiría el recorrido de la manivela del winchi.
Todos los temas relativos al seguro, documentos, tarjeta sanitaria, justificantes el IVA del barco y los aparatos, permisos de pesca, etc., están detallados en el libro de la vuelta a España y no hay nada que añadir a lo que dije allí. La cacea y otros aparejos de pesca en este viaje no los llevé, dada mi poca suerte previa y el lío de la validez de los permisos en otro país.
Como en el libro anterior he incluido en cada capítulo una “Dibucarta”. Es un dibujo hecho con las letras de un texto que narra alguna de las anécdotas o detalles del capítulo. Suelen leerse de izquierda a derecha en el sentido de las agujas del reloj, y si el texto se interrumpe con puntos suspensivos debe seguirse donde reaparece ese mismo número de puntos suspensivos, dos, tres o cuatro. Al final hay un anexo con la transcripción de todas ellas.
Tampoco han variado las motivaciones del viaje, que no eran ir a ver qué pasaba al otro lado del golfo de Vizcaya sino disfrutar de la navegación sin prisas, descubriendo los sitios y las personas de por donde navegásemos. Volver a demostrar que no hace falta tener un barco grande para disfrutar de la navegación de crucero, y que incluso tener uno pequeño puede ser un aliciente o tener ventajas a la hora de acceder a sitios difíciles o de ser mejor recibido en los puertos. Como dije en el libro anterior, si estas líneas ayudan a algún navegante de fin de semana a romper sus ataduras y ampliar los horizontes de su pequeño velero, el esfuerzo de escribirlo me habrá merecido a mí la pena, y a él le habrá asegurado la aventura y la felicidad en estos tiempos de existencias rutinarias en que todo parece encaminado a hacer el mundo lo más aburrido posible. Como dijo Paulo Coelho en El alquimista, si crees que la aventura es peligrosa prueba la rutina, es mortal.
Para terminar, todos los lugares han sido georeferenciados (coordenadas de latitud y longitud) para poder seguir mejor nuestra aventura en un navegador.
[1]. Contada en el libro La vuelta a España del Corto Maltés. De Santander a Santander en un velero de 6 metros, de la editorial ExLibric, y en el blog: http://cortomaltes2012.blogspot.com
Capítulo 2
La conocida costa de Cantabria
y la ría de Bilbao
El 3 de junio de 2015 salimos a las 9:30 de Santander rumbo al Este con la intención de que nuestra primera etapa nos llevase a Santoña (43º 26,4’ N; 3º 27,7’ W). Hasta Hondarribia, en el límite de España con Francia, me iba a acompañar Luis Espejo, mi compañero de la vuelta a España. El pronóstico para ese primer día indicaba calmas hasta el mediodía y luego un nordeste flojito y un sol espléndido. La realidad fue muy diferente. Nada más salir de la bahía teníamos un nordeste de fuerza 5 y el cielo cubierto de color ceniza, y desde el principio izamos la mayor con un rizo y el génova enrollado al 50 %. Luis se estrenó perdiendo el sombrero en una de las primeras rachas, que no esperábamos, y profesionalmente resolviendo una avería del timón automático que no recibía corriente de la batería. De todos modos pronto comprobamos que con tanto viento no aguantaba bien el rumbo, dejábamos detrás una estela menos recta que una alcayata, y tuvimos que llevar el timón a mano turnándonos cada hora. Toda la travesía (31 millas náuticas en poco más de 8 horas) sopló el mismo viento de cara y mantuvimos esa distribución de velas en los interminables bordos hasta llegar al Monte Buciero, el último hito antes de entrar en la bahía de Santoña. Allí nos cogió la marea entrante a favor y el cambio de rumbo (primero Sur y luego Oeste para contornear el monte) lo que hizo que el viento nos entrase por la popa y al hacerse portante nos permitió quitar el rizo de la mayor y entrar a toda vela en la reserva, a más de 6 nudos. Fue un día invernal, en el que nos pusimos toda la ropa de invierno al salir de Santander para evitar que se nos amoratara la nariz, y no nos la quitamos hasta la cena.
En la entrada a Santoña vimos el muro que se construyó el verano anterior para intentar frenar las olas de los temporales del invierno. Era una duna artificial de siete metros de alto y casi un kilómetro de longitud, hecha con el aporte de 250.000 metros cúbicos de arena extraídos del lecho marino, trabajando 34 días y noches ininterrumpidamente y que costó 1,7 millones de euros. Había cambiado radicalmente el paisaje, por ejemplo desde la zona del club náutico se había perdido la vista de la entrada de la bahía y ya solo se veía la pared de arena. Se esperaba que resistiera pero en el primer invierno después de construirla ya el mar se había llevado un buen trozo. Ahora se le culpa de la colmatación de arena de la canal de entrada a Santoña y Colindres,