Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
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—Sí, me centro en lo positivo —afirmó ella. Kayla pensó que, si no lo hiciera, no sobreviviría el día a día.
—¿Y qué mas? —preguntó él.
—Qué más, ¿qué? —inquirió ella sin entender la pregunta.
Alain quería saber más de ella. Era una táctica que utilizaba para acercarse a las mujeres que le interesaban, pero esa vez el interés era genuino.
—¿Qué más hace que te sientas culpable? En tu vida privada, dejando a un lado los perros. ¿Qué has hecho o has dejado de hacer, que te asalte en mitad de la noche o invada tu mente y te persiga?
Ella pensó que ésa era la descripción más acertada que había oído nunca.
—Está claro que eres abogado, ¿eh? —rió.
—Estamos hablando de ti, no de mí —replicó él. Había pinchado su curiosidad y no iba a dejar que se escabullera tan fácilmente.
—No, no es así.
Sin embargo, no pudo impedir reflexionar sobre su pregunta. Sólo se sentía culpable respecto a la parte de su vida en la que había permitido, en nombre del amor, que la controlaran. Había llegado a creer que, si hacía lo que Brett quería, vivirían felices para siempre. Y al soportarlo a él, había fallado a todos los demás. Sus padres habrían esperado más de ella si hubieran estado vivos para ver lo que ocurría.
Había permitido que el miedo a estar sola la arrinconara, la llevara a tolerar lo intolerable y a comportarse como alguien que no era.
Pero había aprendido la lección: que no era posible un final feliz con hombres como Brett.
Kayla cuadró los hombros, rechazando el recuerdo. No le gustaba pensar en ese periodo de su vida, no quería verse de esa manera: débil, sumisa, siempre dando y nunca recibiendo. Más que culpabilidad, sentía vergüenza. Vergüenza y la obsesiva determinación de no permitir que volviera a ocurrirle algo así. Tenía sus perros, su trabajo y su compromiso de rescatar a los pastores alemanes maltratados que encontrase. No necesitaba a un hombre para validar su existencia y sentirse amada.
Alain estrechó los ojos y clavó en los de ella una mirada penetrante.
—Vamos —insistió. Ella se imaginó a un testigo declarando, hipnotizado por esos ojos—. Tiene que haber algo.
—Vale —dijo lentamente, como si estuviera reflexionando—. Me culpabilizo de no haber comprado ese generador cuando tuve oportunidad.
Alain, más intrigado que nunca, pensó que estaba evadiendo la pregunta. Cuanto más se resistía a contestar, más deseaba él descubrir qué era lo que le ocultaba.
—Hablo en serio —dijo.
—Yo también —contestó ella con inocencia—. Aquí la electricidad se va dos veces al año. O más. Si estuviera operando a un paciente…
Su voz se apagó. Pensándolo bien, no tener un generador era un serio descuido. Necesitaba una fuente de energía alternativa tanto como podría necesitarla un hospital. Que sus pacientes tuvieran cuatro patas en vez de dos no cambiaba nada. En cuanto las carreteras estuvieran transitables iría a la ferretería de Everett, el pueblo más cercano, a comprar un buen generador.
—¿Qué me dices de ti? —preguntó, para dar otro giro a la conversación.
Alain había terminado de comer y dejó el plato en la mesa. Winchester lo miró expectante. Con un suspiro, Alain asintió y el perro fue a comerse los restos.
—Nunca he pensado en comprar un generador —bromeó, en respuesta.
—Pregunto de qué te sientes culpable —dijo ella, que no quería dejar que se librara así como así.
—De nada.
A ella le pareció una respuesta automática. Amigable, pero que establecía unos límites que no iba a permitirle cruzar.
Aceptó que no iba a recibir más aclaraciones sobre el misterio que era Alain Dulac. Por lo visto, le gustaba tan poco como a ella que lo interrogaran sobre su vida. Kayla se felicitó por no ser tan curiosa como para insistir, pero aun así él la intrigaba.
—Tal vez por eso Winchester la ha tomado contigo —comentó, escrutando su expresión—. Intuye un alma gemela.
—Intuye la posibilidad de comerse las sobras —refutó Alain, moviendo la cabeza.
Kayla miró el plato que había en la mesita de café. Estaba reluciente, sin una miga.
—Y la intuición no le ha fallado —apuntó con una sonrisa.
Alain siguió su mirada y se sonrojó. Winchester había limpiado el plato y volvía a mirarlo esperanzado. «Se acabó, perro. No hay más», pensó para sí.
—Estaba muy bueno —le dijo a Kayla, esperando que no le molestara que hubiera dado al perro los últimos restos—. ¿Tú no vas a comer?
—Suelo picotear mientras guiso —dijo ella, levantándose del brazo del sofá—. Técnicamente, ya he desayunado. ¿Quieres café? —preguntó, agarrando el plato vacío y arqueando una ceja.
—Por favor —contestó él casi con reverencia. Pensó que, si le ofrecía café, sería porque la cocina funcionaba. Eso implicaba que podía llamar por teléfono y pedir a alguien que fuera a recogerlo para llevarlo a casa—. ¿Ha vuelto la luz?
Ella deseó que fuera así. Pero había probado la cocina antes de empezar a hacer el desayuno y seguía sin funcionar. Negó con la cabeza.
—¿Cómo vas a hacer café entonces? —preguntó él, escéptico.
—Como lo hacían los vaqueros en el campo —contestó ella alegremente. Volvió la cabeza hacia él antes de ir a la cocina a por una vieja cafetera de aluminio—. ¿Nunca has ido de acampada?
—No —contestó él, casi a la defensiva. Tenía la sensación de que esa respuesta disminuía su masculinidad ante ella.
—Bromeas —Kayla lo miró con incredulidad.
—¿Por qué iba a bromear sobre algo así? —se puso aún más defensivo.
—Por nada, supongo —encogió los hombros con indiferencia. Pensaba que todo el mundo había ido de acampada en algún momento de su vida. Sin duda lo había catalogado bien, era un urbanita total—. Sobre todo los chicos de ciudad, para alejarse de todo eso.
—¿Con «todo eso» te refieres a la electricidad y los cuartos de baño?
Ella no se ofendió por el tono sarcástico de su voz. Se echó a reír.
—Mi sentido de la aventura me lleva en otras direcciones —aclaró él con expresión traviesa.
Sus ojos se encontraron un segundo. Kayla sabía exactamente a qué se refería. Si no se equivocaba, para Alain Dulac una aventura incluía a alguien del sexo opuesto y