Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker

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Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker Colección Oro

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nada. De una cosa puedo estar contento: en el caso de que fuera el conde quien se encargó de traerme aquí y de desnudarme, lo hizo muy precipitadamente, pues mis bolsillos continúan intactos. Tengo la total seguridad de que si el conde conociera la existencia de este diario, supondría para él un misterio intolerable. Al mirar a mi alrededor, en esta habitación que antes me causaba tanta angustia, ahora me siento en ella como en un templo, pues nada puede ser más terrorífico que aquellas mujeres que deseaban —que desean— mi sangre.

      18 de mayo.— He vuelto a aquella habitación, pero esta vez es de día, pues necesito aclarar lo ocurrido. Me acerqué a la puerta en la zona alta de la escalera, y se encontraba cerrada. Había sido encajada con tanta fuerza que, al abrirla, parte de la madera se astilló. Mucho me temo que lo ocurrido la noche anterior no fue ninguna pesadilla, por lo tanto debo obrar conforme esta creencia.

      19 de mayo.— Con toda certeza estoy atrapado. Anoche el conde me rogó, muy cortésmente, que escribiese tres cartas: una que dijera que ya había finalizado mi trabajo y que regresaría a Inglaterra en unos días; otra, anunciando que partiría el día siguiente a la fecha de salida de la carta, y la tercera, después de haber salido supuestamente del castillo, ya desde Bistritz. Al principio quise rebelarme, pero después pensé que sería una locura tener una discusión con el conde tal y como estaba la situación, ya que me tiene totalmente bajo su dominio y negarme a obedecerle solo empeoraría las cosas. Él sabe mis sospechas, y ha determinado que no debo seguir viviendo, pues represento un peligro para él. Mi única salvación está en prolongar mi actual estado de cosas. Quizá algún día se me presente la oportunidad de fugarme de aquí. Pude ver en los ojos del conde la misma cólera con la que arrojó a aquella muchacha al suelo. Me indicó que los servicios de envíos eran escasos y muy poco fiables y que escribir a mis amigos ahora representaría una buena terapia para sosegarme. Me aseguró terminantemente que ordenaría detener el curso de la correspondencia en Bistritz hasta que no fuese el momento más indicado, por si acaso prolongaba mi estancia en el castillo. Para evitar problemas, fingí estar de acuerdo y le pregunté qué fecha debía poner en las cartas, entonces él calculó mentalmente y después dijo:

      —La primera el 12 de junio, la segunda el día 19 y la tercera el 29 del mismo mes. Ahora sé con exactitud lo poco que me queda de vida. ¡Que Dios me ampare!

      28 de mayo.— Una nueva oportunidad para huir de aquí; o al menos para enviar un mensaje a casa. Un grupo de gitanos, de zíngaros para ser exactos, llegaron hace poco al castillo y han acampado en el patio.

      Primero escribiré algunas cartas a Inglaterra e intentaré que estos me las lleven al correo. Ya he establecido un primer contacto con ellos desde mi ventana. Se quitaron los sombreros, haciendo una especie de reverencia y después comenzaron a realizar una serie de gestos que a mí me costó interpretar.

      He terminado de escribir las cartas. La de Mina está taquigrafiada, explicándole mi situación, elidiendo muchos de los horrores, si le confesara todo lo que siento, se moriría de horror. Si no me contestasen, entonces el conde no sabría realmente cuánto sé.

      Los zíngaros ya poseen mis cartas, se las lancé por entre los barrotes de mi ventana acompañados de unas monedas de oro, luego hice gran cantidad de gestos más expresivos que significativos, de manera que comprendieran sin equivocación posible mis deseos. El gitano que las recogió se las llevó fuertemente al pecho e hizo una reverencia, y las metió en su gorra. Ahora solo podía aguardar, así que regresé al estudio y me puse a leer. Viendo que el conde tardaba, comencé a escribir…

      El conde ya ha vuelto. Se ha sentado a mi lado y mientras abría las dos cartas, con su más dulce voz me ha comunicado:

      —Uno de los zíngaros me ha dado estas cartas y aunque no sé su procedencia, me encargaré de ellas. ¡Vaya sorpresa! —seguro que ya sabía con anterioridad de quién eran ambas cartas—. Una es de usted, dirigida a mi amigo Peter Hawkins. La otra —en aquel momento, como consecuencia de los signos extraños para él; su rostro adquirió una expresión malévola y los labios empezaron a temblarle—, la otra es un insulto a la amistad. No lleva ninguna firma, así que no nos debemos preocupar.

