Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
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—Puede que puedas convencer a Mick o alguno de su empleados para que te lleven donde tengas que ir, por un precio, cuando el tiempo mejore.
—¿Cuándo crees que ocurrirá eso?
Kayla movió la cabeza y se puso la capucha.
—No tengo ni idea —confesó—. No suele llover en esta época del año —antes de salir titubeó y lo miró por encima del hombro—. Hay comida de perro en el garaje, por si quieres chantajear a alguno. Me llevo a Taylor y a Ariel, pero el resto se quedan contigo.
Él miró intranquilo a los perros. Había tres, además de Winchester, Ginger y los cachorros. Se sentía ampliamente superado en número.
—¿Te parece buena idea? Soy un desconocido.
Ella pensó que después de cuarenta y ocho horas ya no lo era. Era increíble que hubiera pasado tan poco tiempo. Parecía mucho más.
—Los perros son listos. Perciben las cosas. Saben que no estás aquí para robar la cubertería de plata —le dijo. Al ver que seguía intranquilo, sonrió—. Volveré lo antes posible.
—¿Estás segura de que el teléfono sigue sin funcionar? —inquirió él.
En vez de salir, Kayla volvió a la cocina. Alzó el auricular de la pared y lo extendió hacia él sin decir una palabra. A pesar de la distancia que los separaba, resultó obvio que no había línea, sólo silencio.
—Estoy segura —sonrió de nuevo y, al pasar a su lado, le dio una palmadita en el hombro. Él tuvo la sensación de que era el mismo gesto que había utilizado para tranquilizar a Ginger—. Estarás bien —afirmó.
Y se marchó.
Él no dejaba de consultar su reloj, preguntándose si Kayla estaría bien. Le parecía que se había marchado hacía una eternidad.
Como abogado, lo preocupaba que le hubiera ocurrido algo en la tormenta y, dado que había salido por él, fuera responsabilidad suya. Podría demandarlo alegando diversos cargos si ella, o sus representantes, tenían la astucia de los abogados. Como hombre lo preocupaba su bienestar y quería que regresase sana y salva. Y que volviera a hacerse cargo de sus perros. Lo incomodaba que dos de ellos hubieran empezado a moverse por la habitación. Se preguntó si sabían algo que él no sabía.
O si lo hacían para intimidarlo.
Cada vez que se ponía en pie, para mirar por la ventana o sacar algo del frigorífico, tenía la sensación de que cinco pares de ojos lo seguían. Incluso los cachorros parecían alzar la cabeza siguiendo el movimiento. Le ponía muy nervioso.
Cuando Kayla entró por fin, los cinco perros que corrieron hacia ella no fueron los únicos que se alegraron de verla. Atravesó el umbral, se quitó el impermeable y lanzó una mini lluvia al suelo, mientras reía y saludaba a los perros a pares.
—¿Cómo han estado? —preguntó, mirando a los cachorros.
—Han sobrevivido a mis cuidados —contestó él. Vio que sólo habían entrado Kayla y los dos perros—. No has conseguido que viniera, ¿verdad?
Kayla lo miró interrogante un segundo, hasta entender a qué se refería.
—Ah, lo dices por Mick. Sí, conseguí que viniera.
—Y ¿dónde está? ¿En tu bolsillo?
—No, fuera, echando un vistazo al coche —la lluvia había remitido un poco, ya no caía a mantas.
Alain fue hacia ella, sin molestarse en ocultar su ansiedad. Lo que sí ocultó es que aún se sentía muy dolorido.
—¿Y?
—Y está fuera echando un vistazo al coche —repitió. Alain vivía en un mundo mucho más acelerado que ella, en el que todo se quería para ayer. Ella había probado ese mundo y se alegró de dejarlo atrás para instalarse allí—. Es cuanto sé por ahora.
Alain se dio cuenta de que estaba presionando. Llevaba toda su vida adulta exigiendo resultados y no era fácil perder la costumbre.
—Disculpa, no suelo ser tan exigente —no quería que lo considerase un hombre que vivía acelerado. Aunque no sabía por qué.
—Supongo que las circunstancias lo justifican —admitió Kayla. Se agachó y echó un vistazo a los perritos. Todos estaban bien. Estaba segura de que les encontraría un hogar. Como le había dicho a Alain, todo el mundo adoraba a los cachorros.
Él oyó que la puerta se abría. Se dio la vuelta y vio entrar a un hombre alto y delgado, con pelo largo, rubio oscuro y mojado. Olía a aceite y gasolina. Unos ojos pequeños, marrones e intensos lo escrutaron antes de ofrecerle la mano.
—Mick Hollister —se presentó—. Un coche muy lujoso para esta zona.
Alain interpretó a su manera la frase. Más que admiración, captó desconocimiento en la voz del hombre. Sintió una gran decepción.
—Así que no puede arreglarlo.
—Claro que puedo —le aseguró Mick—. Todavía no han inventado una máquina que no pueda arreglar. Pero requerirá tiempo —advirtió—. Hacen falta piezas y cosas. No suelo tener esa clase de existencias.
Alain imaginaba el proceso alargándose dos o tres semanas. Por mucho que le gustara la compañía de la risueña veterinaria, tenía que regresar a su vida.
—No dispongo de tiempo —dijo.
—Entonces, creo que tiene un problema —comentó Mick, absorbiendo la información.
Alain estaba acostumbrado a resolver problemas. Tal vez no se le diera tan bien como a Philippe, pero se manejaba bien.
—¿Y si dejo el coche aquí para que lo arregle y me lleva a Orange County? —vio de inmediato que al hombre no le gustaba la idea—. Le pagaría.
—Lo siento, no puedo dejar el taller —Mick movió la cabeza—. Tengo demasiado trabajo.
Alain supuso que no podía ganar mucho dinero en un pueblo tan pequeño, aunque se ocupara también de los pueblos colindantes.
—Le pagaré el doble de lo que pueda ganar arreglando los coches.
En vez de aceptar sin pensarlo, como había esperado, el hombre negó con la cabeza.
—Eso no estaría bien. Sería como robarle.
Alain nunca se había encontrado en una situación en la que la honradez se opusiera a sus deseos. En su línea de trabajo solía ocurrir lo contrario. Atónito, miró a Kayla.
—Lo dice en serio.
—Completamente —afirmó ella. Alzó a Nueve y lo acarició mientras hablaba—. ¿No hay alguien a quien puedas llamar para que venga a recogerte, cuando vuelva la línea telefónica?
Él suspiró con frustración.