Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker

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Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker Colección Oro

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mano. Cogió los sobres de la mesa y con mucho tacto, les puso el sello adecuado. Después, se giró hacia mí, y me dijo:

      —Espero que me disculpe, pero tengo mucho trabajo acumulado. Puede disponer de lo que usted desee, está como en su casa.

      Se marchaba de nuevo, cuando desde la puerta, dijo:

      —Me gustaría darle un consejo, mi joven amigo.

      Yo quise responderle, pero me interrumpió:

      —Más que un consejo se trata de una advertencia: si se va de estas estancias, piense que no podrá dormir en ninguna otra parte del castillo. Este es un sitio ancestral y guarda muchísimos recuerdos. No debe olvidar que aquellos que no son juiciosos al dormir tienen pesadillas, así que tenga cuidado. Si en algún momento tiene sueño, vaya rápidamente a su dormitorio o a alguna de estas habitaciones para que su descanso no corra peligros de ningún tipo. De no seguir estas indicaciones, entonces…

      Su sentencia terminó de una forma terrible, moviendo las manos, como si se estuviera lavando. Capté el significado a la perfección. Lo único de que dudaba era de si ciertamente una pesadilla podría superar el horror de todo aquel tinglado de misterios que estaba viviendo aquellos días.

      Más tarde.— Deseo ratificar lo último que señalé y ahora no me cabe ninguna duda de que no debo temer el dormir en lugares del castillo donde no esté el conde. He colocado, de forma estratégica, el crucifijo en la cabecera de la cama, así no tendré pesadilla alguna. Al marcharse el conde, fui a mi habitación. Al cabo de un rato, como todo estaba en el silencio más absoluto, salí y subí por unas escaleras de piedra que daban a un lugar orientado al sur. A pesar de estar contemplando un paisaje prohibido para mí, este me daba cierta sensación de libertad si lo comparaba con el escenario del patio que tenía desde mi alcoba. Comienzo a creer que esta tan agitada vida nocturna que estoy viviendo últimamente, me está destrozando los nervios; terminará con mi sensibilidad y todo mi ser. Me asusto de mi propia sombra; soy invadido por terroríficas pesadillas y mis propios pensamientos se vuelven en mi contra. ¡Bien sabe Dios cuántos justificados motivos tengo para sentir miedo por este maldito lugar! Estuve contemplando unos minutos más aquel hermoso paisaje, suavemente bañado por una luz de luna que amarilleaba y que adquiría poco a poco tonos más suaves, como si amaneciera. Bajo aquella tenue claridad, las colinas lejanas y las sombras se mezclaban con los valles y gargantas. La negrura se hizo aterciopelada. Me sosegué con la contemplación de aquel fenómeno cromático de la madre naturaleza. Cada bocanada de aire me daba paz y consuelo. Cuando me asomé al balcón pude percibir algo que se movía en el piso de abajo, hacia mi izquierda, por lo que imaginé, por la distribución de las dependencias, que serían las dependencias del conde. Retrocedí unos pasos al amparo de la sillería y miré con precaución.

      Lo que descubrí fue la cabeza del conde que asomaba por la ventana. No pude verle la cara, pero solo por el cuello y sus gestos, le reconocí. Estaba seguro, pues aquellas manos habían sido estudiadas por mí en muchas ocasiones. Al principio me interesaba, es más, me divertía, pues es sorprendente cómo uno cuando está preso se entretiene con aquello más insignificante. Sin embargo, de repente, sentí que mis emociones sufrían un terrible cambio, y la curiosidad se convirtió en asco, al comprobar cómo el conde salía por la ventana y empezaba a reptar por el muro de piedra; hacia un terrible abismo, «cara abajo», y con su capa extendida en torno a él como dos grandes alas. Al principio no me lo podía creer, aferrándome a la idea de que aquella engañosa luz de luna me había gastado una mala pasada, algún extraño juego de luces y sombras. Pero seguí mirando y comprendí que no se trataba de ningún espejismo. Sus manos y pies se sujetaban a los ángulos de las piedras, gastados por el palpable paso del tiempo, e igual que un lagarto, descendía con toda facilidad.

      ¿Qué clase de hombre era ese o qué clase de ser con apariencia de hombre? ¿De qué criatura soy prisionero? El miedo y el horror se apoderaron de mí. Siento pánico —un miedo horrible— y no sé cómo huir de aquí.

