Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker
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Una vez más, nos acostábamos al amanecer. (Nota: Este diario se va pareciendo cada vez más, según avanza, a las Mil y una noches o a Hamlet, cuando aparece el fantasma del padre, pues todo se interrumpe con el cantar de un gallo.)
12 de mayo.— En principio, si ustedes me lo permiten, narraré los hechos, de manera sucinta, demostrables con cifras y escritos, de absoluta comprobación, por lo cual no debo confundirlos con las vivencias basadas en mi recuerdo y en mi observación personal. La noche anterior, al entrar el conde en mi alcoba, comenzó a hacerme preguntas, interesándose por asuntos legales de alguno de sus negocios. Había pasado todo el día metido en la biblioteca del conde, consultando entre libros y pude hojear algunos de los temas de los que me examiné en el Lincoln’s Inn. Como había cierta intencionalidad en las preguntas del conde; intentaré anotarlas tal y como las formuló. Puede que me sirva en alguna otra oportunidad.
Primero, me preguntó cuántos abogados se podían tener en Londres, a lo que yo le respondí que, como si quería tener una docena; pero que era mucho más práctico y lógico tener solo uno, ya que más no pueden llevar un mismo asunto legal, y cambiarlo, seguramente, le perjudicaría. Pareció que aceptaba mi contestación como válida. Después quiso saber si podría haber algún problema teniendo a un hombre encargado de la parte bancaria y a otro de las expediciones o cargamentos, en el caso de que fuese necesaria una ayuda local en un sitio lejos de donde vive el primero. Como yo no quería cometer ningún error en mi asesoramiento, le pedí que se explicase mejor. Entonces dijo:
—Nuestro amigo común, el señor Peter Hawkins, que vive, si no estoy confundido, lejos de Londres, ha comprado por mí, y a través de usted, una finca en la capital. Si me permite, voy a serle sincero; el haber utilizado los servicios de una persona que vive tan lejos de Londres, pudiendo escoger entre otros de la misma ciudad, puede parecerle extraño, pero mi propósito era precisamente que la persona escogida no pudiera poner un interés material en la compra, o beneficiara a algún conocido suyo, perjudicando a mis intereses. Esta es la causa por la que me dirigí a una persona de fuera. Ahora supongamos que como yo, una persona que tiene muchos negocios, deseara enviar algunas mercancías a otras ciudades inglesas como Newcastle, Durham, Harwich o Dover, ¿sería más fácil consignarlo a algún agente establecido en alguno de estos puertos?
Yo le respondí que desde luego sería más fácil. Pero nosotros, los abogados, tenemos a nuestro servicio un gran número de agentes encargados de llevar cualquier gestión en ciudades diversas. Así, el cliente, al confiarse a nosotros, puede estar seguro de que todas sus instrucciones se llevarán a cabo, sin ningún problema.
—Pero —contestó—, ¿no podría llevar personalmente dichas transacciones? Me sentí como un empleado consciente de su trabajo.
—En efecto —le contesté—. Muchos hombres de negocios, que quieran que sus negocios sean llevados con una total y absoluta discreción, lo prefieren así.
—Bien —dijo.
Después me preguntó la forma de efectuar los envíos y los requisitos con que debían cumplimentarse y qué clase de complicaciones traería todo ello, pero si era posible soslayarlos tomando algunas cautelas. Le asesoré sobre este tema lo mejor que supe. Me daba la impresión, por lo que pude comprobar durante aquella conversación, que de ser un abogado, habría sido de los mejores, pues no había nada que yo dijera que él no hubiese previsto antes. Resultaba sorprendente que para un hombre que jamás había estado en Inglaterra y que no realizaba muchos negocios, su inteligencia y conocimientos eran formidables. Una vez estuvieron aclarados estos puntos, se levantó de repente preguntando:
—¿Ha escrito después de su primera carta al señor Peter Hawkins o alguna otra persona?
Yo le respondí que no había podido escribir a nadie todavía.
—Pues aproveche ahora, amigo mío —dijo, mientras me ponía la mano sobre el hombro—. Escriba a nuestro amigo o a quien usted quiera, y comunique que su estancia en mi castillo se prolongara un mes más.
—¿Un mes? ¿Es necesario tanto tiempo? —le pregunté, mientras notaba que mi corazón se estremecía ante esta eventualidad.
—Sí, muy importante. Además, no aceptaré una negativa como contestación, pues en el mismo instante en que su jefe se comprometió a enviarme alguien en su nombre, quedó claro que este se pondría a mis órdenes hasta que él mismo viniera. No ha podido sentirse usted engañado. ¿Verdad?
No tenía otra alternativa, ¿qué podía hacer yo sino aceptar? Se trataba de los intereses del señor Hawkins y no de los míos, y no podía pensar en mí. Por otra parte, mientras el conde Drácula hablaba, había algo en su mirada y en su rostro que me hacían recordar mi condición de prisionero, y que aunque me esforzara, mis quejas nunca serían atendidas. Al darse cuenta de mi cara de decepción e impotencia, el conde comprobó que había ganado, y comenzó a usar el conocimiento de mi debilidad, aunque, eso sí, muy diplomáticamente:
—Le ruego, mi joven amigo, que en sus cartas, no cuente nada que no haga referencia directa a los negocios. Sus amigos se alegrarán al saber que usted se encuentra perfectamente y que desea poder verlos muy pronto. ¿No es esto lo que desea de todo corazón?
Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel con tres sobres. El papel era muy delgado; luego miré al conde y por su sonrisa, con aquellos agudos caninos sobre el rojo labio inferior, me di cuenta como si me lo hubiera dicho con palabras, que debía tener sumo cuidado con lo que escribiera en mis cartas, pues seguro que él las leería. Así que decidí escribir una escueta nota estrictamente comercial, y después, de forma taquigrafiada, expondría el resto, lo más pormenorizado posible, texto cifrado que con toda seguridad desconcertaría al conde. Escribí las dos cartas, y luego me dispuse a leer un libro, ya que deseaba disfrutar de unos momentos de tranquilidad. Mientras, cerca de mí, el conde escribía unas notas, para lo que consultaba, frecuentemente, algunos volúmenes que tenía encima de la mesa. Después cogió mis dos cartas y las mezcló con las suyas. Al cerrarse la puerta tras él, me incliné para descubrir a quién iban dirigidas aquellas cartas, que estaban boca abajo. No sentí ningún reparo al hacerlo, pues dada mi difícil e incómoda situación debía protegerme con todos los medios posibles.
Una de las cartas iba dirigida a Samuel F. Billington, The Crescent, número 7, Whitby; otra a herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts y Asociados, Londres; y la cuarta, para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros de Budapest. La segunda carta y la cuarta no llevaban sello. Estaba abriéndolas