Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker

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Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker Colección Oro

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tan joven que resulta difícil de creer que haya estado en tantos lugares y haya tenido tantas aventuras como él cuenta. El señor Quincey P. Morris me encontró sola, tomó asiento a mi lado con una sonrisa en la cara y no sé por qué percibí su nerviosismo. De inmediato, cogió mi mano y dijo con extremada dulzura:

      —Señorita Lucy, sé perfectamente que no soy digno de atarle los cordones de sus zapatitos, pero creo que si espera hasta hallar al hombre que realmente lo sea, cuando tire la toalla, deberá unirse al grupo de las siete vírgenes prudentes. ¿No le gustaría que recorriéramos un largo camino juntos, unidos por un mismo yugo y con doble arnés?

      Lo cierto es que estaba tan alegre y de tan buen humor que no fue tan duro rechazarle como al pobre doctor Seward. Le contesté bromeando que no sabía nada de todo lo concerniente a arneses y yugos, y que además no me sentía preparada para tirarme por un barranco pendiendo de una simple cuerda. Entonces, al ver que yo bromeaba, me contestó que quizá él había sido demasiado trivial, y que esperaba que si había cometido algún error, en un momento así, le perdonase. En verdad se puso tan serio al decírmelo que la alegría se me disipó. Pensarás que soy una coqueta insoportable, pero te mentiría si te digo que no me sentí un poco halagada por el hecho de hallarme ante el número dos de mis enamorados en el mismo día. Y seguidamente, querida, antes de que yo pudiera contestar, él comenzó a verter un torrente de frases amorosas, poniendo a mis pies, su alma y su corazón. Parecía tan serio al decirlo, que nunca volveré a pensar que porque un hombre esté muchas veces de broma no es capaz de ser serio a veces. Es cierto que él vio en mi rostro algo que le contuvo. De repente cambió y dijo en un tono tan varonil que si mi corazón hubiese estado libre, yo le habría amado por ello:

      —Lucy, sé que es usted una joven sincera y franca. De lo contrario no le hablaría de esta manera. Dígame, con honradez, en confianza, ¿ama usted a otro? Si es así, jamás volveré a molestarla, aunque si me lo permite, seré un amigo fiel.

      Querida Mina, ¿por qué son los hombres tan honestos cuando una mujer los desprecia? Me estaba burlando de un noble caballero. Me eché a llorar. Vas a creer que esta carta es sentimental en exceso, pero es que estaba realmente afectada. ¿Por qué una no podrá casarse con tres hombres o cuantos desee? Nos ahorraríamos infinidad de penas. Esto ha sido una barbaridad; no debería haberlo dicho. Me alegro porque a pesar de estar triste, tuve valor para mirarle a los ojos y decirle con honradez:

      —Sí, amo a alguien, pero él todavía no me ha confesado su amor.

      Hice bien en hablarle con franqueza, pues la cara se le iluminó, me cogió las dos manos —creo que fui yo quien las puso entre las suyas— y dijo en tono muy amistoso:

      —Es usted muy valiente. Es preferible llegar tarde para conquistarla a usted, que llegar a tiempo para conseguir a cualquier otra. No llore, Lucy. Si es por mí, piense que estoy acostumbrado a los percances. Pero si ese tonto no sabe que la haría feliz, será mejor que la busque pronto o si no tendrá que vérselas conmigo. Retiró sus manos; se daba cuenta que había nerviosismo detrás de aquella valentía que mostraba.

      —Señorita —siguió diciendo—, su sinceridad y decisión le han procurado un amigo, lo cual es más raro que un amante; al menos menos egoísta. Mi querida Lucy, voy a tener que recorrer solitario el arduo camino hasta el otro mundo. ¿Podría darme un beso? —Sé que su petición no encerraba ningún sentimiento oculto—. Iluminará mi soledad. Usted sabe que puede hacerlo si quiere. El otro debe ser un buen chico, de lo contrario usted no le amaría…

      Por estas palabras se ganó mi simpatía, Mina, pues fueron merecedoras tratándose de un rival, y además perdedor; así que me incliné y lo besé. Él había vuelto a mis manos y cuando me miraba a la cara —temo que se me subieron los colores demasiado—, exclamó:

      —Pequeña, estrecho su mano y usted me ha besado; si esto no nos hace amigos, nada podrá hacerlo nunca más. Gracias por su delicada honradez. Que Dios esté con usted.