      Entonces, con gran serenidad acercó la carta a la llama de la lámpara hasta que el papel quedó convertido en cenizas. Luego dijo:

      —La carta al señor Hawkins, como es de usted, haré que la echen al correo, pues sus cartas son sagradas para mí. Espero que perdone mi torpeza al romper el sello, pero le conseguiré un sobre nuevo.

      Me entregó la carta y después con una educada reverencia me ofreció otro sobre. No puedo hacer otra cosa que no sea volver a escribir la dirección y devolverle la carta obediente. Cuando el conde salió de mi habitación, percibí cómo giraba la llave muy despacio. Después de un rato, intenté abrir la puerta, pero en efecto, la había cerrado con llave.

      Al cabo de unas horas, cuando el conde entró de nuevo en la habitación, me despertó, pues, sin querer, me había quedado dormido en el sofá. Estaba encantador y de buen humor y al darse cuenta que yo había estado durmiendo, me preguntó:

      —¿De manera que se encuentra cansado, joven amigo? Váyase a la cama. Es el mejor lugar para descansar. Esta noche no podré tener el gusto de charlar con usted, ya que tengo mucho trabajo. Usted duerma, por favor.

      Fui a mi habitación y me tumbé en la cama. Y sucedió algo muy extraño, me dormí pero sin soñar. La desesperación debe traer también algún momento de calma.

      31 de mayo.— Al despertarme esta mañana, he decidido buscar papel y sobres. He buscado en mi maleta y en mis bolsillos los papeles, para así poder escribir en cuanto pudiera. Pero de nuevo algo me ha sorprendido, hasta el punto de quedarme paralizado.

      No había rastro de los papeles, de mis apuntes, tampoco de los itinerarios de trenes y viajes, ni de la carta de crédito; en resumen, todo aquello que pudiese ser útil en el caso de que escapara de aquí. Me senté para poder pensar mejor, y entonces tuve una corazonada: volví a registrar la maleta y el armario donde tenía guardadas mis cosas. El traje que llevaba el día que llegué al castillo no estaba; tampoco el abrigo ni la gruesa manta. No había rastro de ellos por ningún lado. Una vez más se trataba de una tenebrosa y maliciosa trampa de Drácula.

      17 de junio.— Esta mañana, sentado en el borde de la cama, mientras pensaba, escuché fuera restallido de látigos y ruido de cascos de caballos que avanzaban por el camino pedregoso del patio. De pronto, sentí una gran alegría. Corrí hacia la ventana y pude ver cómo ocho potentes animales arrastraban dos grandes carretas. A estos los conducía un eslovaco, que llevaba un sombrero de ala ancha, un cinturón de cuero de oveja claveteado, altas botas y una pelliza sucia. Fui hacia la puerta con el propósito de bajar, pues deseaba alcanzarlos en la entrada principal, pero la gélida sensación de la sorpresa acabó con mis esperanzas: la puerta estaba atrancada por fuera.

      Entonces, regresé a la ventana y comencé a gritar. Aquella gente levantó la cabeza y se quedó mirándome con descaro, mientras me señalaban. El jefe de los zíngaros apareció y, al verme con cara de desesperación, dijo algo y los demás carcajearon. A partir de entonces, no volvieron a mirarme, a pesar de mis múltiples gritos de socorro. Estos, con paso decidido, se fueron. Sus carretas transportaban enormes cajones cuadrados de asas de firmes cuerdas, que debían estar vacíos a juzgar por la facilidad con que los movían y por el ruido que hacían al caer. Ya descargados y apilados en un rincón del patio, los zíngaros pagaron a los eslovacos, los cuales empezaron a escupir sobre el dinero, supongo que para darle suerte, después se subieron a sus respectivas carretas y se marcharon. De inmediato, oía cómo se alejaba el chasquido de los látigos.

      24 de junio, momentos antes de amanecer.—

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