      15 de mayo.— Le he vuelto a ver salir de nuevo con su peculiar estilo, descendiendo unos centenares de metros, a la izquierda, y después, desapareciendo por algún hueco o ventana. Me asomé intentando ver más, pero fue inútil, pues había demasiada distancia para verle con claridad. Durante su ausencia, aproveché para explorar más zonas del castillo, así que regresé a mi habitación y cogí la lámpara, después intenté abrir las puertas, pero tal y como me temía, todas se encontraban cerradas con llave, y las cerraduras parecían bastante nuevas. Entonces bajé por las escaleras de piedra y me dirigí al vestíbulo principal, donde por primera vez pude descorrer el cerrojo con relativa facilidad y quitar las cadenas; pero la puerta había sido cerrada, cómo no, con llave. Tengo que encontrar esta llave, quizá la tenga el conde en su alcoba. Estaré alerta y cuando deje su puerta abierta, entraré, cogeré la llave y así podré escapar de aquí. Seguí con mi registro de escaleras y pasillos, intentando abrir cuantas puertas hallaba a mi paso. Las únicas habitaciones que no necesitaban llave estaban repletas de trastos viejos. Por último, en lo alto de una escalera, encontré una puerta cerrada, pero que cedió al primer empujón. Me encontraba en un ala del castillo más a la derecha de las estancias que yo conocía y un piso más abajo. Desde allí podían atisbarse también las que daban al ala sur que, y que como esta, quedaban justo encima del precipicio.

      Aquel castillo había sido levantado encima de una colina, de forma que era completamente inexpugnable por sus tres lados. Las ventanas de aquellas habitaciones no tenían cortinas, así que la amarillenta luz de la luna me permitía distinguir los colores, y también el polvo que se acumulaba en todas partes, pero que a la vez desempeñaba la función de disimular los insectos y los desperfectos debidos al paso del tiempo y las polillas. La luz de mi lámpara estaba en desventaja con aquel increíble resplandor lunar, pero me sentía más seguro llevándola conmigo, porque en aquel lugar reinaba una impresionante soledad que paralizaba mi corazón y me hacía tiritar. Sin embargo, prefería estar solo en aquel lóbrego lugar que, en compañía del conde, a quien detestaba cada vez más. Cuando conseguí sosegar un poco mi espíritu, la calma me invadió. Me hallo aquí sentado junto a una mesa de roble donde seguramente hace siglos alguna hermosa dama se sentó a escribir después de largo meditar y sonrojarse, una entorpecida carta a su amado. Anoto en el Diario taquigrafiado cuanto me ha acontecido desde que cerré la puerta por última vez. ¡Este invento sí que supone un verdadero avance de nuestro siglo! Y sin embargo, a no ser que mis sentidos me engañen, creo que los viejos siglos poseían y poseen poderes con los que la moderna civilización no puede terminar con ellos.

      Más tarde: 16 de mayo, por la mañana.— Que Dios me proteja la salud, es lo único que le demando. La libertad y la garantía de seguridad pertenecen al pasado. Durante el tiempo que siga en este lugar solo deseo no enloquecer si es que todavía no lo estoy.

      De estar cuerdo, es exasperante llegar a pensar que de cuantas cosas horribles acechan en este lugar lo que menos me asusta es el conde, pues mientras cumpla sus deseos, me dará seguridad. ¡Dios mío, apiádate de mí! Haz que conserve la serenidad, pues sino estoy perdido. Ahora empiezan a aclararse cosas que me han preocupado con anterioridad. Supongo que el hecho de escribir este diario me ayuda a mantener la esperanza. La misteriosa advertencia del conde me asustó en su momento, tanto, que todavía ahora siento escalofríos cuando pienso en ello, porque de ahora en adelante poseerá un inmenso poder sobre mí. ¡No debo dudar nada de lo que él me diga!

      Después de mi último contacto con el diario, con el libro y la pluma, guardados prudentemente ya en el bolsillo, sentí cómo el sueño se apoderaba de mí. Recordé la advertencia del conde y sentí un extraño placer desobedeciéndola. La tenue luz de la luna consiguió tranquilizarme al fin y la extensa magnitud del paisaje que contemplaba me trajo una reconfortante sensación de libertad. En aquel instante decidí que no volvería a esas lóbregas dependencias y que dormiría aquí, donde las damas se han

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