Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
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El ático gritaba sus recuerdos. Kayla habría jurado que podía ver a sus padres entre las sombras. Sintió dolor de corazón.
—Os echo de menos —dijo con voz queda. Parpadeó varias veces, sintiendo la humedad que perlaba sus pestañas.
Todos, en especial su padre, habían sido su inspiración. No recordaba un tiempo en el que no hubiera deseado ser como él, estudiar medicina porque él lo había hecho. Era el hombre más bueno y cariñoso del mundo…
Pero su apasionado amor por los animales la llevó en una dirección algo distinta y, en vez de médico, se hizo veterinaria. Nunca se había arrepentido de su decisión. Ser veterinaria, junto con el trabajo voluntario que hacía para la Asociación para el Rescate de Pastores Alemanes, le había dado a su vida el sentido que necesitaba.
Y tenía una ventaja adicional. Ya no se sentía sola, rodeada de sus compañeros de cuatro patas, que se esforzaban por demostrarle su gratitud y su amor.
Kayla fue hacia el baúl y empezó a abrirlo. Se detuvo y miró a los perros.
Los pastores alemanes, a pesar de su imagen de duros perros policía, tenían la piel muy delicada y solían sufrir alergias. De los que tenía en casa en ese momento, tres tomaban medicación antialérgica a diario.
—Debería de haberos dejado abajo —dijo. Pero ya era demasiado tarde—. Bueno, quietos.
Dijo la última palabra como una orden. Sabía que el adiestramiento de los animales tenía que ser constante, y nunca perdía la oportunidad de reforzar cualquier progreso obtenido. De inmediato, los perros se convirtieron en estatuas. Kayla sonrió para sí y alzó la tapa del baúl.
Captó una leve oleada del perfume que había utilizado su madre. Aunque pensó que tal vez lo había imaginado.
Le dio igual. Para ella era real y eso era lo único que importaba. Vio la imagen de su madre riendo. Había mantenido su aspecto saludable hasta casi el final.
Kayla dejó el candil a un lado y revisó las ropas y recuerdos que había en el baúl. Al fondo había algunos libros de texto de medicina de su padre, que nunca tiraba nada. Encontró el pantalón de peto en un rincón, cerca de los libros.
A Daniel MacKenna nunca le habían gustado los trajes y corbatas. Solía llevar ropa cómoda bajo la bata blanca. Irónicamente, la semana antes de morir, le había dicho que cuando se fuera entregase su ropa a la tienda de caridad, igual que él había entregado su tiempo y sus servicios cuando tenía un rato libre.
Pero Kayla había sido incapaz de darlo todo. Por razones sentimentales se había quedado con su viejo pantalón vaquero.
Lo alzó y sacudió la cabeza. El hombre que había en el sofá iba a perderse ahí dentro. Pero serviría para taparlo. Al fin y al cabo, era un apaño temporal, hasta que su ropa se secara.
Mientras doblaba la prenda, Kayla tuvo que admitir para sí que preferiría que Alain Dulac siguiera como estaba. Era indudable que bajo el edredón había una magnífico espécimen del género masculino.
Su madre habría aprobado los músculos esculpidos de sus brazos y los abdominales firmes como una tabla de lavar. Seguramente, pensó Kayla con una sonrisa, su madre habría acabado intercambiando ejercicios de musculación con él y dándole consejos sobre cómo obtener mejores resultados por su esfuerzo.
Pero no había mucho lugar a mejoras, pensó, con una mueca traviesa. Cerró la tapa del baúl, se inclinó y recogió el candil.
No había visto ninguna alianza en su mano, pero eso no significaba nada. Muchos hombres no llevaban anillo, y si lo hacían podían quitárselo en determinados momentos. Pero, pensándolo bien, no había visto ningún descoloramiento en su dedo que indicara ese tipo de juegos.
Aun así, no pudo evitar preguntarse si habría alguien esperando a Alain Dulac en su casa, dondequiera que estuviera.
Un segundo después se rió de sí misma. Por supuesto que lo habría. Los hombres con el aspecto de Alain Dulac siempre tenían a alguien esperándolos. Ese tipo de cuerpo era un cebo, ni más ni menos. Y seguramente montones de mujeres habían picado.
«Pero eso da igual», se dijo, saliendo del ático. Esperó a que todos los perros estuvieran con ella y cerró la puerta.
—Bueno, chicos —anunció, risueña—. Tenemos lo que buscábamos. Vamos abajo.
Winchester se había quedado a su lado, mirándolo fijamente, todo el tiempo que faltó Kayla. Había intentando acariciarlo, pero cada movimiento había provocado una intensa punzada de dolor en el costado.
Alain aguzó el oído cuando oyó el crujido de la madera por encima de su cabeza. Ella volvía del ático, gracias a Dios.
—Tu ama vuelve —le dijo al perro—. Ahora puedes ir a mirarla a ella.
Alain oyó doce pares de patas y uno de pies bajar las escaleras.
Le habría encantado incorporarse y recibirla como una persona normal, pero con el más leve movimiento volvía a sentir a los diablillos martillar en su cabeza. Y además sentía un horrible dolor en las costillas.
Nunca había sido quejicoso y creía que su umbral de dolor era bastante alto. Cuando se había caído de un árbol, rompiéndose un brazo, a los ocho años, había sido tan estoico que Philippe había pensado que sufría una conmoción. Pero en ese momento sentía dolor. Mucho. Ni siquiera podía inspirar profundamente. Eso incrementaba su sensación de claustrofobia, por más que intentaba controlarlo.
—¿Por qué no puedo tomar aire de verdad? —le preguntó a Kayla, en el momento en que entró en la habitación. Notó, vagamente, que la luz del candil la precedía como un halo divino que iluminaba cada uno de sus movimientos. A su espalda, los perros entraron uno a uno.
—Porque tienes fisuras en dos costillas y te he puesto un vendaje tan tenso como he podido —contestó ella. Como veterinaria, no estaba acostumbrada a las quejas de viva voz. Pensó que tenían sus ventajas—. Es temporal.
Dejó el candil en la mesita de café y alzó el peto vaquero.
Él tardó en comprender qué era lo que le mostraba. El hombre que había engendrado a esa delicada mujer había sido inmenso. Era obvio que ella debía de haber salido a su madre.
—Vaya, no exagerabas al decir que tu padre era enorme, ¿verdad? —comentó. En ese peto vaquero habrían cabido dos como él—. ¿Cuánto pesaba?
—Demasiado —contestó ella—. Dada su profesión, debería haberse cuidado más.
—¿Cuál era su profesión? —preguntó él.
—Era médico de familia —contestó ella.
—Podría haber sido peor —dijo Alain, intentando ignorar las punzadas de dolor—. Podría haber sido endocrino o dietista —con una sonrisa resignada, estiró el brazo hacia el peto, pero tuvo que bajarlo con un gemido de dolor.
Preocupada, Kayla dejó el peto en la mesita.
—Tal vez deberías seguir tumbado. Puedes vestirte más tarde. Es obvio que no vas a ir a ningún sitio esta