Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella

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Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella Omnibus Julia

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—agarró un puñado de toallas y se las llevó tan rápido como pudo.

      Había una mancha húmeda en el suelo y habría jurado ver algo emerger de entre las patas de Ginger, acompañado de un gemido ronco.

      —¿Eso es…? —preguntó, buscando confirmación.

      —Sí. Palanga. Agua —le lanzó ella, cada palabra una bala. Estaba concentrada en la perra que, sin duda, estaba teniendo al primer cachorro.

      Para cuando él llenó la palangana y consiguió evitar chocar con su peluda sombra de cuatro patas, Alain comprobó que Kayla tenía un diminuto y pelado trocito de vida en las manos. Parecía más una rata que un perrito.

      —¿Tienen ese aspecto al nacer? —preguntó, incrédulo.

      Ella captó en su voz que el perrito le parecía un ser muy poco atractivo. «Pagano», pensó.

      —Sí —asintió, secando cuidadosamente al pequeño perro negro—. Bellísimo.

      Alain, mirando al animalito, pensó que ese adjetivo no sería el primero en cruzar su mente. Ni tampoco el segundo. Sin embargo, decidió que haría mejor callándose su opinión.

      —¡Hay otro! —gritó, viendo una segunda cabeza emerger.

      —Cuando el río suena… —bromeó ella, agarrando al segundo perrito, también negro, y secándolo. Colocó a los dos cachorros a su lado.

      Siguieron llegando con regularidad, uno tras otro. Veinte minutos después, había nueve.

      —¿Ya está? —preguntó él, asombrado de que tantos animales hubieran podido salir de una pastor alemán relativamente pequeña.

      —Eso creo.

      Alain captó algo raro en su voz. Una inquietud que no había habido antes.

      —¿Qué ocurre?

      —Éste no respira —el último cachorro, el más pequeño de la camada, yacía inmóvil en su mano.

      —¿Puedes hacer algo? —preguntó él. Le parecía terrible que esa celebración de la vida se estropeara con una muerte.

      Sujetando al perrito en la mano, boca arriba, Kayla empezó a masajear su diminuto pecho. Con gran delicadeza, sopló en sus orificios nasales. No se le ocurría qué más hacer. Nunca antes había tenido que enfrentarse al nacimiento de un perrito muerto. Y no quería que lo hubiera.

      —Dame —ofreció Alain—, deja que pruebe yo. Mis manos son más grandes.

      Kayla deseó preguntarle de qué iba a servir eso. Pero sabía lo terrible que era enfrentarse a la muerte sin poder evitarla, así que le entregó el perrito. Observó a Alain hacer exactamente lo que había hecho ella, pero con menos gentileza y más vigor.

      —Eso no va a… —iba a decirle que parase cuando vio un leve movimiento. El pecho del animalito se había movido. Ocurrió de nuevo. Asombrada, miró a Alain—. Está respirando. El perrito respira.

      —Ya, lo sé. Lo siento en la mano —sonrió Alain—. Casi te perdemos, ¿eh? —le dijo a la diminuta criatura. Sentía una sensación de triunfo, una energía que nunca había experimentado antes, ni siquiera ganando un caso en los tribunales. Había algo puro y no adulterado en el hecho de traer una vida al mundo.

      Kayla sonrió, emocionada por cómo había reaccionado ante el perrito e impresionada por como había respondido a la emergencia.

      Alain alzó la vista y captó su mirada. Volvió a sentir un chisporroteo eléctrico entre ellos. Pero esa vez le pareció más suave, más íntimo.

      —Lo has hecho muy bien, mamá —Kayla se levantó, miró a Ginger y le acarició la cabeza—. Ahora tienes que dar de comer a tus bebés.

      Alain, aún de rodillas, la ayudó a colocar a la camada. Había nueve cachorritos en busca de bebida, pero el bar sólo tenía ocho taburetes.

      Sujetando al perrito al que había salvado y a otro más, alzó la vista hacia Kayla.

      —Sólo tiene, ejem, ocho… —calló. Se sentía fuera de su elemento.

      —No se te escapa nada, ¿eh? —Kayla sonrió. Se puso en pie y fue hacia un armario. Cuando se dio la vuelta tenía un biberón vacío en la mano. Lo llenó con leche y volvió bajo la mesa.

      Alain había empujado a ocho de los perritos hacia su primera comida y ellos se estaban ocupando del resto. Kayla notó que seguía teniendo en la mano al perrito que había salvado. Le ofreció el biberón. Habría preferido calentar la leche, pero de momento tendrían que apañarse así.

      —¿Quieres hacer los honores? —preguntó.

      Él miró el biberón y luego al perrito. No parecía una buena combinación. El biberón era casi tan grande como el animal. El cachorrillo gemía, parecía casi un maullido de gato.

      —¿Va a beber de esto? —le preguntó a Kayla, aceptando el biberón.

      —¿Por qué no pones la tetina cerca de su boca y lo compruebas? —sugirió ella.

      Él no sabía por qué sus inocentes palabras conjuraron en su mente cierta imagen. Una imagen que tenía poco con alimentar a un perrito y mucho con nutrir algo en sí mismo. Tardó unos segundos en desechar la imagen.

      —Vale —asintió.

      En cuanto puso la tetina en la boca del cachorro, empezó a succionar como si se le fuera la vida en ello. Alain sonrió al verlo comer con tanto gusto. Entonces se dio cuenta de algo.

      —Tiene los ojos cerrados.

      Kayla asintió, observando a los otros ocho mamar—. Así es como nacen, pequeños, sin pelo y ciegos —siguió acariciando la cabeza de Ginger—. Sólo una madre podría amarlos —añadió con dulzura.

      —Y tú.

      Sus ojos se encontraron y ella sonrió. Él sintió que se estremecía por dentro.

      —Y yo —corroboró.

      Afuera el viento aullaba y la lluvia golpeaba las ventanas con más fuerza, como si hubiera empezado un segundo asalto. Absortos en el milagroso momento, ni se dieron cuenta.

      —¿Adónde vas?

      Habían pasado varias horas. Ginger y su camada habían sido trasladados junto a la chimenea, para que estuvieran calientes. Alain había pasado casi todo el tiempo observando a la nueva madre y a sus cachorros. Winchester se había colocado cerca del hombre y de la perra. Ginger toleraba su presencia. Alain, por su parte, se entretenía analizando la dinámica del grupo.

      Oír a Kayla ir hacia la puerta, con el impermeable sobre los hombros, lo sacó de su ensimismamiento con la escena doméstica. Se preguntó dónde iba ella con ese temporal.

      —Voy a ver si consigo que Mick venga a echarle un vistazo a tu coche, por si tiene arreglo —contestó ella, agarrando las llaves de su furgoneta.

      El proceso del

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