Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
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Читать онлайн книгу Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella страница 14
—Bien —fue hacia el aparador y abrió un cajón—. Es una buena manera de pasar el tiempo mientras esperamos —sacó una baraja y sonrió.
—Podría no ser un juego justo —le advirtió él, que se consideraba muy buen jugador.
—Seré considerada contigo —Kayla le guiñó un ojo.
—¿Estamos hablando de póquer?
—¿Hay algún otro juego? —le devolvió ella, sentándose en la mesita de café, frente a él. Empezó a barajar las cartas.
—No —aceptó—. No lo hay.
Unas cuantas manos se convirtieron en un maratón. Excepto por unos cuantos descansos, necesarios para comer y otras cosas imprescindibles, jugaron hasta entrada la noche. Jugaron y charlaron. Para Alain el tiempo nunca había pasado tan rápido. Se olvidó de la lluvia y de los sitios donde debía ir. Allí estaba disfrutando más que en cualquier otro lugar.
Capítulo 6
Al día siguiente Alain se despertó deseoso de seguir jugando. Perdía por ocho manos y quería la revancha.
—Pierdes por diez —lo corrigió Kayla, apartando los platos que habían utilizado para el desayuno—. Pero ¿a quién le importa?
—A ti, obviamente —contestó él. Se sentía algo mejor ese día y, como seguía lloviendo y no había vuelto la luz, el póquer mantenía sus manos ocupadas e impedía que su mente pensara en otras actividades que le habrían gustado aún más—. Venga, no te hagas de rogar. Mi ego exige que lleguemos al empate.
Ella sabía más. A lo largo de las horas que habían jugado el día anterior, había descubierto que, aunque a su guapo paciente le gustara la competición, le gustaba más ganar.
—Tu ego te exige ganarme —dijo Kayla con expresión divertida. Su expresión se ensombreció cuando miró a su alrededor, buscando algo.
—¿Qué ocurre? —inquirió él.
—¿Has visto a Ginger? —preguntó Kayla, haciendo un recuento de cabezas.
Él único nombre que él recordaba era el de Winchester, que seguía a sus pies. Kayla le había dicho todos los demás el día anterior, cuando le preguntó por qué tenía tantos perros. Le había explicado que pertenecía a la Asociación para el Rescate de Pastores Alemanes, pero él ya no recordaba los nombres.
—¿Cuál es Ginger?
—La embarazada —Kayla abrió el armario del pasillo. Ginger no estaba allí.
—Ah, ya —no recordaba cuándo la había visto por última vez—. Había pensado en preguntártelo. ¿Por qué está preñada? Pensaba que habías castrado a todos.
—No puedo castrarlos a todos. A algunas tengo esterilizarlas —bromeó ella—. Pero, para contestar a tu pregunta, la encontré así. Preñada —fue al cuarto de baño y miró dentro. Ni rastro de Ginger—. No iba a provocarle un aborto cuando los perritos ya estaban en camino.
—Pero eso implica que acabarás con más perritos no deseados —comentó Alain.
—Encontraré a gente que los adopte —aseguró ella con confianza—. A la gente le gustan los perritos. Igual que les gustan los bebés.
—Sí, pero los perritos crecen más deprisa.
—Pero para entonces ya forman parte de su vida y es demasiado tarde para dar marcha atrás —siguió buscando—. ¿Ginger? —llamó, saliendo del salón—. No es momento de jugar al escondite. Trae ese cuerpecito preñado aquí. Ahora.
La voz de Kayla se oyó más distante, al fondo de la casa. Luego soltó una exclamación.
—Oh, diablos.
Él se enderezó con una mueca, poniéndose una mano en los vendajes que rodeaban sus costillas.
—¿Qué ocurre? —gritó—. ¿La has encontrado?
—Sí. Está dando a luz.
—Eso es bueno, ¿no? —Kayla era veterinaria y debía de estar acostumbrada a los partos animales.
Kayla no contestó, lo hizo Ginger. Un aullido de dolor cortó el aire.
Apretando los dientes, Alain se levantó del sofá. Winchester se puso en pie, alerta y dispuesto a cojear a cualquier sitio al que fuera el hombre a quien había entregado su afecto.
—Cuidado, perro —le advirtió Alain. Había perdido el equilibrio intentando no tropezar con Winchester ni pisarlo.
Como si lo hubiera entendido, el pastor retrocedió unos pasos, quitándose de en medio.
Alain pensó que era pura coincidencia. Se encaminó hacia el origen de los aullidos: la cocina. Ginger estaba acurrucada bajo la mesa, y Kayla a su lado.
—¿Puedo ayudar? —ofreció, titubeante—. ¿No se supone que los perros hacen esto solos? Llevan siglos haciéndolo, desde mucho antes de que hubiera veterinarios para atenderlos.
—Igual que las mujeres. Se acuclillaban en el campo, daban a luz y luego seguían con su tarea. Pero a la mayora de las mujeres les va mejor con algo de ayuda, ¿no crees?
Él decidió que no iba a discutir al respecto. Su hermano Georges era médico. Sin embargo, a Alain le costaba imaginarse a la perra inspirando con fuerza y jadeando entre contracciones; la miró con curiosidad y comprobó que parecía que controlaba la técnica del jadeo a la perfección.
Intentando no pensar en el dolor que irradiaba de sus costillas, se acuclilló para estar a la altura de Kayla.
—¿Qué quieres que haga?
«No molestar», estuvo a punto de decir ella. No había mucho sitio bajo la mesa. Además, un esfuerzo podía empeorar su estado. Ella no iba a poder atender a Ginger y a él al mismo tiempo.
Pero un vistazo al rostro de Alain la convenció de que era sincero. Igual podría echar una mano.
—Si pudieras ir a por la palangana que hay bajo el fregadero, aclararla y llenarla de agua templada, te lo agradecería —un segundo después de mencionar la temperatura, recordó que sin electricidad el calentador no funcionaba—. Maldita sea, no hay agua templada —se corrigió—. Bueno, llénala de agua fría y trae toallas, necesito toallas limpias —lo miró y adivinó la pregunta que iba a formular—. Hay en el armario de al lado del fregadero —señaló con la cabeza.
Alain tomó aire, apoyó la mano en mesa y se levantó. Tardó unos segundos en localizar el armario correcto.
—¿Cuántas quieres?
—Dos, tres, las que puedas traer.
Kayla pensó que el milagro estaba ocurriendo. Ginger