      Me apretó las manos, y tomando su sombrero salió de la habitación sin volver la vista, ni una lágrima, ni un temblor, ni una vacilación. Solo pensarlo, lloro como una niña. ¡Ay! ¿Por qué a un hombre como este he de hacerle desgraciado cuando muchas chicas besarían el suelo que pisa? Yo misma lo haría si fuese libre... aunque ni lo soy, ni quiero estarlo. Querida, todo esto me entristeció mucho, y en este momento no me siento con fuerzas para seguirte contando mi feliz historia. Así que no voy a hablarte del número tres hasta que haya retornado mi estado alegre de nuevo.

      Te quiere siempre,

      Lucy

      P. S. Respecto al número tres, no hace falta que te hable de él, ¿verdad? Además, fue una cosa tan confusa; me pareció que solo había pasado un segundo desde que entró en la habitación a cuando me rodeaba entre sus brazos. Soy muy, muy feliz, y no sé qué he hecho para merecerlo. Solo procuraré, de ahora en adelante, demostrar mi gratitud al Cielo por poner en mi camino semejante novio, semejante marido y semejante amigo.

      Adiós.

      Diario del Doctor Seward

      (registrado en fonógrafo)

      25 de abril.— Hoy, me siento desganado. No me apetece comer ni puedo descansar, así que solo escribo. Desde que recibí la negativa de ayer, me siento enormemente vacío; nada de este mundo me satisface. Como sabía la posible curación a este tipo de dolencias por mi profesión, fui a ver a alguno de mis pacientes. Escogí uno que me ofreció una información de interés. Tiene ideas muy estrafalarias; no se trata de un loco corriente, así que me he propuesto profundizar en el misterio de su caso. Mis preguntas cada vez son más trascendentales, pues deseo conocer el más mínimo detalle de su alucinación. He sido demasiado cruel obrando de esta manera, ahora me doy cuenta, pues deseé que se ciñera a su locura, cosa que intento soslayar siempre con mis pacientes.

      R. M. Renfield, 59 años. Temperamento sanguíneo; gran fuerza física; patológicamente excitable; períodos de depresión que culminan en una idea fija que no llego a comprender. Imagino que el propio temperamento sanguíneo y la influencia perturbadora llegan a provocar su alienación mental.

      Potencialmente peligroso; creo que también egoísta. Para estos, la precaución es una coraza para defenderse de sus enemigos y de ellos mismos. Lo que opino de este punto es que cuando el eje es el punto fijo, la fuerza centrípeta se equilibra con la centrífuga; cuando se trata de un deber, causa… esta última fuerza es la que vence, y solo un accidente o una serie de ellos puede restablecerla.

      Carta de Quincey P. Morris

      al honorable Arthur Holmwood

      25 de mayo

      Querido Art:

      Nos hemos relatado historias cerca del fuego del campamento en la pradera, nos hemos cicatrizado las heridas el uno al otro, después de intentar desembarcar en las Marquesas y hemos brindado en las orillas del Titicaca. Todavía tengo historias que contarte, heridas que cicatrizar, y brindis que realizar. ¿Te gustaría hacerlo nuevamente junto al fuego de nuestro campamento mañana por la noche? No dudo en invitarte, pues sé que cierta dama también está invitada y que tú estás libre. Y vendrá alguien más, nuestro viejo camarada del Corea, John Seward, y los dos queremos compartir nuestras lágrimas y brindar por la salud del hombre más feliz del mundo, conquistando el corazón más noble que existe. Te aseguramos un caluroso recibimiento, un cálido saludo, y un brindis tan leal como tu propia mano derecha. Prometemos llevarte a casa si bebes sin medida a la salud de cierto par de ojos. ¡No falles!

      Siempre tu amigo,

      Quincey P. Morris

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